Estados Unidos, con el desastre que dejan y sufren al dejar Afganistán luego de 20 años de presencia militar y civil, suma otro costosísmo objetivo no cumplido y un desastre al menos regional considerable. Pero esas catástrofes permanecen más o menos ocultas a los ojos de quienes leen despreocupadamente titulares de prensa en busca de adrenalina fácil. Aunque no para los especialistas, que podrían también leerse si hubiera interés en hacerlo. Ni tampoco para la opinión pública ni para los políticos norteamericanos que han tenido que hacerse cargo de las deudas, los muertos, los costos de los veteranos de guerra, de sus suicidios, entierros y psiquis arruinadas. Y todo para que, 20 años después, los mismos talibanes que se negaron a entregar a Osama Bin Laden, y fueron expulsados por ello del poder afgano, recuperaran el control de la casi totalidad del país en unos días, sin resistencia casi de los 300.000 soldados del ejército afgano, cuya formación y mantenimiento, supuestamente para que el país se pudiera defender por sí mismo, costó al menos 82.000 millones de dólares.
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Algunos costos para hacer boca
Desde la Segunda Guerra Mundial, los soldados norteamericanos han estado ocupados continuamente en actividades bélicas por todo el ancho y largo del mundo. Han generado 22 millones de veteranos de guerra, cerca de 80.000 solo de Afganistán, cerca de 7.000 bajas propias allí, y una tasa de suicidios que casi triplica la media poblacional. Las guerras, hasta la presidencia de Bush padre, se financiaban con subas de impuestos; pero desde ese entonces se lo hace con deuda pública, que se cubre con intereses crecientes a largos plazos. Estudios conjuntos de las universidades de Harvard y Brown han estimado que los costos directos, solo de las guerras de Irak y Afganistán, los conflictos presididos por Bush padre e hijo, suman 2.000 millones de dólares hasta 2020, pero con otro tanto de intereses hacia 2030, y 6.000 millones y medio para 2050. Y todo esto y mucho más para devolverles el país, y sin tropas nacionales aptas, a los mismos a quienes expulsaron radicalmente 20 años antes.
Vale la pena detenernos un instante en imaginarnos el deterioro psíquico de los veteranos de guerra, uno de los costos materiales y humanos más elevados y de los menos empatizados por gente sin formación militar ni vivencia de conflictos bélicos en el exterior, como somos los uruguayos. Alejarse con regreso incierto de sus familias y relaciones, interrumpir sus carreras laborales, para ir a defender intereses y valores que, ya en la dura realidad del frente de guerra, se revelan como un gran negocio bélico, con ‘buenos’ que no son tales, y ‘malos’ que tampoco son tales, inmensa letrina de corrupción e inescrupulosidad arrogante; suciedad de procedimientos ocultos tras estatuas de libertad, himnos y emblemas; impureza de valores donde se imaginaban angelicales apóstoles virtuosos. Ver morir, arriesgar morir y quedar uno marcado, y ver amputados a tantos amigos y compañeros, con familias destrozadas, en aras de valores dudosos y con procedimientos contradictorios con los postulados a priori. Un insoportable baño de realidad, ya irreversible cuando se está bajo una férrea cadena de mando en combate; casi irreversibles también sus daños cuando se producen: y quizás lo peor, casi imposible decir la verdad a la vuelta, y perder así lo último y casi único que se puede cosechar de esa peripecia: el honor de combatiente patrio, por el bien, la verdad y la justicia; que en el fondo se aprendió que no eran tales, secreto a voces pero que nadie debe tirar la primera piedra en revelar públicamente. Francamente discepoliano. Psíquicamente destructivo hasta la alienación psíquica y el suicidio; los poderes públicos deben invertir en estos mártires destruidos, que dudan profundamente de lo que hicieron, y que deben ser protegidos de las inclinaciones a decir la verdad, cubriéndolos de honores y cuidados, para proteger un sistema que debe seguir engañado y engañando, y que reproducirá el ciclo a futuro. Todo esto es grave, carísimo y, quizás lo peor, ni siquiera cumple sus pregonados objetivos; y alimenta aprendices de brujo que los atacarán. Estados Unidos financió a grupos bélicos a los que más tarde, avatares en parte previsibles mediante, debió enfrentar: i.e. apoyando a Saddam Hussein, en Irak, usado para enfrentar a Irán y luego necesitado de invasión; a los talibanes, inicialmente opuestos a los soviéticos, pero no por anticomunistas sino como nacionalistas islámicos suníes radicales que se les opondrían luego a ellos, y terminarían victoriosos sobre ellos en 20 años; como el Ejército Islámico, apoyado inicialmente para oponerse al sirio no sunita en el poder, luego enemigo público mundial a destruir, ya más duro por contar con recursos que se les habían dado antes.
