El 26 de mayo se celebró el Día del Libro, y la ocasión resulta propicia para preguntarse cuál podría ser el valor de la lectura para la vida humana.
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¿Hay alguna relación entre la lectura y el conocimiento, o entre la falta de lectura y la ignorancia? ¿Bastará conectarse a las redes sociales durante, digamos, diez o doce horas del día para derrotar a la ignorancia? Más todavía: ¿qué es la ignorancia, y de qué manera podría afectarnos como ser social?
La respuesta a tales interrogantes puede resultar obvia, y sin embargo para mucha gente en Uruguay la lectura no parece ser importante. Sin embargo, algo debe haber en los libros, como para que se insista tanto en ellos. ¿Dónde encontrar, si no es en los libros, ciertos pensamientos que permiten abrir la mente y el alma, entrever otros mundos y dimensiones posibles de lo humano? No hay ningún lugar, ningún discurso, ni tertulia ni catarata de tuits, ni programa de televisión o de radio, ni mesa de boliche ni universidad de la vida (como se le ha llamado a una suerte de formación autodidacta) capaz de sustituir a diez o veinte buenos libros.
Esto es así porque, entre otras virtudes, los libros han inmortalizado tiempos y espacios diversos, aventuras y experiencias tan variadas como sea posible imaginar, tipos humanos de hoy y de hace 2.600 años. Ninguna red social puede lograrlo. En todo caso las redes son insoportablemente predecibles. Se repiten a sí mismas, y su contenido (reducido a frases hechas, eslóganes y sentencias cargadas de estereotipos y de cursilerías redundantes) es tan pobre que dan ganas de llorar. La brevedad y la inmediatez son, además, la consigna de los tiempos virtuales y del éter.
¿Se podrán encontrar tales cosas en las películas y en las series que todo el mundo mira? Es difícil. Todo dependerá de la calidad del guion, del director y del elenco, pero en el mejor de los casos, una buena película sigue siendo una interpretación o una trasposición de sentido que no puede colmarse a través de la sola imagen. El libro es algo más que eso, y ese algo sigue siendo irreemplazable. No me refiero solamente al goce estético, sino a la posibilidad de enriquecer los procesos mentales y la propia experiencia del mundo. Se dice que hoy en día la gente no lee libros, puesto que los celulares, las tablets, los canales de streaming y las series acaparan todo su interés y tiempo libre.
Sin embargo, ni unos ni otras son capaces de derrotar al libro, porque pertenecen por definición al mundo de lo efímero, lo volátil, lo superfluo, lo abrumadoramente mediocre y lo innecesario. Habría que ver si los libros son, por el contrario, lo que permanece, lo que enriquece, lo que se necesita de veras. Alguna prueba ya existe en tal sentido: ahí están Homero con su Ilíada y su Odisea, y Cervantes con Don Quijote de la Mancha, y nuestros grandes Borges, García Márquez, Cortázar, entre tantos otros que han acuñado para sus obras el difícil atributo de la inmortalidad. Pero no nos engañemos. Leer es una empresa ardua.
Si los seres humanos han estado alejados del libro durante casi toda su historia (papiros, rollos de carnero y manuscritos no eran accesibles a cualquiera), el gran desafío de nuestro tiempo es luchar contra la pérdida de concentración que nos ocasiona el imperio de la inmediatez, ya que -inútil sería negarlo- la lectura exige una buena dosis de concentración, de método y de tenacidad. Será por eso que, según los analistas, lo que más determina los índices de lectura es la educación. Cuanta más educación, más lectores. Esto se repite en todas las mediciones, sea cual sea el lugar, la época, el tramo etario o el poder adquisitivo.
