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Ray Bradbury y el vacío de nuestra era

Por Marcia Collazo.

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Se cumplen 100 años del nacimiento de Ray Bradbury, el escritor estadounidense que en su día, a través de cohetes espaciales, monstruos verdes y planetas amenazantes, supo indagar a fondo en el corazón humano. En lo personal, a mí nunca me ha gustado la ciencia ficción, o la ficción científica, o como deseen ustedes llamarla. Hay quienes la rechazan por altamente improbable, ya que cualquier alarde de imaginación suele quedarse corto cuando se trata de suponer avances tecnológicos. Hay quienes llegan a hablar de “macaneo” al respecto, y de repente tienen razón. Pero me parece que el valor de la literatura de Ray Bradbury no pasa por ahí. Si así fuera, ya estaría más que condenado al olvido, y aun al ridículo.

Bradbury es, por sobre todas las cosas, un gran escritor, un eximio narrador, un aventurero del alma que sabe crear suspenso, atmósfera (no hablo de la espacial, por cierto), pulso y hasta sufrimiento en sus lectores. Bradbury logró, además, algo que pocos escritores han logrado. Hablo de la creación de una formidable distopía, algo así como una anti-utopía, a través de la cual se dedica a desenmascarar con maestría y con valentía algunas de las más profundas lacras de la sociedad de su tiempo. En su novela Farenheit 451, publicada en 1953, disecciona los profundos sedimentos geológicos de las intenciones y de las ideologías imperantes, y advierte sobre el peligro básico de apostar a la ignorancia en detrimento del conocimiento.

En el año que se publicó Farenheit 451, la Guerra Fría y el mundo bipolar (socialismo versus capitalismo, el oso ruso contra el tío Sam) estaba en pleno auge. Ya no se trataba de contraponer ideologías, sino de enfrentar a una mitad de la humanidad contra la otra, en una competencia que llegó a cobrar tan absurdos como alarmantes ribetes. Entre otros resultados, esa confrontación helada y despiadada, llevó a la multiplicación de los conflictos armados, pero en zonas alejadas de los grandes centros de poder. Ya no existían patios traseros, sino verdaderos lodazales en los que se dirimían las contiendas políticas. Por mencionar solo algunos de tan infames enfrentamientos armados, recordaré la Guerra de Corea (1950 a 1953), la crisis de los misiles en Cuba (1962), la Guerra de los Seis Días en Israel (1967), la tan discutida carrera espacial por la llegada a la Luna (1969) y la Guerra de Vietnam (1955 a 1975). Me quedo corta, por supuesto. En el medio he dejado los innumerables conflictos menores, las persecuciones y las cazas de brujas, de las cuales la peor debe haber sido el Macartismo, y un clima permanente de hostilidad que provocó, y de algún modo continúa provocando, olas de angustia y de padecimientos de variado calibre.

En esa situación, en ese mundo fragmentado, que no acababa de aprender la lección dejada por dos guerras mundiales y por monstruosos totalitarismos, le tocó vivir a Ray Bradbury. En Farenheit 451 nos advierte sobre los peligros de esos totalitarismos y sobre sus desbordes delirantes. El protagonista principal, Montag, es bombero, como lo fueron antes su padre y su abuelo. Pero no se dedica a apagar fuegos, como pudiera creerse, sino a crearlos. Montag es uno de los brazos ejecutores de la quema de libros, que incluye la quema de casas y, por qué no, de personas. La consigna se reduce a considerar al conocimiento como el principal enemigo. He ahí la distopía mayor. Pero los libros, mientras arden, van enviando mensajes. Hay personas que eligen morir entre las llamas, por defender a esos libros, lo cual introduce en el cerebro y en el alma de Montag la primera señal de alarma.