El etnocentrismo occidental judeocristiano, grecorromano
El etnocentrismo es una dolencia psicocultural casi inevitable, pero que admite matices en su agudeza. Se trata de que las creencias, valores y sentimientos propios no admiten alternativas, de tal modo que quienes sostienen, piensan, creen, hacen o sienten algo diferente, no son respetados ni tolerados en su alteridad alternativa, sino que son calificados de locos, inmorales, equivocados o inadecuados, sin considerar para nada la posible singularidad de sus situaciones e historias -que podrían justificar su alternatividad- ni la intrínseca pluralidad de las creencias, valores, prácticas humanas, aun en historias y coyunturas situacionales comunes.
Los occidentales de avanzado el siglo XX y de este siglo XXI, por ejemplo, nos creemos que los ‘derechos humanos’ son ‘inherentes a la naturaleza humana, irrenunciables e inalienables’; aunque históricamente, solo han sido creídos durante una ínfima parte de la historia humana, y por una baja proporción de su total, que, además, lo recita píamente en su idealidad aunque no lo cumpla a cabalidad cuando las papas queman y los intereses materiales peligran. Son, pues, probadamente contingentes históricamente aunque cultiven una conveniente autoimagen de trascendentales y ahistóricos, como también las religiones universales lo afirman, quizás con idéntico afán imperial. Frente a la esotérica declaración de los derechos del siglo XIX, y posteriores ampliaciones durante el XX, varios países asiáticos y africanos declararon que ellos creían más en sociedades basadas más en deberes objetivos hacia el colectivo que en derechos subjetivos desde el colectivo (por más vide Jurgen Habermas, original 1998). Aunque uno pueda pensar en un bondadoso equilibrio entre ambas posiciones, valga la mención para ejemplarizar la demasía de la creencia en la ahistoricidad trascendental de los ‘derechos humanos’, creencia cuya sacralidad profana produce la consecuencia de uno de los etnocentrismos más difíciles de reconocer y más plagado de efectos que podamos anotar hoy. Pero que no nació hoy. Imaginemos, por ejemplo, una escena -digna del neorrealismo italiano- en que, en América, en el siglo XVI, un contingente de invasores en plan de conquista y evangelización se aproxima a un grupito de indígenas; un sacerdote despliega una prolija escritura que lee, en la que se conmina a los indígenas a entregarle sus bienes al Rey de España y reconocer al Dios católico como único soberano espiritual, con sus mandamientos y demás; y se les ofrece que lo hagan por las buenas, ya que de lo contrario, se hará por las malas. Es una hilarante muestra de etnocentrismo, para nada sentida como tal por los soldados y los religiosos de entonces, y obscenamente sentida como tal por los indígenas, si su universo simbólico y su dominio de las lenguas hispanas se los permitía. ¿Qué le debían ellos ese tal de rey de España y ese otro Dios católico? ¿Qué derechos tenían sobre sus bienes, creencias, valores y acciones? Ni que hablar que su negativa voluntaria solo podía acarrear santa indignación político-religiosa, más que justificada por la inmoralidad, desconocimiento y desobediencia demoníacos de sus pecaminosos desnudos interlocutores; en nombre del único Dios y del soberano temporal que se los exigía, debían aceptar la demanda o atenerse a las consecuencias, plenamente justificadas en su máxima dimensión, dada la dimensión desmesurada de la negativa ante tan justa y magnánima pretensión.
