Por Carlos Luppi
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Parafraseando a Mario Vargas Llosa, cabría preguntarse cuándo se jodió el Brasil. Se podría responder que fue casi desde el mismo 1º de enero de 2015, cuando Rousseff, en representación del Partido de los Trabajadores (PT), inició su segundo mandato, tras haber vencido en 2014, por el 51,5% de los votos, a Aécio Neves (PSDB), que obtuvo 48,5% en la segunda vuelta electoral. Pero las raíces de la crisis serían anteriores.
Ya el carnaval (la mayor pasión nacional, junto con el fútbol) de febrero de 2015 mostraba señales de debilidad, aunque para nada comparables con las que exhibe este año, cuando hay decenas de grandes alcaldías que no pueden solventar los gastos y optan por cancelar los festejos en medio del lúgubre panorama en que se desenvuelve el presente brasileño.
En 2015 se abatieron sobre Brasil un conjunto de fenómenos desastrosos que comenzaron con una gran sequía en el sudeste, la mayor en un siglo, de efectos devastadores en la economía regional. A continuación se dio una plaga de mosquitos que provocaron más de 800.000 casos de dengue en apenas cinco meses. Trajeron también el virus del Zika –hoy declarado el mayor peligro sanitario mundial– y una epidemia de microcefalia en bebés de madres picadas mientras duraba su embarazo.
El país, que había asistido al espectáculo inédito de muchedumbres que manifestaban contra la realización de las gigantescas obras que demandaba el Campeonato Mundial de Fútbol realizado en 2014 (y que inyectarían dinero y actividad, además de aumentar el empleo), vio caer su PIB -2,7% en dicho año y -3,7% en 2015, mientras el déficit fiscal llegaba a un asombroso 9% y la inflación a 25%, fenómenos que se reflejaron en la pérdida de más de un millón de empleos. Se trata de la mayor recesión en décadas.
¿Fue primero la política?
Por supuesto, las agencias calificadoras de riesgo no dudaron en bajar las notas y quitarle el sobreestimado «grado de inversión» (sin el cual Argentina vivió, creció y distribuyó durante más de diez años, pero que aumenta grandemente el descrédito internacional) a un país integrante del grupo Brics y con pretensiones de independencia regional.
El hecho es que Brasil había visto en los últimos dos años la conjunción del estallido (judicial, político y, por sobre todo, mediático) de los dos más grandes escándalos de corrupción de las últimas décadas, porque quienes dicen que son los mayores olvidan al muy derechista y neoliberal Fernando Collor de Mello (al que George W. Bush llamó «el Indiana Jones de América del Sur»), depuesto por el Congreso el 29 de diciembre de 1992. Es oportuno recordar, en estos tiempos de impopularidad progresista, que Collor de Mello impulsó un conjunto de medidas que se basaban en la privatización de las empresas públicas, liberalización de los controles y regulaciones, reducción a toda costa del déficit fiscal y despido masivo de empleados públicos, medidas que hoy tantos reclaman en Uruguay. Es oportuno recordar también que Collor de Mello fue uno de los integrantes principales de la generación neoliberal de los noventa, junto a Carlos Salinas de Gortari, Alberto Fujimori, Luis Alberto Lacalle y Carlos Menem. Sería bueno publicar de tanto en tanto una reseña de los programas privatizadores de estos recordados mandatarios y de cómo terminaron.
En el caso de Collor, el PIB de Brasil cayó más de 10% –la mayor caída desde la posguerra–, la inflación alcanzó el 1.200% anual y se perdieron 7.500.000 empleos. Eso sí, en nombre de la eficiencia.
Pero los casos del Mensalão y Petrobras, contra los que tiene que lidiar Rousseff, también revisten seriedad, si bien nadie atribuye delitos a la actual presidenta.
Como se sabe, el Mensalão, o escándalo de las mensualidades, se inició en setiembre de 2004, cuando la revista Veja denunció un acuerdo de compraventa de votos del Partido Laboral de los Trabajadores por el Partido de los Trabajadores (PT), según el cual el PT se comprometió a pagar 150.000 reales a cada diputado federal del Partido Laboral de los Trabajadores a cambio de apoyo parlamentario al oficialismo. El incumplimiento provocó la ruptura entre los dos partidos y una catarata de denuncias que se ventilaron en los medios.
El episodio y sus lógicas repercusiones judiciales llevaron a la cárcel a José Dirceu, el principal ministro y mano derecha de Lula, por haber armado la trama de sobornos. También cayeron el presidente y dos tesoreros del PT, e innumerables funcionarios. El prestigio de Luiz Inácio Lula da Silva, a pesar de numerosos indicios en su contra, y el de Dilma Rousseff, permitieron la reelección de esta última, aunque por escaso margen. Pero el desmoronamiento de imagen se aceleró.
El propio Lula da Silva, en una declaración trasmitida en cadena de televisión, dijo: «Yo no tengo ninguna vergüenza de decir al pueblo brasileño que nosotros tenemos que pedir disculpas. El PT tiene que pedir disculpas. El gobierno, donde erró, tiene que pedir disculpas (…) Yo fui traicionado».
