Siempre hubo corrupción en la historia humana, accesible a cualquier inspección -incluso poco profunda- sobre ella. Pero el mejoramiento de los registros, de su almacenamiento y comunicación, contribuyen con cierta ambigüedad en el proceso: por un lado, son posibles más documentos y testimonios de las corrupciones posibles y de su flujo; por otro, es cada vez más complejo su análisis, que requiere cada vez mejores, más variados y experientes analistas, así como más tiempo y dinero para llevarlos a cabo.
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Uno de los problemas emergentes en las auditorías es que se anuncian, prometen y hasta ejecutan, pero sin suficiente tiempo, recursos humanos y materiales como para cumplir con sus objetivos. Un ejemplo dramáticamente creciente es la desigualdad entre los recursos de los grandes corruptos para ocultar y pelear sus acciones y su eventual disponibilidad para las auditorías y consecuencias judiciales. Ya es un problema endémico la coexistencia de una retórica proauditoría con resistencias a proveer el dinero, el tiempo y la colaboración necesaria, con el agravante de que puede vociferarse la intención de auditar, con gran publicidad y llegada masiva, mientras no se disponen o proporcionan los mismos medios para comunicar la insuficiencia de instrumentos para hacerlo. El poder de comunicar es cada vez más importante y las auditorías son débiles en ello.
Más consumo, mayor corrupción
Hay indicadores fuertes de la mayor probabilidad de la tendencia al aumento de la corrupción; no les faltará trabajo a los auditores. El transcurso de la humanidad por la sociedad de la abundancia (Galbraith), de consumo (Baudrillard), del hedonismo (Lasch), del narcisismo (Fromm), del individualismo (Lipovetsky) y la creciente difusión de altos niveles de vida, la hacen más esperable y más difícilmente combatible desde políticas sociales redistributivas posfiscales de mínimos.
Ya desde 1895, el genio de Durkheim veía como problema social central la coexistencia de expectativas crecientes de demanda sin proporcionarse simultáneamente los medios suficientes como para satisfacerlas con oferta o acceso; con el riesgo de generar así una frustración masiva creciente, que podía, o bien autoculparse por ella, con deterioro psíquico conducente en el límite al suicidio, o bien culpar a otros de ella, en el extremo conduciendo al delito -por eso su pionero estudio de las tasas de delito y suicidio-. En todo caso, agregaba que, si ese desfasaje ocurriera, habría que extremar la educación moral preventiva de endo o exo salidas para la frustración; y no veía que la sociedad de entonces, con la decadencia de las religiones, pudiera estar bien equipada para eso.
Los inteligentes anticlericales uruguayos de fines del siglo XVIII, por ejempo, fundaron el Arzobispado de Montevideo para enfrentar “la barbarie del campo y la juventud levantisca de la ciudad”; no comían tuercas estos volterianos que apreciaban el papel moralizador de las religiones, aun no creyendo en su mensaje trascendente. Añadamos el dato de que las pocas rehabilitaciones carcelarias las consiguen, hoy, los evangélicos. Merton, 50 años después, enfoca la distancia entre los fines deseados culturalmente y los medios disponibles para saciarlos como la clave de la criminogenia.
Baudrillard, 25 años más tarde -fines de los 60-, explica la emergencia de la sociedad de consumo como un seguro capitalista contra las crisis de oferta (por ejemplo, la del 29), asegurándose la imposición de un código de significado, diferenciación y distinción que implicara la búsqueda perenne de más, mejor y más novedosos bienes y servicios, en una fuga hacia adelante del deseo, de imposible satisfacción, que aseguraría consumismo e infelicidad por deprivación relativa. En ese proceso, al deseo inexhaustible lo refuerza la conversión de esos deseos materiales en derechos humanos auxiliados con tarjetas de crédito. En el año 1974, el mismo autor auguraba que nada tan apto para imponer esa monstruosidad como las izquierdas democráticas gobernantes. En esas sociedades, los gobiernos, al consolidarse en el poder, deben cuidarse mucho de los advenedizos recién llegados a la política, alcahuetes de las cúpulas y voluntarios de los trabajos sucios, candidatos claros a corruptos.
