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Réquiem para Mariano

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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El 4 de marzo de 1811 dejó de existir uno de los hombres más brillantes de la Revolución de Mayo. Una sospechosa y ya histórica frase salió de los labios de Cornelio Saavedra: “Tanta agua hacía falta para apagar tanto fuego”. Ese fuego era el de un jacobino, Mariano Moreno. Hace ya más de 200 años que la revolución perdía a su costado más radical y, por eso tal vez, más sincero. Moreno zarpó en la fragata Fama el 24 de enero, y, a pesar de cierta fragilidad en su salud, el gobierno porteño había firmado un contrato con un tal Mr. Cutis el 9 de febrero para llevar a cabo la misma misión que Moreno. ¿Por qué superponer funcionarios inútilmente? Uno de los artículos de contrato especificaba: “si el señor doctor don Mariano Moreno hubiere fallecido, o por algún accidente imprevisto no se hallare en Inglaterra, deberá entenderse Mr. Curtís con don Aniceto Padilla en los mismos términos que lo habría hecho el doctor Moreno”. Una suposición con ribetes de intriga, en tanto que nunca llegó a su destino el revolucionario. Moreno se sintió mal; eso era un mal presagio y hasta él suponía su destino. El capitán del barco le acercó una extraña medicina. Murió poco después. Su cuerpo revolucionario fue envuelto en una bandera británica y arrojado al mar.

Las aguas del océano Atlántico lo recibieron para el descanso eterno y el nacimiento de las ucronías. ¿Qué hubiese sucedido si Moreno no hubiera muerto aquel 4 de marzo? ¿Cuál habría sido el destino de la revolución si este radical hubiera vuelto a las provincias? La respuesta sería la negación de la historia, pero al mismo tiempo tal vez no hubiera acercado a uno de los hombres más importantes de aquel mayo. La revolución fue regional, y los países que nosotros abonamos naturalmente, las fragmentaciones circunstanciales posteriores no eran más que eso, posteriores. La revolución se vivía en términos regionales, la vieja unión virreinal cambiaría de mandos. El orden colonial dejaría espacio a otro orden, basado en este. De esta forma, Moreno representa también una parte del pasado que erróneamente suponemos uruguayo, pero que en definitiva no es más que regional, con su traducción política, el virreinato.

Moreno nació el 23 de septiembre de 1778, hijo de un funcionario español de mediano rango. Estudió en Chiquisaca, después de algunos inconvenientes personales. Allí formó una familia y, tras doctorarse en teología, estudió derecho. Comenzó su trabajo como defensor de indígenas, lo que le acarreó no pocos problemas, por su actitud contestataria, y forzó un regreso prematuro a Buenos Aires poco tiempo después.

En la capital del virreinato fue asesor del Cabildo y comenzó a acercarse a los grupos revolucionarios, que desde las sombras tramaban la insurrección. Su contacto con las ideas de la Ilustración fue fundamental y lo templó en sus pensamientos acerca de la revolución. Quedó especialmente impactado por el ginebrino Jean-Jacques Rousseau.

José Artigas andaba en el recado con una copia de El contrato social, de Rousseau, traducida por el mismo Moreno, que databa de 1811. ¿Dime lo que lees y te diré quien eres?

Mayo lo encontró en plena faena revolucionaria junto con los ya conocidos hombres de mayo. El 25 asumió la Secretaría de Guerra y Gobierno de la Junta. Desde entonces su actividad no cesó un segundo. Presto comenzó con la apertura de puertos, la reglamentación del comercio; fundó una biblioteca pública y creó el órgano oficial de la revolución, Gazeta de Buenos Aires. Abría este órgano de prensa revolucionario la frase del historiador romano Cornelio Tácito: “Tiempos de rara felicidad son aquellos en los cuales se puede sentir lo que se desea y es lícito decirlo”.

Detrás de él, su redactor, Mariano, se despachaba contra el novel virrey Francisco Javier de Elío y establecía sus planes para el Río de la Plata. En la página 3 de la Gazeta fechada el 21 de enero de 1811, previo al alzamiento en la Banda Oriental, es contundente: “La sola denominación del título con que V.S. se representa a la providencia de un gobierno establecido para sostener los derechos de los pueblos libres contra el carácter dominante y opresor de los mandones constituidos por el despotismo del poder arbitrario, ofende la razón y el buen sentido”.

