Grosso modo, no hay que ser genio para proyectar lo que sucederá en Uruguay si Luis Lacalle Pou alcanza la presidencia de la República gracias a los votos procedentes de su coalición electoral multicolor. Es evidente que su programa es un programa de ajuste o austeridad, como le llaman en Europa, enfocado en la disminución del gasto público y el retiro progresivo del Estado de algunas tareas que hoy desempeña. En la historia de la economía mundial, ningún programa basado en el ajuste benefició a las grandes mayorías. Por el contrario, como los ajustes sustantivos en el Estado solamente son posibles recortando en las políticas públicas, achicando el número de maestros, del personal de la salud y de la seguridad, y ajustando a la baja las jubilaciones, un programa de austeridad siempre conlleva un deterioro de la calidad de vida de la población, una caída inevitable del consumo y, por consiguiente, un enfriamiento global de la actividad económica que redunda en pérdida de fuentes de trabajo y descenso del salario real.
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¿Cómo se organiza el ajuste? Básicamente hay dos alternativas: o bien se aumenta la recaudación o bien se disminuye el gasto. Lacalle Pou promete bajar impuestos y, en particular, promete bajar los impuestos que pagan los quintiles de ingresos más altos, por lo que la recaudación por ese rubro de tributación directa va a bajar. Así que no le queda otra alternativa para el ajuste que la reducción del gasto en varios rubros: en seguridad social, desdibujando los Consejos de Salarios para que caiga el salario real, y con ello las jubilaciones, que por la Constitución están atadas al Índice Medio de Salarios; mediante una reducción concreta del gasto por vía presupuestaria, sobre todo en educación y salud porque a la Policía y a los militares es difícil que los toquen y, paralelamente, una variación al alza del tipo de cambio que haga que se diluyan salarios, jubilaciones, prestaciones sociales y el gasto público en relación con el dólar.
Un ajuste de esta naturaleza no necesariamente reduce el déficit fiscal. Porque como los ajustes son recesivos, la actividad va a caer, la caída del consumo que acompaña la caída de los ingresos de la gente va a hacer que los negocios vendan menos, que los boliches comiencen a sentir el peso de la crisis que se va construyendo, que aumenten los despidos, que se bajen cortinas, que se pierdan fuentes de trabajo. Todo eso junto impacta sobre la recaudación. Menos consumo es menos recaudación. Menos trabajo es menos recaudación. Salarios más bajos, en términos reales, significa menos recaudación. Ahí es cuando aparece la paradoja que ya vimos en Argentina o en Ecuador en los últimos años: se quiere bajar el gasto para achicar el déficit, pero al bajar la recaudación por consecuencia del enfriamiento económico o por beneficios tributarios a los sectores más ricos -bajo la hipótesis de que si le quitás esa “mochila”, como la llaman los ruralistas, va a aumentar la inversión y la creación de empleos- el déficit no solo puede no bajar, sino que hasta puede aumentar, como sucedió -reitero- en Argentina y Ecuador.
Un problema grave de un plan de devaluación y ajuste que persigue achicar el déficit, pero que va acompañado de aumento de precios, por la devaluación, y que al disminuir el gasto perjudica los servicios públicos, afecta jubilaciones y salarios y redunda en una disminución del consumo no solo complica la vida de la gente, sino que al no poder cumplir con su objetivo de achicar sustancialmente el déficit fiscal, debido a la caída de la recaudación, exige aumentar el endeudamiento externo. Y ya sabemos a quiénes van a recurrir cuando las condiciones macroeconómicas se deterioren lo suficiente. El retorno al FMI no es solo una consecuencia del manejo dogmático de la economía que hacen los neoliberales; es un propósito de primer orden de las derechas de mercado porque es la garantía de los condicionamientos de la política económica que sobreviven a sus gobiernos. Si terminamos endeudados con el Fondo Monetario, terminamos siendo tutelados por sus programas económicos, que siempre incluyen más ajuste, más privaciones para la sociedad, más medidas “dolorosas” e “impopulares”.
¿Cómo lleva el pueblo un deterioro rápido de sus condiciones de vida? Si tiene suficiente entramado de organización, el pueblo resiste. Los sindicatos reclaman, la gente protesta. Es lo normal e incluso es lo saludable. El derecho al pataleo cuando te están perjudicando por todos lados. Es lo que vemos en América Latina y es lo que vemos en el mundo. Es lo que nos acostumbramos a no ver acá en los últimos 15 años, básicamente porque en los últimos 15 años no se aplicaron políticas neoliberales.
¿Cómo se maneja la derecha con la protesta? Habitualmente se maneja con inflexibilidad y, en última instancia, con represión. Todo eso se puede esperar y no tiene nada de alarmismo ni de campaña de miedo. Es la historia del neoliberalismo en la región y en el mundo. Los debilitamientos de los Estados de bienestar, las políticas de austeridad y el deterioro de las condiciones de vida del grueso de la gente, provocan conflictividad, crecientes climas de crispación social e inestabilidad política y, cuando los gobiernos son sordos, terminan reprimiendo. Pero como el mundo sigue girando y un programa de semejante impopularidad cae rápidamente en la aceptación de la ciudadanía, el panorama es peor cuando los gobiernos que lo llevan adelante se afirman sobre coaliciones débiles, construidas para oponerse a algo y no para promover un camino cierto. Entonces veremos cómo partidos enteros retiran a su gente del gabinete, se complican los votos en las cámaras, se adelantan las campañas electorales y el gobierno paralizado en una crisis autoinfligida con la gente viviendo cada vez peor y contando los días para la próxima elección. Es un futurible triste, en el que muchos no creen, pero la historia está ahí, los ejemplos sobran y es un pronóstico fácil para cualquier observador atento de la realidad que nos circunda o para cualquiera que no haya renunciado al beneficio de la memoria.