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Banksy y el hotel en mitad de una guerra

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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La novela de la vida empieza en cualquier esquina, en cualquier sueño o pesadilla y también, por qué no, en cualquier muro. Cuando empezó con sus pinturas callejeras, la mayor parte de la gente no le prestó atención, y si lo hizo, fue para lamentarse de esa deplorable costumbre de andar ensuciando los espacios públicos. Con todo, es seguro que a todo transeúnte, por distraído que fuera, el arte de ese anónimo rebelde le tocó alguna fibra, le llegó al alma, o sea que penetró más allá de ese saco de huesos y de carne del que, en parte, estamos hechos. Hablo de Banksy, el misterioso artista callejero que, por su omnipresencia y por su universo temático, por su obsesión de asomarse a todos y cada uno de los abismos humanos, bien podría compararse con el griego Homero. ¿Existió un solo Homero o se trató, más bien, de innumerables haedas dedicados a ir por ahí, de ciudad en ciudad y de palacio en palacio, cantando las hazañas y los chismes de dioses y de héroes? Esta pregunta jamás podrá ser respondida con certeza. Con Banksy sucede un poco de eso. Sabemos, o creemos saber, que se trata de un exponente del street art, de origen británico, nacido en Bristol en 1975. Hay quienes dicen que se llama Robin Gunningham, Robin Banks o Robert Banks, e incluso que podría tratarse de uno de los miembros de la banda musical Massive Attack; otros afirman que si bien existe un creador original, a estas alturas se ha multiplicado en unos cuantos discípulos devotos. Existen unos pocos que guardan celosamente el secreto sobre su identidad, porque el hombre ha de tener amigos, conocidos y parientes; se rumorea que tan sólo 15 personas le conocen en serio. La cuestión de cultivar una especie de doble personalidad es, en todo caso, muy inglesa. Me recuerda al Doctor Jekyll y a Mister Hyde, y también a Jack el Destripador, de quien llegó a decirse que sería nada menos que un príncipe heredero, con la diferencia de que Banksy no se dedica a personificar monstruos, sino más bien a denunciarlos por obra y gracia de su imaginación. Utiliza técnicas en las que el aerosol juega un papel clave y se vale además de los esténciles o plantillas. No fue el primero en hacerlo, pero sí el más célebre, y tal vez el que más muros ha pintado en los más diversos países. Ahora que lo pienso, se parece bastante a otros personajes, no diabólicos, sino en todo caso heroicos, como Batman, Superman o el Hombre Araña, a través de su salvífica misión de abrir los ojos de la humanidad a sus propios yerros, mentiras y dobles discursos. Sea como fuere, ha ganado adeptos en el mundo entero. No hay rincón del planeta donde alguien no haya utilizado un esténcil para dejar un mensaje. Pero no todos son o pueden llegar a ser Banksy. El poder de su arte, la ironía, el desgarro, el desamparo, la bofetada, la interrogante urticante, el resabio de culpa, la sorpresa y mucho más integran su repertorio artístico. El arte de Banksy cumple a cabalidad su función. Incomoda a más no poder. Podemos verlo o no. Podemos molestarnos en detenernos frente a sus obras o no, pero escandalizar, escandaliza. El arte de Banksy transita, o ha transitado hasta hace poco, por canales bien diferentes a los que ofrece un museo. En un museo, el visitante adopta de antemano una actitud solemne, grave y predispuesta a la aquiescencia; cree hallarse en un lugar casi sagrado, imbuido del recogimiento de un templo. En un museo contemplamos cada objeto, escultura o pintura con una vaga admiración que, aunque más de una vez nos colme de un fantástico aburrimiento, tiene que trasuntar devoción. En cambio, frente al arte callejero no nos planteamos siquiera tal respeto protocolar. Es posible sentarse al pie de una obra de Banksy para comer un sándwich, fumar un cigarrillo, atarse los cordones de los zapatos o mear