Hoy experimento, por primera vez en mucho tiempo, el síndrome de la página en blanco. O será que las noticias nacionales e internacionales de los últimos días son tan descabelladas como para quebrar la inspiración y el ánimo del más cuerdo y del más templado; por otra parte, bien podría decirse que la página en blanco es la vida, o el mundo, tan demasiado cargado de violencia y de incertidumbre. Hice referencia en mi último artículo al Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, obra que bien podría llamarse Elogio de la hipocresía, porque en rigor de verdad su vigencia parece cada vez más notoria, sacando, claro está, ciertos resabios mentales de época, de los que ningún ser humano se salva por muy genial que sea. La palabra hipocresía proviene del griego (hypo: máscara o lo que subyace por debajo de algo; crytes: respuesta) y consiste en responder lo que no es, o sea encubrir, actuar, fingir; y en definitiva, adoptar una pose teatral que no se condice con la verdad y con la realidad. No debe haber, sin embargo, costumbre, tendencia o rasgo humano más generalizado, utilizado y perfeccionado. A la hipocresía se le ha rendido tributo desde los albores de la especie y nunca se escatimó el menor recurso para hacerlo. Es más: la hipocresía es seguramente la práctica social e individual a la que se destinan más recursos, sacando el fenómeno descarnado de la guerra. Durante siglos se ha echado mano de la hipocresía como supremo instrumento de justificación. La Europa renacentista, de la que provenían Colón y sus hombres, consideraba salvajes a los indios del Nuevo Mundo y se horrorizaba frente a los sacrificios humanos practicados por los aztecas en el templo de Huttzilopochtli. Bernal Díaz del Castillo, que ofició de cronista, llegó a decir que el hedor de la sangre salpicada en paredes, pisos y escalinatas le recordaba a los mataderos de Castilla. Salvajes y no otra cosa. Y por lo mismo merecían ser dominados y, en caso necesario, aniquilados. Sin embargo, esa misma Europa, tan presta a rasgarse las vestiduras frente a semejantes excesos, parecía olvidarse de las miles de brujas que la Inquisición torturó y envió a la hoguera (y que seguía enviando en aquellos precisos tiempos). La hipocresía justificó también la esclavitud de los negros en América, a fin de salvar a esos mismos indígenas, a los que la Reina Isabel de Castilla declaró libres; llegó a decir en su testamento que jamás podrían ser esclavizados y, cuando ello se supo, apareció como por arte de magia el instituto de la “encomienda”, especie de tutoría de los indios (considerados, dicho sea de paso, como menores de edad a todos los efectos), que se convirtió en los hechos en uno de los más terribles sistemas de explotación y de muerte surgidos en América. Hipocresía es que Estados Unidos haya proclamado durante los últimos 100 años que sus expansiones imperialistas tienen la justificación de terminar con los regímenes de opresión y ayudar a instalar la democracia en ciertas regiones del mundo a las que vandaliza; lo ha dicho, sí, aunque pueda parecer insólito. Hipocresía es que en este país -Uruguay- pueda reclamarse el recorte del gasto social cuando las cifras demuestran que la pobreza descendió drásticamente (de 60% a 17%) desde el año 2005. Hipocresía es que se hable de la instauración de un proceso judicial contra Lula (y véase que dejo expresamente afuera la cuestión de su culpabilidad o su inocencia), cuando los más grandes y desaforados corruptos de Brasil permanecen tan intocables como la santísima trinidad; hipocresía es también que se pretenda disfrazar ese proceso con ribetes de legitimidad democrática, cuando es evidente que se trata de la orquestación de una nueva modalidad de golpe de Estado por la vía de la militarización vigilante -algo así como una remake de la guerra fría, que parece que no está y sin embargo está-, la cual presiona a jueces y no jueces y mueve los verdaderos hilos del poder del Estado; militarización que también existe en Venezuela, y