Hace exactamente 7 días, el martes 4 de junio, el papa Francisco intervino en la clausura de la Cumbre Panamericana de Jueces y Juezas en la Ciudad del Vaticano y advirtió a los magistrados católicos de todo el continente reunidos sobre el lawfare. “Aprovecho para manifestarles mi preocupación por una nueva forma de intervención exógena en los escenarios políticos, a través del uso indebido de procedimientos legales y tipificaciones judiciales”, dijo el papa. “El lawfare, además de poner en serio riesgo la democracia de los países, generalmente es utilizado para minar los procesos políticos emergentes y propender a la violación sistemática de los derechos sociales”,continuó el papa, a la vez didáctico y enfático, consciente de la fibra que estaba tocando, y bajó una orientación a los jueces de lo que había que hacer: “Para garantizar la calidad institucional de los Estados es fundamental detectar y neutralizar este tipo de prácticas que resultan de la impropia actividad judicial en combinación con operaciones multimediáticas paralelas”.
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Un mes antes, el 3 de mayo, Francisco le había enviado una carta al expresidente Lula da Silva, prisionero en la cárcel de Curitiba desde abril de 2018, con una premonición propia de un santo padre: “El bien vencerá al mal, la verdad vencerá sobre la mentira y la salvación sobre la condena”. La carta del papa a Lula se sumaba al gesto que ya había tenido en 2018, cuando le hizo llegar un rosario bendecido a través de Juan Grabois, joven líder de los trabajadores de la economía popular en Argentina y abogado muy cercano al papa Francisco desde los tiempos en los que el actual papa era el cardenal Jorge Bergoglio.
El papa Francisco se reunió en el Vaticano con jueces y juezas católicas de América Latina y les advirtió sobre el lawfare contra líderes progresistas.
Es díficil saber si el papa tenía información sobre lo que el periodista ganador del premio Pulitzer Glenn Greenwald se traía entre manos. De todos modos, no necesitaba información tan precisa para escribir lo que le escribió a Lula y menos aún para denunciar ante los jueces católicos del continente americano el uso del lawfare, la guerra jurídica contra los líderes políticos progresistas, de izquierda o menos cercanos a las élites económicas, mediáticas y, aunque no lo dijo, a la embajada.
Pero sucedió que cinco días después de que el papa puso el lawfare sobre la mesa, aludiendo de modo inequívoco a Lula y a la expresidenta argentina Cristina Fernández, Greenwald -famoso por haber revelado los documentos de Edward Snowden que demostraron que la Agencia Nacional de Seguridad de EEUU vigila y espía las conversaciones de todos los habitantes del planeta- publicó en su medio digital The Intercept cientos de filtraciones de conversaciones entre el juez que mandó preso a Lula -actual ministro de Justicia de Jair Bolsonaro-, Sérgio Moro, y los fiscales de la operación Lava Jato, que demuestran la existencia un complot impresionante entre fiscales, el juez Moro, medios de comunicación y sectores de las élites brasileñas para armarle causas a Lula que permitieran apresarlo de modo de impedir que volviera a la presidencia. La prueba es tan abundante con lo ya publicado, que Lula no sólo debería obtener la libertad inmediatamente, sino que ya el expresidente tiene suficiente material para litigar con éxito contra todo el sistema judicial brasileño y reclamar reparaciones de acá hasta el fin de los tiempos. Y eso, pese a que de The Intercept solo ha publicado 1% de los materiales filtrados que le hizo llegar una fuente anónima.
El medio digital de The Intercept, dirigido por el premio Pulitzer Glenn Greenwald reveló los chats entre el juez Moro y los fiscales del Lava Jato: las causas contra Lula fueron armadas para impedir que el expresidente y exlíder sindical volviera al poder.
Mientras tanto, en Argentina se descubrió hace pocos meses la existencia de una impresionante red de inteligencia ilegal, extorsión de empresarios y testigos, agencias secretas locales y de Estados Unidos, periodistas, políticos, ministros, fiscales federales y jueces, destinada a la fabricación de causas que permitieran perseguir a opositores políticos, chantajear imputados, obtener “confesiones” forzadas y, fundamentalmente, dirigir la persecución contra la expresidenta y sus funcionarios, para así favorecer el desastrozo gobierno de Macri.
Todas estas series de operaciones de lawfare que algunos venimos denuciando hace años, y sobre las que recién ahora surge evidencia, en su momento echaron uso al mismo tipo de instrumentos: la delación premiada se llamaba en Brasil, el “imputado colaborador” o “arrepentido” en Argentina o Ecuador. En los tres países se hizo uso y abuso de la prisión preventiva de la cual solo se salía con supuestas delaciones que apuntaran “hacia arriba” y llegó al extremo de que tanto en Argentina como en Ecuador se sustanciaron causas políticas a partir de cuadernos -o fotocopias- de presuntos apuntes de funcionarios sin rango, como choferes de subsecretarios en Argentina o una exasesora ecuatoriana Pamela Martínez.
El procedimiento ha sido tan similar en todos los casos que sólo cabe pensar en la mano maestra de Estados Unidos en su diseño y planificación. Pero al argumento de estilo hay que sumar el de conveniencia: estas estrategias de lawfare han tenido dos consecuencias que favorecen al norte. Por un lado, ha sido la forma de desprestigiar y perseguir a líderes populares que no están alineados con ellos y, por otro, ha sido la forma de debilitar los sistemas empresariales nacionales públicos y privados de los países donde se aplicó, permitiendo que empresas norteamericanas compren a precio vil.
(*) Nota publicada en Caras y Caretas Diario -gacetilla diaria editada para los miembros de la Comunidad Caras y Caretas- el día 10 de junio de 2019.