Este hombre desplegaba radicalismo, jacobinismo, diríase en términos franceses. En tiempos revolucionarios estalló en Córdoba un movimiento contrarrevolucionario que fue sofocado rápidamente. Entre los conjurados, Santiago Liniers, aquel de las invasiones inglesas, fue detenido y sentenciado a muerte por aquella traición. La negación de algunos juntistas de fusilar a los conjurados colmó la paciencia del secretario, quien exclamo ofuscado: “¿Con qué confianza encargaremos grandes obras a hombres que se asustan de una ejecución?”. Una frase que define con certeza la misión del revolucionario y su compleja naturaleza, en la que se unen la justicia (una idea de justicia) y los valores imperantes en los tiempos en que vivió.

El famoso Plan de Operaciones redactado por Moreno dejó a más de uno boquiabierto aquel día. Detrás de aquella máscara de mayo latía en Moreno la idea de la independencia absoluta y la convicción de hacer todo lo necesario para lograr ese fin. La sangre vertida por una causa justa era para él indispensable. Pretendía mucho más que un cambio de autoridades: un cambio estructural en muchos ámbitos; por ejemplo, las expropiaciones a los españoles y la utilización de esos fondos para el desarrollo material de las provincias. El Plan de Operaciones traía consigo una interesante estratagema para levantar la Banda Oriental del río Uruguay, una parte más de ese virreinato que pretendían sustituir. A este respecto, escribió: “Sería muy del caso atraerse a dos sujetos por cualquier interés y promesas, así por sus conocimientos, que nos consta son muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opiniones, concepto y respeto; como son los del Capitán de Dragones don José Rondeau y los del Capitán de Blandengues don José Artigas; quienes, puesta la campaña en este tono y concediéndoles facultades amplias, concesiones, gracias y prerrogativas, harán en poco tiempo progresos tan rápidos, que antes de seis meses podría tratarse de formalizar el sitio de la plaza”. Allí estaba el nombre del futuro jefe de los orientales. Tal vez, y sólo tal vez, las relaciones entre un Buenos Aires con Moreno a la cabeza y Artigas hubieran sido muy diferentes de lo que sucedió en realidad. Dos radicales a la cabeza de cada parte del viejo virreinato. Queda abierta la ucronía.

Nada de esto era del agrado de los conservadores de la capital, ese patriciado relacionado con la metrópoli todavía. De esta forma, la lucha enconada entre Moreno y Saavedra, presidente de la Junta, estalló en sus narices. Seguramente, la vida de Moreno corría peligro en aquel Buenos Aires encrispado por el enfrentamiento, pues detrás de cada uno los apuntalaban sendos bandos. De esta forma, los paños tibios los puso un viaje y un encargo para Moreno, un viaje a Inglaterra para comprar armamento. Ya embarcado, dudó y sospechó de aquel viaje; se lo comentó a su hermano Manuel: “Ya al principio del viaje me vaticinó una terrible premonición: ‘No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje’”. En una carta de Moreno a Miguel Pisani, fechada el 26 de octubre de 1812, el hermano solitario recuerda con lacónica melancolía al hermano muerto: “Antes de comenzar esta carta, estaba pensando que es muy probable que no la recibas hasta dentro de tres meses, y esto me hizo pensar que va a ser el primer enero de mi vida que paso sin Mariano. Las lágrimas corren de mis ojos y vienen a perturbar mi razón al escribirte estas líneas…”.

Un viaje del que nunca regresó, pues mucha agua apagó mucho fuego y se llevó, tal vez, al más brillante exponente de la generación de mayo. Otros gallos cantarían si Mariano hubiese vuelto de aquel viaje.

“Tres días estuvo inconsciente, apenas respiraba: murió el 4 de marzo de 1811, al amanecer, a los veintiocho grados y siete minutos sur de la línea ecuatorial, a los treinta y dos años, seis meses y un día de su edad. Su cuerpo fue envuelto en una bandera británica, otra flameaba a media asta. Permaneció en la cubierta del barco hasta las cinco de aquella misma tarde. Después de haberle tributado las demostraciones compatibles con nuestra situación, su cuerpo fue tirado al agua. Aún hoy me despierto por las noches escuchando la salva de fusilería que lo despidió, al tiempo que le anunciaba a las otras fragatas del convoy la desgracia que sucedía en la nuestra…”.

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