El 15 de junio de 1984 Alfonsín viajaba a Madrid. Por eso, los dos, el viejo y yo, cenamos con él en Olivos el 14, la noche antes de la partida, como lo habíamos hecho tres semanas antes, al llegar a Buenos Aires. Nos aseguró que advertiría a Felipe González para sacar una declaración conjunta sobre nuestro regreso que TV Española iba a transmitir en directo. Papá amaneció con una afonía que había comenzado la noche anterior. Nadie pensó que el organismo le estaba mandando una señal. “Mucho discurso en pocos días”. Y lo dejamos por esa.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
A media tarde llegó el presidente interino, Víctor Martínez (vice de Alfonsín). Raúl había decretado despedida oficial de Estado. Nos acompañaría hasta el mismo barco. Papá salió muy abrigado por su “incipiente gripe”. Una multitud había rodeado el Hotel. Un auto parlante con plataforma se acercó para que pudiera pronunciar su último discurso en el exilio. La mayoría eran residentes uruguayos, con banderas del PN y del Frente Amplio (FA).
Las sirenas de las motos alertaron a quienes esperaban en el puerto: otra multitud. Los pasajeros, entre los que figuraba la prensa nacional y extranjera, los dirigente del Partido Nacional y José Germán Araújo, director la 30 (radio), en representación del FA, ya estaban a bordo. Víctor Martínez se despidió al pie de la pasarela. La guardia de honor no pudo con la gente. La despedida fue con abrazos, apretones de manos. Mucha emoción contagiosa.
De los que se quedaban, subieron a bordo Diego Achard e Hipólito Solari Irygoyen. Diego era ya su secretario. Hipólito, tras estar desaparecido, había compartido el exilio en Europa y se habían hecho muy amigos. Raúl Vallarino y el capitán de marina mercante Sixto Rojas nos llevaron al puente de mando, a la intemperie y frente a la multitud, que empezó a cantar: “Vamos a volver al Uruguay, para que vean que este pueblo no cambia de ideas, sigue la bandera de la libertad”.
Veía a papá muy emocionado. De a poco el barco se empezó a mover. La gente seguía cantando y festejando. Me dijo: “Mientras se oiga, nos quedamos”. Pasamos frente a la flota de Alíscafos (lanchas de pasajeros para viajar a Colonia). De repente se desplegó un enorme pasacalle: “Buen viaje, Wilson”. Una voz gritó: “Que Dios te bendiga, Wilson”.
A pesar del frío, nos quedamos hasta que las voces se apagaron. Ahí me dijo: “Vamos, Juan”. Entendí mucho más que lo que decían las palabras. Entrábamos por fin al barco. La cena fue una gran fiesta. Hubo alguna presencia incómoda, pero era hora de mirar por lo alto. El canto y la guitarra siguieron a la cena.
Hicimos migración a bordo. Usé mi pasaporte cancelado (IV-28), que me fue retenido. Le di a mamá los títulos de viaje de refugiado, el primero de Panamá, el de exiliado en EEUU y el pasaporte de ciudadano legal boliviano. Los tomó con una sonrisa y me dijo: “Tranquilo, este tesoro no me los sacan”.
Pasaríamos la noche en el barco. Pero ¿dónde estaríamos la noche siguiente? Todo era incertidumbre. Queríamos descansar porque fuera lo que fuera que nos deparara el destino, cuanto más descansados, mejor. Estaría agotado. No me costó quedarme dormido.
Nos despartamos al alba. Aún se sentían voces de los cantos. Ya sabíamos que no alcanzaban los camarotes, pero muchos que los tenían no los usaron. Se veía una inmensa niebla. El desayuno a bordo fue en clave de festejo, pero ya era distinto, empezaba a contagiarse el temor que da la incertidumbre.
Al despejarse el cielo, vimos el despliegue de toda la flota de la Armada Nacional. Desde el destructor Artigas a gomones con hombres rana. Empieza la última conferencia de prensa. Wilson me pide que empiece. Luego él y su humor descontracturante: “Viajo acompañado de mi señora, mis hijos y nietos. Por lo que pude divisar, hay un promedio de un destructor por integrante de la familia, tiene sentido”.
Desde la lejana costa, la gente hacía señales con espejos y luces.
Comenzaron los vuelos de la Fuerza Aérea al ras. La lancha P-70 de Prefectura se aproxima. Aborda el barco y pasa, de la lancha al vapor, un oficial que se veía de alto rango y otros oficiales, dispuestos a tomar control de un pacífico barco de pasajeros.
Una vez en el puerto, nos llevaron a sendos helicópteros con distinto destino. Me abrazó, con rabia porque creíamos que iríamos juntos, pero con fuerza. Solo me dijo: “Llegamos, viejo”.