“Por favor, no hagas promesas sobre el bidet”, le cantaba Charly García en los 80 a su novia por aquellos años, la bailarina brasileña Soca. Aunque no es el amor o el desamor el que nos trae aquí, sino las promesas. En tiempos de campañas políticas las promesas electorales pagan buenos dividendos en los medios de comunicación.
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Según el Diccionario de la Real Academia Española se define ‘promesa’ como “expresión de voluntad de dar a alguien o hacer algo por él”. En este caso hacer algo por la ciudadanía o una porción de esta, dependiendo el tipo de promesa. En el terreno político esto puede verse claramente en los spots publicitarios, en los discursos, en los que los candidatos apelan a todo tipo de promesas para ganar votos. Ya sean concretas -crear 100.000 puestos de trabajo o ahorrar 900 millones de dólares o quizás bajar un 30% las rapiñas-, o más amplias, tales como “terminaremos con la pobreza” o “tendremos una educación de calidad”, o cosas por el estilo. Pero todas apuntan esencialmente a conseguir votos. Más allá de este detalle -si se consiguen o no- es claro que algunas promesas no son cumplidas por temas exógenos y otras por temas endógenos, y otras sin más preámbulos son -palabras más palabras menos- “chantadas”.
Pero campaña política es sinónimo de promesas. Todos los candidatos -de todos los partidos- prometen cosas en tiempos de campaña. Esas promesas en general están relacionadas a lo largo de toda la historia a cuatro o cinco temas-fuerza: trabajo, educación, salud o combate a la pobreza y en tiempos más cercanos se le suman el combate al narcotráfico, y especialmente en Uruguay frenar la migración de uruguayos al exterior.
¿Cómo puede el votante darse cuenta de qué hay detrás de esas promesas, si papel picado o una plataforma? Quizás esta sea la prueba del 9 en este sentido. Sobre qué bases se sostienen esas promesas.
En el Uruguay de otro tiempo, un político llevó esas promesas al extremo y hoy es un ejemplo más que elocuente de esa práctica electoral. Domingo Tortorelli, líder del partido Concordancia, presentó ante la Corte Electoral su lista 200 y se presentó a las elecciones de 1942. Junto a su esposa, Anatolia Manrupe de Tortorelli, su aliada máxima en el segundo lugar de la lista, y una plétora de seguidores, se reunían debajo del balcón de su casa en 18 de Julio y Juan Paullier. Tortorelli estaba dispuesto a gobernar en paz; en un mundo sumido en la Segunda Guerra Mundial, se declaraba abiertamente enemigo de la concentración de capital, del servicio militar obligatorio y afín a una reforma agraria profunda.
Tortorelli bautizó a su pueblo como los descamisados, igual que en la vecina orilla Juan Domingo Perón y, sobre todo, Eva Duarte. Claramente un Río de la Plata -por lo menos- había de diferencia, entre el referente máximo de la política argentina y este simpático prometedor serial. Hasta llegó a tener un órgano oficial de su partido, la Concordancia Laborista, denominado La Voz de Tortorelli. Inclusive cuando se presentó a las elecciones de 1950 acusó a Luis Batlle Berres de robarle algunas ideas.
Tortorelli prometía, entre otras cosas, en todas las esquinas canillas gratuitas de leche, una carretera en bajada desde Rivera a Montevideo para ahorrar combustible, jornada laboral de 15 minutos, empleos públicos para todos los mayores de 18 años, 200 biógrafos gratuitos en todos los barrios, matrimonio obligatorio a los 25 años para aumentar la cantidad de “hermosos niños”, y hasta techar el Estadio Centenario para no suspender el fútbol en caso de mal tiempo.
Muchas de estas promesas de Tortorelli son obviamente irrealizables y hasta graciosas. Pero hasta qué punto los políticos resisten archivos de sus promesas y hasta qué punto las mismas promesas se repiten en una y otra elección, en sentido amplio.
Desde el advenimiento de la democracia los temas sensibles a los uruguayos son los mismos y no salen de 4 tópicos. Más allá de las opiniones de cada uno sobre el grado de cumplimiento de esas promesas -todo puede ser discutible- es claro que si se promete siempre lo mismo es que de alguna forma no se ha conseguido. Esta puede ser una discusión profunda para otras páginas, pero lo que trae escondida esta historia de Tortorelli es una enseñanza.
¿Hasta qué punto nos dejamos manipular por las promesas de los políticos en campaña? Les creemos, aunque parezcan salidas del megáfono de Tortorelli. Sostenidas sobre la nada misma. Debemos exigirle mucho más a nuestra clase política que se ha ido convirtiendo en “Tortorellis” que se pelean por quién dice el disparate mayor, pero que nos deja contentos, obviamente al caro precio de la mentira. Dicen que los números de los demás siempre nos dan, los que nunca dan son los nuestros. Por eso a gran parte del elenco político de la oposición le parece que puede ahorrar miles de millones o crear miles de puestos de trabajo o regalar medicamentos a la “voz de aura”. La izquierda también tiene sus agachadas, obviamente prometiendo cosas tangibles que luego no consigue. El tema está en poder encontrar la verdadera política y separar Tortorellis de políticos serios. No más promesas sobre el bidet.