Sería una hipocresía ocultarlo, la muerte de Jorge Larrañaga me pegó muy fuerte porque a diferencia de muchos otros lo conocí y lo apreciaba.
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También sé que su ausencia se va a sentir en este país, la va a sentir el Partido Nacional, el gobierno del cual era el mejor exponente y también la oposición que tenía en Jorge un referente insustituible si se trataba de dialogar confiando en la lealtad del adversario.
Reitero -lo he escrito otras veces- que desde que tuvimos un encontronazo luego de las elecciones de 2004 y él me encaró fuerte, pero con freno, siempre tuvimos un buen diálogo.
Creo que por el 2008, me llamó para invitarme a ir a un acto que hacía en el Cilindro y decirme que me reservaba un lugar en la primera fila.
Le dije que no quería ir solo porque iba a recibir puteadas de todos los colores y que le pediría a Beatriz Argimón que me acompañara, al menos al entrar.
Fui y me llevé tremenda sorpresa, alguna gente me reconocía y me saludaba y hasta había algún blanco que con el pulgar para arriba me gritó “¡Aguante Caras!”.
Ya confiado por esa simpática recepción, caminé por todo el Cilindro y conversé con las barras de asistentes.
Recuerdo que me tocó sentarme muy cerca de Susana Sienra la compañera de Wilson y madre de Juan Raúl y Silvia, a la que saludé con un beso.
Cuando me iba, un grupo de hinchas de Daniel Camy, que habían llegado en un ómnibus desde San José, me reconocieron y me invitaron a comer unos chorizos que hicieron en una parrillita al pie de la bañadera.
Al día siguiente comenté con amigos blancos, que los y las herreristas del estrado eran rubios naturales o artificiales a excepción de Juan Chiruchi.
Los de Alianza Nacional, a decir verdad, parecían de otro barrio.
Ese viernes escribí una nota en la revista que hasta hace unos años Jorge tenía encuadrada en su despacho del Senado.
Recuerdo que por esos años hablamos sobre un episodio curioso que ocurrió en los días en que nació Faustino, su hijo menor y juntos bardeamos sobre las intrigas de Julita Pou.
De ahí en adelante dialogamos frecuentemente y siempre lo hicimos bien. A veces iba a la revista y a veces yo iba al Palacio, donde hacen un buen cortado.
La última vez que hablamos largo fue hace ya unos tres años en mi casa, cuando Jorge aún no había aceptado como fatal el liderazgo unipolar de Luis Lacalle Pou.
Me temo que era el peor Larrañaga. Insistía con un discurso punitivista que lo acercaba a los sectores más conservadores del Partido Nacional y yo lo toreaba diciéndole que estaba lindero con el pachequismo y a la derecha de Bordaberry en materia de seguridad.
Yo trataba de criticarlo haciendo bromas, pero Jorge, al menos cuando hablaba conmigo, no tenía mucho sentido del humor.
Parecía entusiasmado con su hallazgo, deslumbrado con la consigna de “Vivir sin miedo”, alentado por la prensa hegemónica y confiado que con esa postura acumulaba como para disputar la candidatura presidencial de su partido.
A mí me costaba identificarlo con el del “No a la baja”, pero no ignoraba que la vida y la política da sorpresas.
Bastante abandonado por sus compadres, evaluaba, creo que no muy en serio, sobre si competir por la candidatura o “tirarse” a diputado por Paysandú.
Riéndome le dije que se iba a quedar solo con la Negra y me contestó que “ni ahí” porque “Verónica Alonso es una nómade de la política”.
Ese día le advertí sobre los consejos de Durán Barba, el plebiscito que impulsaba y su inocultable propósito represivo y me contestó con una frase que pienso que era un punto de inflexión entre este Larrañaga de los últimos años y el otro que enfrentó una y otra vez al herrerismo exhibiendo una pata más laica, liberal, más democrática y pequeño burguesa en el menú del Partido Nacional.
“Alberto -me dijo-, vos sabés que yo no soy Macri”.
Recuerdo que por esos días me llamó para pedirme una foto de Caras y Caretas en que, con barba, parecía un galán más joven. La autora de la foto, Verónica Caballero, se la llevó a su despacho.
De ahí en más hablamos por teléfono. Preferí no encontrarme con él porque andaba muy beligerante.
Volviendo unos años para atrás, estamos en los primeros días de octubre de 2009. Creo que fue uno o dos días después en que ambas fórmulas presidenciales se encontraron en Melo y Tabaré escuchó asombrado que al actual presidente le molestaba sobremanera que lo llamaran Pompita.
Esa mañana Larrañaga llamó a mi teléfono móvil. Íbamos camino a Minas con mi hijo Mateo a hablar con Tabaré, cuando sonó la musiquita del celular. Era la voz inconfundible deel Guapo, que parecía una imitación de sí mismo.
Hablamos durante veinte kilómetros en donde me hizo varios cuentos y anécdotas sobre la gira en la que a él le tocaba la parte más belicosa del discurso y a Lacalle la más “positiva”.
Le dije que había esperado que me invitara a tomar unos mates en la chacra antes de verlo otra vez subiendo la escalera del Honorable Directorio.
