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Aquel agosto. Otro año, la misma idea

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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A partir de 1822, exactamente el 7 de setiembre, cuando los brasileños se separaron del imperio lusitano y formaron su propio imperio criollo, es cuando los orientales volvieron a soñar con la libertad. Cuando Pedro I desautorizó a su padre, cuando estalló aquel Grito de Ipiranga y la travesura adolescente generó una monarquía vernácula, es que el sueño de la unión volvió a encender los corazones orientales, 11 años después de aquel primer grito. Libertad y unión eran en aquellos años, para una gran parte de la población oriental, dos caras de una misma moneda. Desde los tiempos en que cabalgó aquel caudillo popular y bastante sui generis, luchando por la unión, la idea se hizo carne en los orientales. Una parte del patriciado, había apoyado al denominado Barón de la Laguna, don Carlos Federico Lecor, quien dominaba de manera casi personal la Banda Oriental. Había llegado en tiempos de la segunda invasión lusobrasileña, apoyado por el alto comercio de Montevideo y parte de los hacendados. Demasiada guerra había generado dudas en la clase alta rural oriental. Muchos dejaron el artiguismo inclusive por cierta radicalidad con respecto a la tierra tras el reglamento provisorio de 1815. De esta forma los portugueses arribaron guiados por un oriental, don Nicolás Herrera, perfecto espécimen del patriciado. El fin del artiguismo representó entonces el fin de la antigua unión virreinal y el comienzo de la dominación. Al principio Lecor engatusó de manera efectiva a gran parte del patriciado. Beneficios, libre comercio, entre otras prerrogativas, hicieron que en 1821, en el Congreso Cisplatino, los diputados orientales votaran la incorporación al Reino de Portugal, Brasil y Algarbes. Entre ellos, Dámaso Antonio Larrañaga y otros connotados artiguistas sostuvieron al capitán portugués. Un oriental que presidió ese congreso llegó a decir: “Sí, señores: estoy de acuerdo. Según el presente estado de las circunstancias del país, convendría la incorporación de esta provincia a la monarquía portuguesa”. Detrás de la dominación del Barón de la Laguna se estructuraba la provincia con una fuerza militar autóctona, comandada nada menos que por Fructuoso Rivera. Detrás, muchos más orientales se plegaron, como Manuel Oribe, Manuel Lavalleja o Bernabé Rivera. Y hasta el tozudo Juan Antonio Lavalleja debió defender aquella rancia monarquía del viejo mundo. En 1823, tras el Grito de Ipiranga, el desorden se apoderó de los campos orientales. Portugueses y brasileños luchaban por trozos de autoridad. Pues, liberado Brasil, ¿a quién pertenecía la colonia? El enfrentamiento entre autoridades: Carlos Federico Lecor en favor de los brasileños y Álvaro da Costa de Souza por los lusitanos. Tras el alejamiento de Lecor de la ciudad y el apoyo de Da Costa, un grupo secreto denominado los Caballeros Orientales entró en escena. El Cabildo suspendió la obediencia a la autoridad de Lecor y fue convocado otro cabildo llamado Cabildo Representante. Todo parecía ir bien para los revolucionarios. Los Caballeros Orientales estaban detrás de la intentona. Era una sociedad secreta de la que se han perdido las actas. Funcionaba con una fachada de club de hombres, con billar y juegos de mesa, pero venían tramando la rebelión desde mucho antes de 1822. La masonería actuaba tras las sombras. La parte militar quedaba en manos de Juan Antonio Lavalleja. La intentona fracasó y Lecor entró triunfante a Montevideo. Rivera, caudillo eje de la campaña permaneció fiel al Barón de la Laguna y de esta manera fracasaron los revolucionarios y Lavalleja terminó exiliado en Buenos Aires. La resistencia, empero, obraba a la sombra, tramaba y crecía. Muchos orientales habían repudiado la dominación casi desde el principio, pero no por un sentimiento de independencia, sino por el viejo sentimiento de la unión, la nostalgia de la unidad perdida con la hermanas provincias. Desde Buenos Aires, Juan Antonio Lavalleja y Pedro Trápani, entre otros, juntaban dinero y armas para la intentona. Hasta Juan Manuel de Rosas cruzó el río Uruguay en busca de fondos para aquellos “33 orientales”. Finalmente desembarcaron el 19 de abril de 1825. Ni 33, pues eran más, ni orientales, pues en ese grupo mínimo habían algunos que no eran orientales. Pero el número estandarte de la masonería será una marca registrada en Uruguay. Manuel Oribe era un maestro masón al igual que Juan Antonio Lavalleja, y hasta una división administrativa de este país es Treinta y Tres. Entre abril y agosto de 1825 los orientales seguían luchando de este lado del río, juntaban soldados y juntaban caudillos, como Fructuoso Rivera, quien, ahora sí, se plegó a la rebelión. El famoso Abrazo del Monzón seguramente no abrazó, pues estos enemigos y compadres estaban más que enemistados por lo de 1823. Más cerca de la unión, tras el desembarco, Juan Antonio, cuando ocupó el pueblo de Santo Domingo