Nuestro etnocentrismo velado, hoy
Ese etnocentrismo, que casi nadie admitía como tal por ese entonces, es plenamente reconocido como tal hoy. Pero ese ahora absurdo etnocentrismo no impide que hoy haya también otros etnocentrismos, tan poco conscientes hoy como eran ésos en ese ayer. Por ejemplo, cuando se trató de reorganizar Afganistán de acuerdo con ideales occidentales absolutamente ajenos a las creencias religiosas, a las prácticas socioculturales y a las culturas políticas locales, multilocales y pluritribales para mejor, fueron 20 años de fracaso civilizatorio, con occidentales tratando de imponer lo suyo como si fuera universal y necesario, como si lo alternativo solo fuera primitivo, inferior, inmoral y atrevido. Entonces, cuando, muy lúcidamente, los talibanes avisan que no van a adoptar regímenes democráticos porque no hay un trasfondo cultural para ello, y que impondrán un integrismo del Corán en el cotidiano político y moral, nosotros, etnocéntricos que no nos creemos tales, como aquellos soldados y sacerdotes españoles entonces, nos asombramos y escandalizamos hoy de tal cínica barbaridad impúdicamente manifiesta en toda su pura maldad. Y seguramente justificaríamos el uso de la Espada para tales profanadores de la Cruz. Porque no siempre los disidentes y alternativos tienen la fuerza de aquella africana que se levantó en el aquel famoso congreso de Beijing y gritó: “¿Quiénes son ustedes para decirnos qué es lo que tenemos que hacer con nuestros clítoris?”
Nuestro etnocentrismo de hoy pasa también por la disposición de más de una vara para juzgar la misma situación. Por ejemplo, y de nuevo aprovechando el caso afgano, se dice, escandalizada y despectivamente, que el regreso talibán es una involución hasta el siglo VIII, momento de eclosión del islam. En nuestro etnocentrismo hegemónico de hoy, sin embargo, es aceptable que los indígenas latinoamericanos sean reivindicados en sus derechos territoriales y en el revivalismo de sus culturas, muy anteriores -hasta más de 20 siglos por cierto- al islam, y probablemente más regresivas e involutivas que él, objetiva, técnicamente. Es, no solo aceptable sino aprobable, ética y políticamente, el revivalismo indigenista de culturas cuya pureza preibérica debería preservarse y mantenerse como insumo espontaneísta, naturalista, claves en un abordaje indigenista y neocolonialista de moda (por precoces maravillas sobre esto, vide Ralph Linton, revivalismo y perpetualismo como dinámicas culturales). Si el indigenismo y el neo-colonialismo son reacciones comprensibles de dinámica neonacionalista reactiva a intrusiones imperiales antiguas, ¿cómo no se entiende el fundamentalismo conservador islámico, especialmente la furibunda reacción salafita y wahabita suní, de pureza antichiíta incluso, como una dinámica cultural semejante a la indigenista y neocolonial, neonacionalista y opuesta férreamente a la translocalidad global que se les quiere imponer desde occidente, a sus religiones, regímenes políticos, eticidad cotidiana? ¿Cómo no se entiende la reacción, conservadora sí -como son objetivamente conservadores también el indigenismo, o el neo-colonialismo-, pero cultural y políticamente comprensible, de los talibanes, invadidos, sucesivamente, por comunistas y por capitalistas que, ambos, los ignoraban y secundarizaban, etnocéntricamente ambos, con bienes, virtudes, y deidades diversas de las locales? Y para explotar sus recursos naturales enormes, minerales, opio, y logística estratégica, no por ninguna evangelización cultural, aunque el etnocentrismo de hoy incluye la creencia en la superioridad de lo propio, como antes, como siempre; eran el rey y dios ayer, son la democracia y los derechos humanos hoy. Por qué se admiten socialmente tanto a las saudíes, inventores de las reacciones neoconservadoras del wahabismo y del salafismo, nutrientes del fundamentalismo y de sus vertientes terroristas; les dieron alimento teológico, pero financiaron sus madrassas ideológicas para formación de mujaidines y talibanes, con ayuda norteamericana. De los sunitas saudíes salieron lo salafitas y wahabitas de Al Qaeda, del Ejército Islámico, los mujaidienes-talibanes, tantos más. Arabia Saudita es ese costado del mal, si no se entiende su furiosa reacción histórica identitaria. Pero están detrás de casi todo lo que puede ser juzgado como ese costado del mal; que no es el único, coexistente con el norteamericano y el israelí, por ejemplo. Y, ojo, lector/a: el etnocentrismo me abarca al punto que puede rechazarme más un talibán que un comando yanqui; pero debemos reprimir ese sesgo irracional que no permite entender; y que no permitirá una alternativa pacífica al talibán para los pobres afganos, que, heroicamente y por medio de duros nada simpáticos, mantienen su nación a 25 siglos de intentos imperiales, desde Alejandro Magno.