El caso uruguayo
Uruguay, mal que le pese a su tan querida autoimagen laica, tiene una base moral católica, producto del conservador catolicismo de la conquista: tres siglos de catolicismo en que la libertad de cultos no se pudo imponer; el patriciado que derrotó a Artigas declaró, en la primera Constitución, la de 1830, que la religión del Estado era la católica, lo que sigue hasta la de 1934, primera con libertad de cultos. Pero ese piso moral católico de tres o cuatro siglos se cruza con dos moralidades ‘lumpen’ que compiten crecientemente en el imaginario moral uruguayo: una, la del gaucho rural, barbarie libérrima precapitalista, sin propiedades, sin límites nacionales, sin campos alambrados, con abigeato, contrabando y duelos criollos no homicidas; dos, la del tango, de inmigrantes extranjeros y migrantes rurales cuyo espejismo ciudadano de difícil inserción los lleva a transgredir, entregada pero culpablemente, códigos morales de raíz religiosa.
Esas dos moralidades lumpen se entretejen crecientemente con la moralidad católica y la de los códigos napoleónicos, produciendo una mezcla de hipocresías públicas y cinismos privados de alta causalidad corrupta. Admoniciones familiares tradicionales a favor del estudio por sobre el fútbol de campito son sustituidas por incitaciones a no perder tiempo con libros o cuadernos ante la inminencia de la presencia de un representante de jugadores, o gritos de advertencia en baby fútbol de que, de persistir el bajo rendimiento en la cancha, tendría que resignarse a estudiar. Otra resignación lumpen es la tanguera de ‘arrancar pa’ las ocho horas’ o la conversión en sublime estética y líricamente de emborracharse bien para no pensar.
Toda esa herencia de moralidad lumpen se cruza con la base moral católica produciendo mezclas interesantes pero complejas y bajamente deseables de conducta y racionalización de las acciones que se reflejan en parte en el clásico bajo apego del fútbol por el fair play, inescrupulosidad típicamente lumpen moral; lo mismo se hará ante la posibilidad de una transgresión con lucro económico y/o político enmarcable en corrupción.
Vale la pena recordar la tan aguda tipificación de las incipientes policías en las naciones posrenacentistas centralizadas hecha por Marx en el 18 Brumario de Bonaparte: son lumpen contratados por la burguesía para reprimir a campesinos y trabajadores eventualmente subversivos. Es bueno recordar que la formación moral lumpen, que es de subsistencia, no se sustituye por otra más sólida y sin la subsistencia como excusa. Un lumpen socializado en la necesidad no se comportará de otro modo aunque haya superado la necesidad; esos son sus códigos, extensamente incorporados en sus historias de vida, resistentes a la moralidad de base religiosa. Ningún cursillo de educación cívica o de derechos humanos podrá sustituirlos.
La corrupción es, muchas veces, producto de falta de hegemonía de las moralidades de base religiosa (las de izquierda lo son) en cruce con las moralidades lumpen de subsistencia (por ejemplo, en Uruguay, tango y gaucho). Pero las lumpen se aplican y extienden más allá de sus contextos originales y, en conjunto con los procesos civilizatorios descritos antes, conforman complejos códigos morales, de endocinismo pero exohipocresía que serán constitutivos del comportamiento corrupto y de las modalidades de su denuncia, especialmente en el proceso de judicialización mediática de la política y en las difíciles dinámicas inherentes al trabajo de auditorías en organizaciones complejas. Pero estas últimas cosas se las debo, lector, y quedan para otra.
(*) Los pasados 6 y 7 de setiembre, en el NH Columbia, se realizaron las XIV Jornadas Rioplatenses de Auditoría Interna, con alta concurrencia internacional regional. Fui invitado a brindar la conferencia inaugural. En el presente artículo desarrollo tres temas íntimamente vinculados: tendencias en la corrupción humana y nacional, la judicialización mediática de la política y las auditorías en los organigramas y flujogramas organizacionales.