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Editorial LUC |

Una ley que nació mal

Por Leandro Grille.

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El referéndum del domingo 27 de marzo definirá el futuro de 135 artículos de la Ley de Urgente Consideración, pero también dictará un veredicto final sobre esta estrategia del presidente Lacalle Pou para implementar su programa de gobierno.

Veamos. Todo indica que Lacalle Pou pergeñó su hoja de ruta para evitar obstáculos que enfrentó, entre otros presidentes neoliberales, su propio padre. Como devoto de ese credo en desuso, Lacalle Pou quería achicar el Estado lo más posible, disminuir el papel de lo público, privatizar los privatizable, disminuir salarios y jubilaciones, debilitar las organizaciones obreras, reducir derechos laborales, proteger a los empresarios y al capital, especialmente a los más grandes y los negocios de los integrantes de su base social genuina, los agroexportadores, léase los estancieros.

Algunos de sus objetivos podían lograrse por vía administrativa, como buena parte del ajuste, pero para otras cosas necesitaba leyes. Leyes que, como le había sucedido a su padre y a Jorge Batlle, serían fuertemente resistidas por la ciudadanía, incluso por una parte de los que lo votaron, en la medida en que solo con el apoyo de los sectores de los cuales se siente un empleado, como la Asociación Rural, no se llega a la presidencia de la República.

Y así nació la LUC. O, más bien, la idea de la LUC. A alguno de sus asesores o a él mismo se le habrá ocurrido que una megaley de cientos de artículos sobre temas de cualquier índole, aprobados mediante un procedimiento de excepción, le permitiría a la vez impulsar un programa oculto a la sociedad, sin posibilidad de debate real y con muchas herramientas para la propaganda y la confusión. Además, podría aprobarse en pocos meses, por su carácter de urgente, aunque no contuviese artículos sobre ningún asunto urgente. El herrerismo le dio el carácter de urgente a la norma porque malversó que en la Constitución se incluyó ese tipo de calificación de un proyecto de ley no para abordar problemas graves, urgentes y objetivos que afecten al país, sino para satisfacer la urgencia de legislar del presidente. Una verdadera ordinariez.

Por eso esta ley insólita se convirtió en el centro de la estrategia. Pusieron su programa ahí y decidieron darle el carácter constitucional de urgente, aunque abordara decenas de temas que no tenían de urgencia absolutamente nada. Con esa calificación, se ahorraron buena parte del trámite normal de las leyes, y lograron que se aprobara rapidísimo, sin tiempo para discutir ni entre los parlamentarios y menos en la sociedad que apenas si se enteró de su contenido.

La estrategia, constitucionalmente oscura e íntimamente antidemocrática, se desarrolló, para colmo de males, en el medio de una verdadera emergencia sobrevenida que concitó la atención total de la gente y de los medios de comunicación: la pandemia. Así las cosas, la ley se aprobó en sus tiempos exiguos y con la sociedad confinada, sin posibilidad de movilizarse y con el foco de la atención puesta en otra cosa. Para Lacalle Pou aquella circunstancia fue como una bendición, porque ahora sí que su programa se había aprobado ya no entre gallos y medias noches, sino entre contagios, terapias intensivas desbordadas y una avalancha de muertes inesperadas que funcionaron como una enorme e insoslayable distracción.

El mecanismo diseñado para alcanzar sus objetivos políticos y minimizar la resistencia comenzó a mostrar sus debilidades cuando el movimiento social logró reunir muchas más firmas de las 671.000 necesarias para promover un referéndum. El combo de ley de urgencia compleja, llena de globos sondas, multitemática, inabordable y hasta incomprensible, silencio mediático, emergencia sanitaria, que parecía un obstáculo infranqueable para la oposición, se resquebrajó con la patriada de las firmas que determinaron la convocatoria de la instancia electoral. A partir de allí, todo la estrategia comenzó a ser más difusa, y tuvieron que salir a la cancha como inspirados en una vieja premisa del expresidente estadounidense Harry Truman: si no puedes convencer, confunde.

Toda la campaña del gobierno se ha basado en la confusión, en la distracción, en señalar a los adversarios como mentirosos y en invocar una especie de derecho sagrado a gobernar sin impugnaciones. Dicen algo así: es antidemocrático someter a referéndum las leyes aprobadas por un gobierno de coalición que ganó las elecciones. Lo es, aunque la Constitución lo permita y los mecanismos de impugnación sean transparentes y conformes a las leyes, lo es a pesar de los cientos de miles de uruguayos y uruguayas que estamparon su firma. Sobre la ley, nada. Apenas propaganda adjudicándole logros que no tiene, y sin aludir a la cantidad de veces que se han privado de aplicarla para que el efecto sobre la impopularidad no termine arrastrándolos en las urnas.

Este mes el pueblo uruguayo tiene la responsabilidad de legislar. De decidir si estos artículos conservan vigencia o se suprimen de nuestro de orden jurídico. La ley que no se ha defendido sola, que no se argumenta, y que en muchos casos no se conoce, está llena de defectos señalados no solo por los movimientos sociales o la oposición, sino por los especialistas, los académicos y organismos técnicos nacionales e internacionales. Pero su primer defecto es el procedimiento por el cual vio la luz. Es una ley mal nacida, aprobada sin que el pueblo conociese su contenido y comprendiera sus efectos. Para la democracia es importante que no se legisle así, nunca más. Porque si se habilita este tipo de caminos se expone a la sociedad a los vaivenes de la arbitrariedad, a la incertidumbre, a cualquier cosa, porque cualquier gobierno que venga va a poder aprobar un plan casi en el secretismo, sin difusión y sin discusión, cuyas consecuencias son imprevisibles. No es el camino para el diálogo, para construir acuerdos ni para gobernar, contemplando que todos tenemos que vivir en este país, aunque no seamos iguales ni pensemos lo mismo.

 

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