Se ha dicho durante este último año, por parte de docentes, padres, analistas políticos y especialistas en diversas áreas, que nos estamos acostumbrando demasiado al autoritarismo en la educación. La actuación de este gobierno, en tal sentido, ha sido sin duda descollante, aunque a mí sólo me ha provocado un hondo sentimiento de tristeza y desolación, porque nadie podrá devolverles a los adolescentes su prístina confianza en la Justicia después de haber sido amenazados por batallones de soldados armados, con escudos y cascos, en las puertas de sus liceos, como si de delincuentes se tratara.
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Sabemos, todos sabemos, de dónde viene esa semilla que dos por tres a alguien se le ocurre regar y despertar así las raíces dormidas que siguen agitándose bajo tierra. La última dictadura cívico-militar impuso el más crudo autoritarismo, no sólo a los partidos políticos sino a la sociedad en su conjunto. Penetró en cada casa, se aposentó a sus anchas en la sala, se sentó al sillón de la abuela, miró la televisión, se calentó las manos en aquellas viejas estufas a kerosén y, por supuesto, se sentó a los pies de las camas, vigiló el sueño de sus moradores que se hacían los dormidos, mientras con el oído tendido a la puerta de calle esperaban el regreso de las hijas, los hijos, que venían de estudiar, de trabajar, de cumplir ese azaroso deber de continuar viviendo. Las libertades políticas y los derechos individuales reconocidos por la Constitución, los mismos que debían sustentar la educación uruguaya, quedaron abolidos de la vida nacional por la acción de las metralletas. De ese modo, los principios de tolerancia educativa y de la llevada y traída laicidad dejaron de regir en nuestra educación. Y no nos engañemos, quien dice autoritarismo dice violencia. Para muestra, alcanza con una: este gobierno creó el Consejo de Laicidad, cuyo solo nombre recuerda a la Inquisición medieval. Se trata, como se trató desde fines de los años sesenta, de librar una guerra en la que el enemigo (es decir, los docentes y los estudiantes) es el que se atreve a pensar, a echar a volar el pensamiento, a preguntar y a cuestionar, a inquirir y a sospechar, por fuera de los caminos de hierro que le han sido señalados. Pero cuidado, siguen siendo docentes y estudiantes, y no grupos sediciosos armados como esos terroristas y narcotraficantes que sí existen y contra los cuales no hemos visto salir a los soldados de escudos y de cascos. Todo esto, que debería ser obvio para la población, no lo es tanto, porque de continuo se manipulan las visiones sobre el fenómeno, lo cual les resulta más que fácil puesto que detentan el cuasi monopolio de los medios de comunicación. Así, intentan mostrarse ante las cámaras como los iluminados portadores de las ideas buenas, nobles y constructivas, y con una sonrisa seráfica en los labios, marchan entre las multitudes, casi transmutados en los nuevos mesías. En el fondo, se dedican solamente a perpetuar el autoritarismo acuñado en dictadura y continuado después por sucesivas arremetidas políticas, con el único objetivo de ejercer un rígido control sobre la educación. Por desgracia, y dado que nada es gratis en esta vida, esas acciones se transforman en tradiciones y van conformando una mentalidad burocrática, bastante perversa, dentro de los entes de la educación, que reproducen con verdadero beneplácito tales prácticas represivas.
Capítulo aparte merecen las violencias contra el cuerpo docente, visualizado por las actuales autoridades de la educación como el supremo enemigo. En esa bolsa entran también los estudiantes, al menos los que se atreven a agremiarse. Será por eso que la dirección de educación secundaria exigió recientemente a las direcciones liceales que remitieran una lista de estudiantes agremiados, por liceo, así como los lugares en donde se reúnen. Las acciones incluyen así vigilancia, control y una actitud de franco desprecio, humillación y destrato hacia toda la docencia del Uruguay. Se trata de una suerte de cruzada emocional en la que distinguen dos bandos: el de los buenos (que vienen a ser ellos) y el de los malos, o sea todos los que, directa o indirectamente, por acción o por resistencia pasiva, se oponen a su causa.
Hablemos de medidas concretas. En el año 2020, la ley 19.889 (la famosa LUC) disuelve los Consejos de Enseñanza (el de Secundaria había sido creado en 1985, a la salida de la última dictadura), a excepción del Consejo de Formación en Educación, y los sustituye por Direcciones Generales, lo que favorece la concentración de las decisiones en una sola cabeza, e impide el diálogo y la deliberación, silenciando toda voz que no sea la del partido de gobierno. La figura del Consejero Docente, creada recién en el año 2010, queda en ese marco muy desdibujada, casi erigida en un adorno inútil. Vinieron casi enseguida los más duros conflictos. El peor, el del IAVA, un instituto considerado por las actuales autoridades como el principal bastión de todo aquello que les parece levantisco, antisocial y subversivo. La emprendieron primero contra los estudiantes agremiados y continuaron con el sumario del director, al que acusaron nada menos que de insubordinación (como si se tratara de un militar subalterno, en el marco de una organización castrense), para lo que debieron echar mano de una norma creada, vaya casualidad, en plena dictadura. Atrás quedaron, aplastados por la acción conjunta de la LUC y de la norma trasnochada, conceptos tan caros a la educación como el principio de autonomía institucional, dentro del cual el director o la directora ejercen amplios cometidos vinculados a la comunidad educativa y elaboran proyectos pedagógicos.
Ninguna de las acciones de estas autoridades descansa en el menor argumento lógico o racional, ni en un mínimo sustento educativo verdaderamente basado en la autonomía y en el reconocimiento; antes bien, obedece a móviles políticos, es decir a banderías ideológicas o partidarias, con una praxis represiva basada en la obediencia ciega y no en el diálogo, lo cual contradice por su base los altos cometidos y objetivos de las instituciones educativas. Las consecuencias de semejante actitud son graves. Se empobrece la interacción libre y democrática entre los ciudadanos, reduciéndola a un conjunto de órdenes, admoniciones, represión y sanciones. El disenso, a contrapelo de las leyes estatuidas en la República Oriental del Uruguay, se castiga sin disimulo. La lógica del enemigo induce a desplegar toda una batería de controles que sofocan cualquier idea no alineada en los rígidos esquemas manejados por el discurso oficial. Si esto no es autoritarismo, habrá que inventar otra palabra para designar el fenómeno.
Mucho hay para cambiar, y a fondo. Si seguimos con las obviedades, la educación pública es un asunto público y no privado. No admite lógicas gerenciales en las que se habla de clientes y no de padres y estudiantes. No admite procedimientos bancarios, ni lucro, ni compraventa, ni tercerización ni mercantilización, sino servicios públicos en el marco de un estado de bienestar.
Necesitamos desterrar esa lógica, barajar y dar de nuevo, plantear las viejas preguntas, que hoy son más necesarias que nunca. ¿Cuál es, si existe, el sentido de la educación pública? ¿Es preciso defenderla?, ¿y de qué manera podríamos hacerlo? Acá se trata de la educación del pueblo. No de lucro empresarial, y mucho menos de garrote vil, de autoritarismo desenfrenado y de persecución a todo aquello que suponga el menor signo de oposición. La democracia es diálogo, tolerancia, convivencia en pie de igualdad y búsqueda permanente de consenso, o no es democracia. Así de fácil. Así de difícil.