Me preguntó sobre cómo veía las elecciones y le dije que Tabaré decía que ganaba en primera vuelta y con mayoría parlamentaria y que dentro de unos minutos me lo explicaría con números y detalles estadísticos en el hotel de Minas donde se alojaba.
Me dijo que pensaba que la elección sería más pareja y preguntó si yo seguía creyendo que de ganar Tabaré, sin mayoría parlamentaria, habría un lugar para su aporte y el de su bancada parlamentaria para asegurar la gobernabilidad.
Desde esa conversación tan fugaz en adelante, siempre lo encontré más radical y menos proclive a los acuerdos con el Frente.
Tal vez el país se perdió una oportunidad, pero es justo decir que Tabaré no confiaba mucho en Larrañaga y con mayoría parlamentaria tampoco lo necesitaba.
Quiero destacar que Larrañaga venía de aguantar un golpe duro como lo fue perder las elecciones internas con Lacalle Pou y los intendentes de su fracción lo habían presionado para que aceptara ser candidato a vicepresidente, cosa que en un primer momento rechazaba de plano.
Los últimos años se le fue desmembrando Alianza Nacional y fue perdiendo sus puntales principales a excepción de Guillermo Bezozzi, el senador Daniel Camy, el intendente de Paysandú, Nicolás Olivera, el diputado Dardo Sánchez, Santiago González, su mejor apoyo en el Ministerio del Interior, y Gustavo Delgado, quienes hasta hoy permanecían fieles a su conductor
Se le fueron escapando por distintas puertas Sergio Botana, Pablo Ithurralde, Verónica Alonso, Mario García, Pablo Caram, Omar Lafluf, Pablo Abdala, Wilson Ezcurra, Adriana Peña, Javier García, Jorge Gandini y el hemisferio izquierdo de su cerebro político, el intendente de Tacuarembó, Eber Da Rosa.
Hasta Carlos Moreira, el intendente de Colonia, quedó afuera luego del confuso episodio que motivara su ruptura. Semejante golpazo tiene que haber pegado muy fuerte aunque su carácter combativo y su resiliencia lo hayan disimulado.
Al mismo tiempo que se apagaba el tiempo político de Larrañaga se fue fortaleciendo el liderazgo de Lacalle Pou, que fue cobijando a los que abandonaban Alianza Nacional y que hoy aparece como un líder excluyente que administra los disensos y que ha puesto en un cono de sombra todo los que fue el pensamiento de los llamados blancos independientes de los cuales Wilson fue la principal expresión desde mediados de la década del sesenta del siglo pasado a la fecha.
Hoy se muere Jorge Larrañaga y cuando escribo estas líneas estoy pensando en que recibiré críticas de aquí y allá. Nadie es tan lineal en su vida y en política; los que tienen más protagonismo andan haciendo fintas tratando de no dejar rastros que lo delaten. Tal vez su mejor momento -él me lo recordaba muy orgulloso- fue cuando aún muy joven apoyó el voto verde contra la ley de impunidad. También cuando enfrentó a Tabaré Vázquez y fue un rival potente frente a un avance imparable de la izquierda y un Partido Colorado hecho trizas, obteniendo el treinta y seis por ciento de los votos para el Partido Nacional como no tuvo nunca antes ni nunca después. Recordemos que ni Wilson Ferreira tuvo una bancada de senadores tan numerosa como la que dispuso Alianza Nacional en ese quinquenio.
También fue un punto muy alto de su trayectoria cuando invitó a conversar a Mujica durante su presidencia, a su chacra en las orillas del arroyo Grande, o cuando se despegó del plebiscito por la baja de la edad de imputabilidad dando un portazo a la iniciativa de Bordaberry.
Jorge tiene muchos grandes momentos para recordar y la historia dirá cuál es el mejor. Mejor era cuando soñaba con ser presidente y pretendía un Uruguay más próspero, más tolerante y más feliz.
Este Larrañaga ministro del Interior no me gustaba nada aunque, siempre Jorge Larrañaga va a ser el mejor ministro del Interior que pudiera tener este gobierno.
Al menos, Jorge no era Macri, pero tampoco era Gianola. No tenía vocación de represor, aunque le tocó ser ministro del Interior y se lo buscó.
Tal vez gracias a la pandemia no tuvo que reprimir obreros, lo que por supuesto no se merecía. En el Ministerio del Interior se sentía bien y trabajando mucho sentía que servía a su país.
Todos tenemos momentos mejores y peores y todos somos nosotros y nuestras circunstancias. Jorge Larrañaga no es la excepción.
Luis Lacalle Pou prefiere recordar a este Larrañaga, ministro del Interior de un gobierno en que el herrerismo neoliberal manda y él se siente Superman.
Yo prefiero el que le dijo que no a Lacalle cuando le ofreció la vicepresidencia, el que apoyó el voto verde, el que fue a caballo a Paraguay a homenajear a Artigas, el blanco que creía que “naides es más que naides”, el wilsonista, el que tendió una mano a Mujica, el que votó contra la baja de la edad de imputabilidad, el que procuraba articular, pero no le temía a la confrontación, el que se sobrepuso a las derrotas sin perder su empatía, sin cerrar las puertas al diálogo, sin caer en la tentación de profundizar la grieta entre los que piensan distinto.
Ese es el que más me gusta y el que yo mejor conocí, el que me pareció más auténtico y yo creo que el preferiría que así se lo recordara.