Soriano, gritó fuerte su deseo y lo gritó para todos los argentinos orientales: “Argentinos orientales: Empuñemos la espada, corramos al combate y mostremos al mundo entero que merecemos ser libres”. En mayo, Oribe clava la bandera de los Treinta y Tres en el Cerrito de la Victoria y Montevideo queda sitiada otra vez, sin que haya derramamiento de sangre. Lavalleja acampó sus fuerzas en las afueras de Florida, mientras Rivera recorría el territorio agitando a sus paisanos para que se plegaran al movimiento. Un mes después del desembarco, se crea en Florida un gobierno provisional con el cometido de organizar la campaña. Lavalleja convocó a los cabildos del interior, al mejor estilo hispánico, para que eligieran representantes. Y el 14 de junio de 1825, en la Villa de la Florida, presidido por Manuel Calleros, comenzó a funcionar un gobierno provisional. También en la Florida, la sala de representantes inauguró su actividad, a partir del 20 de agosto, y designó presidente a Juan Francisco Larrobla. Finalmente, el 25 de agosto de 1825, esa sala de los representantes orientales promulgó tres leyes. Esas tres leyes marcan para el Uruguay de hoy algo muy diferente de lo que en aquellos tiempos se buscaba. Legalmente forma parte de los feriados de Uruguay como la “declaratoria de la independencia” tras una agitada lucha intelectual en el Parlamento antes de cumplirse el centenario. Pero en aquellos años la idea seguía siendo la misma que en los tiempos artiguistas: la unión. Esa declaratoria era, pues, la declaratoria de la unión, de la unidad con las provincias hermanas. Aquellos hombres se autodenominaban, muchos de ellos, “argentinos”, como Joaquín Suárez o Leonardo Olivera. La unión, en ese entonces, cuando todavía no habían nacido las naciones actuales, no iba en desmedro de la orientalidad. Fructuoso Rivera y Juan Antonio Lavalleja consideraban en aquellos años como nación a la unión. Estas leyes fundamentales, entonces, tienen más de continuidad con el pasado que ruptura e independencia. La ley de independencia es básicamente una ley previa, de preparación, para la segunda. La ley “ […] declara írritos, nulos y disueltos y de ningún valor para siempre, todos los actos de incorporación, aclamaciones o juramentos arrancados a los pueblos de la Provincia Oriental por la violencia de la fuerza. En consecuencia de la antecedente declaración, reasumiendo la Provincia Oriental los derechos, libertades y prerrogativas inherentes a los demás pueblos de la tierra, se declara de hecho y de derecho, libre e independiente del Rey de Portugal, del emperador del Brasil y de cualquier otro país del universo, y con amplio y pleno poder para darse las formas que en uso y ejercicio de su soberanía estime convenientes”. El texto de la ley dictada aquel día de agosto, casi inmediatamente agregaba: “La honorable sala declara: que su voto general, constante y solemne y decisivo es y debe ser por la unión con las demás provincias argentinas, a quien siempre perteneció por los vínculos más sagrados que el mundo conoce”. Tras esta contundente declaración, agrega: “Queda la Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de este nombre en el territorio de Sudamérica, por ser la libre y espontánea voluntad de los pueblos que la componen, manifestada en testimonios irrefragables y esfuerzos heroicos desde el primer periodo de la regeneración política de dichas provincias” (Ley de Unión). En aquellos años, la unión era lo que ambicionaban los revolucionarios, pero, además, era una jugada estratégica muy hábil. Unirse a Argentina era un modo de multiplicar fuerzas con las vecinas provincias argentinas. El sentimiento regional es sincero y estratégico al mismo tiempo. Los brasileños todavía estaban en el territorio oriental y eran aún una fuerza considerable. La última ley es la de pabellón, por la que se crea el pabellón provincial, no nacional. Una consecuencia necesaria para el rango de autonomía que esta provincia sigue exigiendo. Acto seguido se describe el pabellón: “ […] compuesto por tres franjas horizontales, celeste, blanco y punzó, por ahora, hasta tanto que, incorporados los diputados de esta provincia a la soberanía nacional, se enarbole el reconocido por el de las unidades del Río de la Plata a la que pertenece” (Ley de Pabellón). Muchas han sido las interpretaciones historiográficas de estas leyes. Existen varios discursos que colocan aquel agosto como la fecha de la independencia, como los discursos históricos de historiadores blancos en general, en desmedro de la historiografía colorada que la coloca en 1830. Pero más allá de estas discusiones, detrás de estas leyes late el sueño de la unión con las hermanas perdidas. Aunque siempre con desconfianza sobre la capital, todavía centralista y oigárquica, pero nunca en desmedro de la vieja unión. En agosto, pero de 1811, las fuerzas orientales sitiaban la ciudad en medio de desconfianzas y mentiras. 14 años después, los orientales seguían buscando el mismo sueño. Otro año, la misma idea.

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