de pie. El arte de Banksy es (o era en algún tiempo) corroído por la lluvia y el viento, empapelado con anuncios, pintado y vuelto a pintar a brocha gorda. Pero desde hace unos años las cosas están cambiando. En el año 2000 organizó una exposición en Londres; en 2001 le tomaron una fotografía (oh, milagro o sacrilegio) mientras estaba realizando un graffiti en Chiapas, México, de lo cual resultó que se trataría de un varón blanco, rubio y de aire reconcentrado. En 2009 el Museo de Bristol realizó una exposición de sus obras. En 2013, en Nueva York, puso a la venta sus obras en la calle, siempre en forma anónima, por el irrisorio valor de sesenta dólares cada una. En toda la jornada sólo se vendieron ocho. Y para quienes creen que el arte es un asunto banal -mientras no se cotice en miles o en millones de dólares- o dedicado sólo a intelectuales y a gente que puede darse el lujo de perder el tiempo, valgan ciertos ejemplos. Una de sus obras está dedicada a la turca Zehra Dogan, sentenciada a tres años de prisión por pintar una vista de la localidad kurda de Nusaydin, arrasada por la guerra. En el año 2017 Banksy realizó una obra que vuelve a emparentarlo con el ambiente de una película de suspenso, una novela negra, una saga de héroes y de villanos al mejor estilo del buen cine, que no es precisamente el de Hollywood. Creó un hotel en Belén, de ambiente onírico, situado a cuatro metros del muro que separa Cisjordania de Israel. El hotel tiene lo que su autor denomina “la peor vista del mundo”: torres de cemento, guardas armados, alambradas de púas, largas hileras de camiones de guerra, ambiente erizado de desolación y de amenaza. A pesar de todo esto, el hotel logró atraer 60.000 clientes en su primer año. La intención de denunciar la ocupación israelí de los territorios palestinos, en el icónico sitio donde según la tradición cristiana vino al mundo Jesús, tuvo un éxito insospechado. Se reunieron en torno al hotel (y también en torno al horror explícito y desatado) tres religiones; el islamismo, el judaísmo y el cristianismo. Se encontraron dos realidades que jamás se habrían puesto voluntariamente frente a frente: la de la guerra y la del turismo ávido de novedades. Se conmovieron miles y miles de conciencias. Se estremecieron igual número de espíritus, y hasta la culpa anduvo dando vueltas, colérica y con el rabo entre las patas, entre un territorio sitiado y unas mesitas servidas con copas de coñac, refrescos y cerveza; y esto es algo que sólo puede lograr el arte. Ay de nosotros sin el arte. Ay de Banksy, también, si termina por caer en las redes del perverso mercado de las obras de arte. Quedarán, de cualquier modo, sus mensajes. La obscenidad de una sociedad contaminada de hipocresía, de falsos ídolos, de ratas disfrazadas de gente, de estética de muerte y de violencia, de armas y de muros que no dejan ver ni el cielo ni el pasto ni la vida. Todo lo que tan magistralmente muestra y denuncia Banksy permanecerá sea cual sea el destino final de sus obras. André Malraux hace decir a un personaje, López, en su novela La esperanza, escrita en 1937: “A pesar de todo, es verdad, idiota. ¿Qué vengo buscando yo desde hace años? El renacimiento del arte… Hay un montón de pintores; crecen entre los adoquines… Hay que darles paredes. Cuando se necesita una pared, se la encuentra siempre”. Un viejo escuchaba a López. El viejo era un artista. Le palmeó el hombro y le respondió: “Haré una pintura con un viejo que se va y un idiota que se lava. El idiota que se lava, deportista, cretino, agitado, es un fascista”. “¿Y el viejo?”. “El viejo es la vieja España que se va”. Estas palabras bien podría decirlas, hoy por hoy, Banksy. Quiero creer que ha leído a Malraux, y si no, es lo mismo. Banksy puede hablar a las masas, sólo por un motivo. Tiene mucho para decir y quiere que todos -y en eso está su mejor intento- tengamos también mucho para decir y especialmente para hacer.  

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