Decíamos en un artículo anterior, sobre Felipe VI y la conquista de América, que no existen las visiones imparciales en materia histórica. Lo que cuenta, desde la narrativa y la interpretación, es la forma en que la historia ha llegado a nosotros, cómo nos la han contado, cómo la hemos estudiado, desde qué perspectivas. Ello, sin descuidar otras cuestiones como el peligro de caer en lecturas forzadas o francamente erróneas, de poner en boca de otros cosas que otros no han dicho -sobre todo cuando se nombra explícitamente a esos otros, que estarían (ellos sí) en perfectas y verdaderas condiciones de ejercer un derecho de réplica-, y en falacias lógicas como la de falsa oposición, que consiste en tomar por opuesto un pensamiento que en todo caso, es complementario a nuestra propia opinión.
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En el caso de América, me he referido ya al viejo binomio civilización barbarie, que fue utilizado en toda la historia de Occidente como justificación de dominio, represión y conquista. Lo retomaré en este punto, pero no desde Europa, sino desde nuestro propio continente. El término civilización fue utilizado como el modelo desde el cual se juzgaba a los restantes pueblos del orbe, pero el binomio no ha permanecido estático ni sujeto a determinado relato, sino que se ha desplegado en América a través de diferentes etapas y discursos. Como señala el filósofo argentino Arturo Andrés Roig, así como los españoles intentaron “borrar de las mentes indígenas su cultura espiritual, y a la vez trataron de reordenar sus sistemas sociales y de explotación de la naturaleza”, así también las instituciones republicanas surgidas de la revolución independentista, “portavoces de las nuevas formas imperiales y colonialistas”, tomaron el estandarte de la civilización para afirmar determinados intereses y visiones del mundo, y orientar todo el discurso político que atraviesa el siglo XIX. Este discurso estaba fundado a mediados de siglo en el concepto rector del “olvido” de la “barbarie”, lo que exigía, para poder rechazarla, su reformulación. Ello se hizo a través del cuestionamiento de ciertas expresiones culturales, costumbres, mentalidades, maneras de comprender el mundo y la vida que -se entendía- eran contrarias al arquetipo europeo, que continuaba siendo su principal norte y guía.
Con todo, el propio arquetipo europeo iba cambiando, entre otros motivos, porque ya había aparecido en el horizonte americano la sombra de Estados Unidos, que se presentaba a sí misma no solamente como una nación poderosa y ordenada, sino como el paradigma de la prosperidad. Sin embargo, ya Domingo Faustino Sarmiento expresó que “yo he habituado los oídos de los americanos a oírse llamar bárbaros, y ya no lo extrañan”. Por si quedaban dudas sobre el sitio del propio Sarmiento en esa dualidad, agrega: “Pertenezco al corto número de los habitantes de la América del Sur que no abrigan prevención contra la influencia europea en esta parte del mundo”. El problema, múltiple como es en sus planteos y en sus dimensiones, consistía en que la barbarie no podía ser eliminada sino mediante la violencia de unos (los sujetos activos encargados de borrar la huella de lo bárbaro) sobre los otros, los candidatos a ser borrados, que no solamente se resistieron a su eliminación, sino que se erigieron, en la misma Argentina, en objeto de memoria y de rescate, y en sujetos de espléndidas creaciones literarias, como el Martín Fierro de José Hernández.
Es así que los términos civilización y barbarie aparecen, en realidad, como verdaderos jalones, pliegues o estratos de diversas etapas y manifestaciones de cultura, permeadas siempre por contradicciones y conflictos. Solo de este modo se explica que hayan existido levantamientos campesinos y gobiernos despóticos de cimiento popular, que recurrieron para fundamentar sus posiciones a la cultura tradicional de raíz hispánica. No solamente rechazaban la idea de olvidar cierto pasado (en particular el de la España feudal, plasmada en América por la vía de los latifundios y el caudillismo), sino que lo reafirmaban.
Por otra parte, también desde mediados del siglo XIX, la dicotomía civilización barbarie será planteada como un verdadero “lavado de sangre”, que se entendió posible a través de la inmigración europea en el mundo americano. Juan Bautista Alberdi fue uno de sus portavoces: “Lo que no ha desaparecido de la raza conquistada es incapaz de toda reacción civilizada, porque es salvaje o bárbaro”, y por eso llama a la inmigración. Pero el aluvión inmigratorio pronto se convirtió, a su vez, en una forma de barbarie, al encarnar en un proletariado que no replicaba ni las antiguas servidumbres campesinas ni, mucho menos, el viejo artesanado colonial. La oposición de castas se convirtió en una lucha de clases.
A fines del siglo XIX ciertos intelectuales comenzaron a considerar peligroso el ejercicio del olvido, especialmente en relación a sus raíces latinas, por oposición a la nueva América sajona, encarnada en los Estados Unidos. En ese marco, el francés Paul Groussac intentará reivindicar, desde Buenos Aires, el papel civilizador de Francia. Rubén Darío ensalzará los valores sepultados de la hispanidad, y José Enrique Rodó (tributario también del pensamiento francés) hablará de la decadencia de la latinidad y de la pérdida de la identidad americana, y concentrará buena parte de su mensaje en la advertencia contra el imperialismo estadounidense, el nuevo Calibán (aunque no lo nombre) de esos tiempos.
José Martí, cuatro años antes, planteará la necesidad de un autorreconocimiento, a través del concepto de “hombre natural” rechazado y despreciado por el “letrado artificial”, representante de las oligarquías ciudadanas. La barbarie atribuida a ese hombre natural es, en Martí, un poder histórico de desencubrimiento (sustituye el término barbarie por naturaleza) de una realidad negada y silenciada, a través de una capacidad radical de irrupción.
El propio Carlos Vaz Ferreira, poco tiempo después, exigirá abandonar la importación de sistemas elaborados en otros contextos para responder a necesidades que no eran las nuestras. En todos estos casos no se trata, como dice Roig, de ejercer un olvido negativo, dirigido a la represión de estos o aquellos grupos humanos señalados como la expresión de la barbarie, sino de reconocer el estatus humano de unos seres visualizados siempre como medios. Así como expresamos más arriba que no existe una visión imparcial en materia histórica, también las categorías o conceptos entendidos como opuestos deben ser juzgados en determinado contexto y bajo determinado juicio. No valen por sí mismos, sino en relación a quien los invoca. Decir hoy que somos latinoamericanos, y no hispanoamericanos, es parte de esa cuestión. La fuente de referencia de todas estas designaciones y distinciones ha de ser, en el contexto de una filosofía hermenéutica, el sujeto empírico que las enuncia. He ahí el proceso, o la construcción del andamiaje perpetuo, en el que se dilucida lo que Roig llama “el largo y doloroso proceso de nuestra humanización”.