El escándalo de corrupción en Petróleo Brasileiro SA (Petrobras, fundada en 1953 por el entonces presidente Getulio Vargas), además de un gravísimo problema político, trajo amenazas a la economía.
Comenzó como una investigación sobre lavado de dinero en estaciones de servicio (operación Lava Jato), y llegó a las oficinas de Petrobras y las constructoras más importantes del país, acusadas de «estafar» a la principal empresa petrolera de América Latina, con lo cual golpeó al Estado, al partido de gobierno y a algunos de los principales sectores empresariales de Brasil.
A raíz de esta situación se han cancelado proyectos y aplazado pagos, lo que provocó una reacción en cadena de cesaciones de pagos y destrucción de actividad económica. Miles de trabajadores perdieron sus empleos en la construcción de refinerías, buques cisterna y plataformas petroleras. Los bancos han restringido el crédito. Se ha acusado a las empresas de otorgar sobornos por no menos de U$S 30.000 millones para inflar los precios de las construcciones, y se pagaron «comisiones» a altos ejecutivos de Petrobras y a políticos. Entre ellos, altos funcionarios del Partido de los Trabajadores.
Desde que estalló el escándalo se han presentado cargos de corrupción, lavado de dinero y crimen organizado contra decenas de personas, incluyendo a altos ejecutivos de Petrobras y de grandes constructoras, como Odebrecht, Camargo Corrêa SA, Andrade Gutiérrez, Queiroz Galvão SA y OAS SA.
El golpe repercutió en toda la economía: el diario O Estado de São Paulo afirmó que «Petrobras es el centro de un engranaje que mueve cientos de empresas, miles de millones de dólares y millones de personas; si se atasca, la máquina para».
Los bonos de Petrobras cayeron en picada y la empresa habría perdido efectivamente U$S 150.000 millones en su cotización bursátil.
La supuesta vinculación de Lula con Odebrecht golpeó duramente al líder político.
Caen en la cárcel políticos, empresarios y funcionarios de Petrobras. Los acusados de conseguir contratos con sobornos devolvieron unos U$S 1.000 millones, el ex gerente de Petrobras devolvió U$S 100 millones y el ex director de Abastecimientos, U$S 25 millones.
A raíz de ello se reclama el juicio político a la presidenta y a los principales ministros, entre ellos los últimos ministros de Hacienda.
Todo esto creó un caos en la economía y provocó la situación a la que asistimos.
Brasil y Uruguay
El viernes 13 de febrero de 2015, mientras el dólar vendedor cerraba en las pizarras de plaza a $ 26 (redondeando un aumento de aproximadamente 17% desde el 1º de enero de 2014 a esa fecha), en Brasil el dólar cerraba a 3,25 reales, con lo que acumulaba, sólo en dos meses, una devaluación de 22,5%. Y más de 60% en los últimos doce, lo que configura una macrodevaluación de muy previsibles y desastrosas consecuencias para nuestro país. Brasil es el segundo socio comercial de Uruguay, que vio retraerse aun más sus exportaciones y desviar masivamente turismo, mientras que la zona de frontera se convirtió en área de fuga de recursos por causa de un atraso cambiario en Uruguay imposible de revertir, incluso cuando el dólar aumentó 22,7% el año pasado.
Un viejo fantasma recorrió nuestro país: el del 13 de enero de 1999, cuando una macrodevaluación brasileña dispuesta por el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso, recién reelecto, no fue acompañada por Argentina ni por Uruguay, llevando a las crisis de 2001 y 2002.
Uruguay enfrenta en el contexto externo una tormenta casi perfecta con la caída del precio de los commodities, la desaceleración de China Popular –nuestro principal cliente comercial–, de Argentina, Venezuela, la Federación Rusa y la Unión Europea, todo lo cual disminuye una competitividad ya castigada por un déficit comercial de bienes significativo.
Ante esta situación, el presidente del Banco Central, Mario Bergara, declaró varias veces a la prensa (El Observador, Búsqueda y El País) que «no tiene sentido seguir a Brasil en el tipo de cambio, porque el panorama macroeconómico y político de ese país dista bastante del panorama que tiene Uruguay».
La afirmación equivale a decir que no debe importarnos lo que ocurra en China Popular o Estados Unidos porque el panorama macroeconómico y político de esos países dista bastante del de Uruguay.
El martes 9, el dólar cotizaba en Brasil a 3,91 reales, por lo cual nuestro dólar, para competir y evitar los efectos nocivos que venimos sufriendo, debería valer $ 39,10. Así son las cosas.
Por lo pronto, el futuro es muy incierto en Brasil.
Hace décadas que no es tan grande el desprestigio de la clase política que encabezan Dilma Rousseff y Lula da Silva.
Tienen enemigos muy poderosos, entre los cuales puede incluso contarse al vicepresidente Michel Elias Temer, abogado y poderoso empresario que preside el Movimiento Democrático Brasileño.
La salida del campo progresista sería un nuevo y durísimo golpe para Brasil.