que equivale a un golpe de Estado renovado o estirado en sucesivas prórrogas, por el cual la perpetuación en el poder se apoya y descansa, lisa y llanamente, en botas, balas, tanques y fusiles. Hipocresía es que en el pueblo de Quebracho, escenario de una brutal tragedia, tantas y tantas personas sean capaces de justificar a un doble asesino, con actitud impávida, admirativa, entrañable y amorosa, y, como si fuera poco, con absoluta naturalidad, mediante los argumentos más absurdos; argumentos que, en más de un caso, andan caminando al borde del abismo, léase del delito de discriminación y de incitación al odio y al escarnio público. Así están las cosas. La violencia es y ha sido siempre una espina dorsal de la historia -mutada en infinitos símbolos y actos, todos ellos monstruosos- y en ciertos enclaves de tiempo se ha convertido en una espiral desatada, que se alimenta de su propia vorágine y a la que ningún poder de este mundo o del otro parece capaz de detener. Si la vida es una novela, se trata en este caso de una novela demasiado perversa. Pero más allá de tan lúgubres consideraciones, viene muy a propósito citar aquí una obra original y dura, llamada Antología de la violencia, de cuya selección y prólogo se encargó nuestra poeta Idea Vilariño allá por agosto de 2004. Dice ella en ese prólogo que la obra no es un estudio sobre la violencia, sino más bien un muestreo de las maneras en que se manifiesta, “enredada en sus diabólicos pretextos, en sus perversas, sádicas, miserables maneras”. Y añade que sería inútil, de todos modos, pretender agotarla, ya que “desde que el hombre es hombre, la violencia atraviesa con él toda su historia; la grande y la pequeña. No hay libro que pueda contenerla ni memoria que pueda abarcarla”. Empecé hablando de hipocresía y terminé refiriéndome a la violencia. Y aunque sean casi siempre las dos caras de una misma moneda, falta mencionar la intolerancia, que engendra a ambas y las alimenta. La intolerancia, expresada en violencia y en hipocresía, se parapeta detrás del cinismo, actitud propia de quien miente con descaro y defiende impúdicamente algo que debería merecer desaprobación a cualquier ser medianamente lúcido. Ya que mencioné a Lula (aunque sigo sin entrar en el debate sobre su inocencia o culpabilidad, más parecido a un pantano sin fondo que a un verdadero debate), quiero citar expresamente unas palabras de Platón, incluidas en la obra mencionada, a propósito de la muerte de Sócrates. “Porque bien sabéis vosotros, hombres de Atenas, que si me hubiese entrometido en política, ya habría sido eliminado. Cualquier hombre que quiera oponerse franca y generosamente a vuestra ciudad o a cualquier otra, y trate de impedir las muchas injusticias e ilegalidades que se cometen, no lo hará impunemente. Cualquier campeón auténtico de la justicia, por poco que quiera seguir viviendo, deberá reducirse a la más completa inacción y abandonar la vida pública”. ¿Por qué mataron los atenienses a Sócrates? Porque era culpable, ni más ni menos. Sin embargo, todos somos culpables de algo en este mundo, desde el momento en que movemos nuestra voluntad y dirigimos nuestra intención en procura de determinados fines. El asunto es saber, entonces, cuál será esa culpa y por qué despierta tanta ira, tanta violencia, tanto cinismo y tanta hipocresía. “Sócrates es culpable porque corrompe a los jóvenes, porque no cree en los dioses del Estado y porque en lugar de estos pone y propone divinidades nuevas” (Platón). Cuáles sean esas divinidades, o esas “reales realidades”, es una cuestión que se dirime en cada encrucijada y circunstancia histórica. Pero cuidado con la vieja y malquerida hipocresía, tan experta en entreverar la baraja. Cuanta más violencia traen los tiempos, mayor debe ser el trabajo para mantener la lucidez y no bajar la guardia; no sea cosa de terminar bajo la pata del déspota de turno; o peor aun, de mandadero de él, y encima feliz, agradecido y complaciente.
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