Detrás de semejante conclusión está la pregunta inevitable: ¿entonces en épocas pasadas, cuando ya existían los libros, la gente leía menos? Sí. La gente leía poquísimo o nada. Aun después de la invención de la imprenta por Johanes Gutenberg, a mediados del siglo XV, costó muchísimo que esos extraños artefactos de papeles plegados y cosidos comenzaran a difundirse entre los escasos lectores de entonces (no más de un 5% de la población, por lo menos hasta el Siglo de las Luces). Y se dice que la época de oro de la venta de libros ocurrió hacia 1920, sobre todo en Estados Unidos. Después vino la radio por sus fueros. Sin embargo, en España, el 64,7% de los españoles declaró haber leído al menos un libro durante el año 2021, y el 52,7% dijo haberlo hecho con frecuencia semanal. ¿Eso es mucho o es poco? Parece que es mucho, si se lo compara con el historial de lecturas de los mismos españoles en el pasado. En 2012, esa misma estadística, recogida en el Barómetro de Lectura de la Federación de Gremios de Editores, decía que el porcentaje básico de lectores era del 59,1%, es decir, 5,6 puntos menos que en la actualidad. Es mucho, también, si se contrasta la cifra con los índices de lectura de Portugal (un 40%), pero es poco si, por ejemplo, nos fijamos en Francia, donde el 81% de los encuestados se declaró lector en una encuesta realizada en 2021 (y eso que en 2019, el 88% de los franceses era lector).
¿Y por casa cómo andamos? Los números son desalentadores. Según una encuesta reciente, el 43% de los adultos lee libros en Uruguay, contra un 57% que, simplemente, no lee nada de nada. El 18% de esa cantidad dice que no lee porque no tiene tiempo y otro 38% tampoco lo hace, porque no tiene costumbre o no le gusta leer. En síntesis, bastante menos de la mitad de la población uruguaya lee libros. Se trata, ciertamente, de una cifra pavorosa, que debería prender alarmas rojas no solamente en las instituciones educativas, sino en todas las otras que, de algún modo, se vinculen con la sociedad y con cualquier plan de desarrollo social.
En cuanto a regiones, el hábito de leer libros está más extendido en la capital, donde lee más de la mitad de la población, que en el interior, donde lo hace algo más de un tercio. Las mujeres leen mucho más que los hombres y los jóvenes más que los adultos. Esto último constituye un dato poderoso. Destruye, en primer lugar, el supuesto de que los jóvenes no leen, y en segundo lugar arroja una luz de esperanza sobre el futuro inmediato, a pesar del notorio sabotaje perpetrado por las redes y las pantallas líquidas. Pero al final, las encuestas nacionales y extranjeras convergen en una conclusión: el hábito de leer libros es proporcional a la educación formal. Entre las personas que sólo cursaron educación primaria, apenas la quinta parte lee libros. Entre quienes poseen estudios terciarios más de dos tercios leen.
Siempre me pareció deprimente tener que andar explicándole a la gente que la lectura es buena, sobre todo porque los descreídos suelen ser irredimibles. La tarea de despertar el amor por la lectura pertenece, en tales casos, sólo a la educación. El libro es, según Umberto Eco, la herramienta más perfecta creada por el ser humano, dado que se trata de una tecnología simple, competente para sus fines y exitosa. Un martillo o un serrucho, una pala neumática o un conjunto de robots industriales son eficientes en lo suyo, pero agotan su significado en una o más tareas concretas. No son plásticos. No crean nada. No despiertan emociones ni sentimientos, ni interpretaciones sucesivas, moldeables, infinitas. No suscitan ninguna especie de afecto, empatía, modalidad amorosa. El libro, por el contrario (que no necesita la inversión de miles de millones de dólares en su diseño) es portador de una trama infinita de palabras o símbolos que son extensiones de nuestro paso por el mundo, de nuestras vivencias y memorias. El solo hecho de leer es un acto lindante con lo mágico. Permite conversar con autores y protagonistas reales y ficticios, ya se trate de seres carnales o de criaturas fantásticas, descifrar pensamientos de otros, e integrarlos en incesantes interpretaciones. Por eso un libro es siempre más inteligente que su autor. Porque desata visiones y vivencias universales, en cada lector de cualquier tiempo y espacio, al modo de un caleidoscopio. Sus temas son tan variados como el espíritu humano. El libro inaugura el silencio, la intimidad de un mundo que de las palabras se extiende al pensamiento, y del pensamiento va siempre más allá de sí mismo. Un libro descompone la condición humana en todas sus posibilidades, a la manera de un gran fractal capaz de conmover una y mil almas. Ya lo dijo Walt Whitman: “Como la rueda que sobre su eje gira, este libro, sin saberlo, se mueve en torno a tu idea”.