Por Pablo Silva Galván
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Turquía recibió el año nuevo con un nuevo atentado atribuido al terrorismo islámico. Fue el tercero en menos de un mes y puso una nueva nota de incertidumbre sobre esta nación ubicada a caballo entre Europa y Asia, conmovida por el intento de golpe de Estado del 15 de julio, la crisis y posterior normalización de relaciones con Rusia, la intervención en la guerra civil de Siria, buscando el doble objetivo de golpear a las guerrillas kurdas y establecer zonas de influencia en ese país, y el avance de la islamización de la sociedad promovida desde el propio gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan.
En el último año –y aún a la espera de la estadística definitiva–, se han cometido en territorio turco un centenar de ataques catalogados como terroristas, señala la cadena de noticias rusa Russia Today (RT): 18 de ellos fueron especialmente sangrientos, con más de 30 muertos en cada uno de ellos. En total, la cifra de víctimas mortales es más de 300, según datos del gobierno. Aeropuertos, centros históricos, manifestaciones pacifistas, cuarteles y comisarías, salas de fiesta. Esas han sido las dianas predilectas para extender el horror. En los dos últimos años, los atentados superan los 500 en el país, según la evolución registrada por Global Terrorism Database, citado por RT. “Es la peor escalada desde principios de los años 90 del pasado siglo, cuando los ataques de guerrillas kurdas estaban a la orden del día”, sentencia.
Los atentados han tenido dos principales ejecutores, según señala el dedo de Erdogan: el autodenominado Estado Islámico y el PKK kurdo.
En el caso de atentado de fin de año en una discoteca de Estambul, sus autores procuraban golpear a la elite turca, ya que el objetivo de su ataque era uno de los clubes más exclusivos y caros del país. Allí un hombre vestido como Papá Noel abrió fuego contra la multitud que despedía 2016 en el barrio de Ortaköy, matando a 39 asistentes e hiriendo a otros 69. Con anterioridad hubo otros objetivos, tan variados como concretos: el 10 de diciembre, dos suicidas atacaron en el estadio del club Besitkas y mataron a 38 personas, la mayoría policías. Provocaron heridas a otras 166. Menos de dos semanas después, durante la presentación de una muestra de fotógrafos rusos, un agente de Policía asesinó de varios disparos al embajador ruso en Ankara, Andrei Karlov, como venganza por las supuestas matanzas rusas en Alepo. En todos estos ataques la única certeza es la presencia de la mano del terrorismo islámico, una corriente en expansión en Turquía, una nación tradicionalmente laica.
La mano del islamismo radical fue rápidamente denunciada por el propio Erdogan, quien afirmó a la prensa que “estos ataques perpetrados por diferentes organizaciones terroristas contra nuestros ciudadanos no son independientes de otros incidentes que suceden en la región. Están intentando desestabilizar a nuestro país y destrozar la moral del pueblo creando el caos. Pero estamos decididos a eliminar estas amenazas en su punto de origen”.
Para cualquier observador medianamente informado del problema turco, el “punto de origen” mencionado por el presidente no es otro que la vecina Siria. Entre la guerra civil en esta nación y la creciente islamización de la sociedad turca, promovida por Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (Adalet ve Kalkınma Partisi), pueden encontrarse algunas de las claves de la violencia y, tal vez, del rumbo que sigue esta milenaria nación.
Guerra en Siria
Desde hace años la tierra siria vive martirizada por una guerra civil brutal. Allí operan tanto milicias kurdas que se oponen al gobierno de Ankara como fuerzas militares turcas. Estas, que están allí bajo el manto de la lucha contra el Estado Islámico (EI), luchan en realidad contra las milicias kurdas y de paso para ampliar la influencia turca sobre un territorio largamente codiciado. Tropas turcas, entrenadas y equipadas por Estados Unidos, combaten contra el Estado Islámico en la localidad de Al Bab, donde los yihadistas les han provocado fuertes pérdidas.
Según indican observadores europeos y varios medios de prensa, “esta intervención es parte de la escalada de violencia en las regiones kurdas del sudeste de Turquía, tras el colapso del proceso de paz entre el gobierno y la guerrilla del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)”.
Erdogan carga sistemáticamente desde hace cinco años contra los kurdos, que tratan de lograr un territorio autónomo en el norte del país. Agrega RT. A su vez, los kurdos de Siria también comenzaron a pelear más intensamente para conectar sus regiones, a un lado y otro de la frontera. El Partido de los Trabajadores del Kurdistán (un grupo terrorista, según el gobierno) y numerosos grupos que nacen de su misma raíz estarían atacando, a su vez, en nuevos escenarios: de lo rural han pasado a lo urbano, a las ciudades importantes, generando más víctimas y más temor. El PKK, directamente o por sus brazos menores, ha reivindicado 65% de los ataques de este año pasado.
Otro elemento que se ha sumado a esta ecuación de violencia es el intento de golpe de Estado organizado por un grupo de militares en junio del año pasado. Hay que tener en cuenta que el Ejército es una institución laica que se siente y se proclama como custodio de estos valores. No obstante, las sospechas de que el golpe fue un montaje, o por lo menos fue impulsado por sectores afines a Erdogan, son crecientes tanto entre la sociedad turca como en el exterior.