No voy a contar a los lectores la trama de la novela. No puedo y no debo hacerlo. Más bien debería solicitarles, con la mayor amabilidad, que la lean. Sin embargo, desde ya quisiera advertir a las y los lectores, que en mi opinión la discusión acerca de la dicotomía libro de papel y libro virtual -que se ha instalado últimamente, y que se ha utilizado como argumento para referirse a Farenheit 451 y al mismo Ray Bradbury- carece de importancia. El autor va mucho más allá de cualquier debate al respecto, y limitaríamos gravemente la comprensión de su literatura (así como nuestras posibilidades de interpretación como lectores) si redujéramos la cuestión a ese punto. Es cierto que Bradbury era un apasionado defensor del libro de papel, y creía (como todos nosotros hemos creído alguna vez) que si moría el libro de papel, moría el conocimiento.

El ser humano necesita aferrarse, en última instancia, a algún soporte material del logos, a una seguridad sensorial mínima (lo toco, lo veo, lo abro, lo cierro) en buena medida porque teme a la posibilidad de que los sistemas virtuales se desplomen por algún oscuro motivo, y con ello se pierda en el éter el universo de la palabra humana. No es inocente tampoco la referencia al logos. Este vocablo griego hace referencia por igual a la razón y a la palabra.

En el medio está el conocimiento, y está además la ciencia, que es su producto metódico. Logos es, por lo tanto, palabra o verbo meditado, reflexionado, ponderado, sometido a análisis. De ese concepto primordial derivan otros, como la inteligencia, el pensamiento, el discurso y la argumentación. No existe ninguna manera de plasmar dicho conocimiento como no sea por escrito. No hemos inventado aún otra manera, dado que los lenguajes científicos, así como el lenguaje de la lógica y de las matemáticas, deben también ponerse (fatalmente) por escrito.

La laboriosa y ardua tarea de creación, transmisión y acumulación del conocimiento, realizada por el ser humano durante milenios (con unas cuantas quemas y extravíos en el medio) es, en definitiva, lo único con lo que contamos para hacer frente al mundo, a la vida y a sus problemas derivados. Júzguese, pues, la importancia del conocimiento y de los libros, en los cuales dicho saber se plasma. Y no me refiero únicamente a la ciencia, sino a la totalidad de la palabra humana, en sus más variadas expresiones, puesto que el corpus científico no puede dar cuenta de algunas sutiles expresiones de nuestra humana condición, de las que solamente el arte puede ocuparse.

Un mundo sin libros (en papel o virtuales) sería un mundo sin pensamiento. Un mundo deshumanizado. Una tierra monstruosa. Un universo de seres reducidos a una condición que ni siquiera es animal, sino de sometimiento, de violencia y de perdición.

Ray Bradbury, por otra parte, no se queda en esta denuncia sobre las intenciones de dar muerte al conocimiento, sino que va más allá y critica también el pretendido estatus de confort y de tecnología que impera en los Estados Unidos de su época. José Enrique Rodó, en 1900, en su obra Ariel, había señalado algo similar. Así define al gigante del norte: “La concepción utilitaria, como idea del destino humano, y la igualdad en lo mediocre, como norma de la proporción social, componen la fórmula de lo que ha dado en llamarse espíritu del americanismo”.

No sé si Bradbury lo habrá leído alguna vez, pero, de hacerlo, supongo que se sintió impactado y le dio la razón. Sigue diciendo Rodó: “Su personaje principal se llama Yo Quiero, como el superhombre de Nietzsche. Si algo le salva colectivamente de la vulgaridad, es ese alarde de energía que lleva a todas partes…”. La palabra vulgaridad no es casual. Me permito recordar aquí a otra gran pensadora, la norteamericana Susan Sontag, quien se refiere a la sociedad estadounidense como “la fantasía chabacana de la buena vida” y habla de “una energía que nace corrompida, y por la que pagamos un precio demasiado oneroso. Es un dinamismo hipernatural, desproporcionado a escala humana, que nos destroza los nervios a todos”.

 

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