Por Reznor T.
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El misterio y la fascinación envuelven las prácticas del periodismo de investigación. Y no son pocos los jóvenes que han optado por embarcarse en este oficio deslumbrados, y con razón, por una extensa lista de películas, en cuyos primeros lugares se ubica la fascinante Todos los hombres del presidente (1976, de Alan J. Paluka, con Dustin Hoffman y Robert Redford en los papeles principales). Con la más reciente, Spotlight (En primera plana), de Thomas McCarthy, que compite en la nueva edición de los premios Oscar, ocurrirá lo mismo.
También es cierto que estos lazos románticos con el periodismo después sucumben ante realidades en las que juegan intereses políticos y económicos, que transforman las investigaciones en meras muecas o, en el mejor de los casos, en un rejunte de datos “filtrados” en oficinas que están bastante alejadas de las redacciones de los grandes periódicos y revistas. Ética, romanticismo, vocación y periodismo no siempre tienen una alianza fructífera.
La historia que recupera la película de McCarthy, que se basa en una historia real, va por otro camino. Con elogiable austeridad, la narración conjuga personajes creíbles e intensos, que se concentran en un nudo complejísimo de casos que involucran a curas pedófilos y a jerarquías eclesiásticas que se esmeran en ocultar todo para evitar el escándalo que “mine la fe” de los feligreses.
Antes del 11-S
Recorriendo los escenarios de urbanidad más decadente del Boston de comienzos de los años dos mil, el equipo de periodistas de la sección Spotlight del diario Boston Globe arremete con la investigación por mandato del nuevo jefe de editores, Marty Baron (Liev Schreiber), que se interesó por los análisis y denuncias de la columnista Eileen McNamara (Maureen Keiller).
Walter Robby Robinson (Michael Keaton), editor de esa sección, no tiene ningún problema para motivar a su equipo para que pongan toda la carne en el asador ni en involucrarse en el arduo trabajo con las fuentes y en la recopilación documental. Las dolorosas y terribles historias que se van destapando pronto les jaquean seguridades, estereotipos sociales, creencias, principios profesionales. Nadie permanece inmune a las secuelas del abuso, a ese perverso ejercicio del poder. Los rostros, los gestos, las miradas de quienes sufrieron, que no siempre logran romper el cerco de la condición de víctimas. La extraña madeja psicológica de los victimarios. La irritante prepotencia e impunidad de las estructuras eclesiásticas y las estrategias igualmente perversas de los rangos más altos del clero para ocultar. Toda una densa y sensible trama de conflictos hace que cada uno de los reporteros se comprometa en lo físico, intelectual y emocional en esta suerte de cruzada. El descubrimiento y difusión de la verdad se convierte en una razón de vida que rompe con sus rutinas familiares y laborales.
El final ya se conoce. Después de largos meses de trabajo, batallas legales e institucionales, después del atentado a las Torres Gemelas, en Nueva York, el equipo del Boston Globe saca a la luz los nombres, los lugares y las prácticas de abuso de menores. Lo que sigue (y lo que siguió en la historia que inspiró la película) es una extensa saga de artículos que ahondaban en denuncias y casos particulares. Los detalles más intestinos de un secreto escandaloso no sólo terminaron en la Justicia, sino que provocaron cambios significativos en el marco institucional de la iglesia. Los abusos, sin embargo, no pararon ni en Boston ni en otros tantos lugares de todo el planeta.
El proceso
Como el final ya se conoce con anticipación, McCarthy se juega al proceso de la trama, a la psicología y a la emotividad de los personajes las que se esbozan con acertadas pinceladas. El elenco, con Keaton y Mark Ruffalo (interpreta al periodista Michael Rezendez) a la cabeza del equipo de investigación, se acopla a esa idea con actuaciones ajustadas, sólidas.
Spotlight (En primera plana) no es una película con grandes despliegues. La historia es su médula, y la trama se resuelve bien. Los detalles que revelan cierta ingenuidad ética son, al final, accesorios, y el asunto de “la verdad” se libera de esquemones principistas; todo fluye, con varias vueltas de tuerca que sortean con holgura algunos momentos de resolución previsible. Aquí no hay excesos de técnica, como los morbosos despliegues de Alejandro González Iñárritu en The Revenant, otra candidata al Oscar, que convirtieron a Leonardo Di Caprio en cuerpo de experimentación e hicieron desaparecer la narración.
El periodismo, pese a los tiempos de crisis y especulación financiero empresarial, todavía sigue siendo una fuente alternativa de escrituras de lo que convenimos en llamar “lo real”. O al menos es así en la ficción cinematográfica.