El 15 de junio de 2015 unidades militares, principalmente de la guarnición de Estambul y de la fuerza aérea, tomaron puentes y edificios claves de la ciudad y atacaron el palacio presidencial y la sede del parlamento, en momentos en que el presidente Erdogan estaba fuera del país. Fueron rápidamente reducidos. Erdogan, enterado del suceso, voló rápidamente de regreso y llegó cual salvador de la democracia, una democracia de la cual ha dado señales de no querer. La represión fue inmediata. Además de descabezar a la cúpula militar, y de paso dar un fuerte golpe a los sectores laicos de la sociedad, la represión se dirigió contra el Poder Judicial y también contra sindicalistas y militantes de grupos de izquierda, muchos de los cuales son ilegales en Turquía. Como resultado, al desaparecer las opciones políticas pacíficas, cientos de jóvenes turcos se están integrando en organizaciones armadas.
Erdogan aprovechó la ocasión para deshacerse no sólo de sus archienemigos, la cofradía del teólogo Fethullah Gülen –un movimiento dedicado a la búsqueda influencia política y económica que durante años se ha dedicado a infiltrar a sus seguidores en los altos mandos de la policía, la judicatura y el aparato estatal–, sino también de liberales, izquierdistas y en general individuos críticos con sus políticas, que han visto cómo se les despedía de sus trabajos y, en algunos casos, se les encarcelaba, señala la prensa europea.
Otro sector fuertemente golpeado es la prensa: Turquía es el país con mayor número de periodistas encarcelados. Una de las bases del poder de Erdogan es el control de la información. Así ha sido cada vez que se produce un atentado: una de sus primeras medidas es decretar un bloqueo informativo y de las redes sociales.
Los gülenistas, calificados oficialmente de organización terrorista, indica la prensa europea, han emergido como los perfectos chivos expiatorios a los que culpar de todos los problemas del país. Tras la intentona golpista, el gobierno aseguró que los pilotos turcos que habían derribado un caza ruso el otoño anterior, provocando una enorme crisis entre Rusia y Turquía, eran en realidad seguidores de Fethullah Gülen y habían actuado siguiendo órdenes del teólogo con el propósito de dañar la relación con Moscú. Lo mismo sucedió cuando la muerte del embajador ruso Andrei Karlov.
Fethullah Gülen, teólogo turco y erudito del islam fue un estrecho aliado de Erdogan durante años hasta que el presidente entendió que era peligroso para sus intenciones de escalar hacia el poder total en el país. Este predicador de 75 años, exiliado desde 1999 en Pensilvania, Estados Unidos, es el líder del movimiento islamista moderado Hizmet. Sobre él pesa una orden de arresto dictada por un tribunal turco que le acusa de ser el cerebro del fallido golpe de Estado del 15 de julio.
Gülen ha negado su participación en el golpe de Estado en esta declaración: “He condenado en múltiples ocasiones la intentona golpista en Turquía y niego cualquier participación en ella. Se sabe que el sistema judicial turco no es independiente, así que esta orden es una muestra más del autoritarismo del presidente Erdogan y de sus métodos antidemocráticos.”
Conflicto internacional
Con respecto al gobierno de Siria, RT, en un informe sobre el conflicto, señala que desde 2011 el primer ministro Ahmet Davutoglu ha intentado derrocar al gobierno de Bashar al Assad por todos los medios, excepto con una intervención militar. Recuerda el periodista turco Kadri Gursel, en el periódico Al Monitor, que la idea sobre la intervención surgió a principios de febrero, después de que el ejército sirio, apoyado por Rusia, cortara la ruta desde Alepo a Turquía.
No obstante, esta vez el derrocamiento de Assad no era el motivo, dado que era imposible ya desde el inicio del operativo ruso en setiembre de 2015. Tras la pérdida de la ruta hacia Alepo, lo que quería Erdogan era “salvar Ankara de ser completamente marginada de la ecuación siria y asegurarse de que tenía voz sobre el futuro de Siria”. “El envío del ejército turco a Siria, pensó, era la única opción que quedaba para conseguir una posición prominente en la mesa de negociaciones”, opina Gursel.
No obstante, agrega el periodista turco, Erdogan y Davutoglu no lograron el apoyo de EEUU y el ejército turco también indicó que no estaba a favor de la intervención. Asimismo “Ankara pensó que una incursión turca unilateral provocaría una respuesta por Rusia y desataría una guerra entre los dos países”, añade el periodista.
Gursel indica que los recientes ataques de Turquía en la región de la ciudad siria de Azaz “demostraron que la verdadera preocupación del régimen de Ankara en la región de la frontera siria no es ni el Estado Islámico ni el Frente al Nusra, sino las YPG [Unidades de Protección Popular] kurdas, que considera una organización terrorista”.
Mientras tanto, en Turquía los grupos islamistas, que de una u otra forma respaldan al gobierno de Erdogan, continúan su crecimiento e influencia, dirigiendo su mirada hacia los sectores liberales y progresistas de la sociedad turca. A ese espíritu retrógrado, limitante, se suma el afán insaciable de Erdogan por el poder, agrega la prensa europea. Incluso se habla de una reforma de la Constitución con la intención de reforzar la figura del presidente. Erdogan lleva 14 años en el poder y, con este cambio, podría estar hasta 2019 con unas atribuciones que lo pueden convertir en el verdadero Sultán, el apodo con el que se lo conoce.