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Columna destacada | Fiscalía | fiscal de corte | Poder Ejecutivo

Justicia

Fiscalía: obedecer al soberano

El cargo de fiscal de Corte se ha convertido, acaso desde su mismo nacimiento institucional, en un foco de reyertas y apetencias por parte de los partidos políticos.

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En momentos en que la actuación de la Fiscalía se ha convertido en uno de los escenarios mediáticos más movidos de la actualidad uruguaya, o más bien en un sospechoso caldero de brujas, del que parecen salir rayos y centellas, parece razonable y apropiado poner un poco de orden en nuestras miradas. Por eso, y a riesgo de aburrir a mis lectores, he decidido introducir una serie de reflexiones históricas que, según estimo, pueden contribuir a echar algo de luz sobre los orígenes del órgano, poniendo de relieve ciertas contradicciones que lo habitan desde sus propias bases.

Entre nosotros, la Fiscalía General de la Nación ha sido siempre motivo de polémica. Es en buena medida un órgano indefinido, que suscita no pocas perplejidades y debates a la hora de precisar sus objetivos y su estructura funcional.

Por ejemplo, ¿quién debe nombrar al fiscal de Corte? Esta es una pregunta que ha motivado ríos de tinta y sesudas reflexiones académicas. Y no es para menos. Propiamente, la Fiscalía no pertenece ni está supeditada a ninguno de los tres poderes del Estado, ni al legislativo, ni al ejecutivo ni al judicial. Sin embargo, de acuerdo al artículo 44 de la Ley 19.483, “el fiscal de Corte y procurador general de la Nación será designado por el Poder Ejecutivo, con venia de la Cámara de Senadores o de la Comisión Permanente en su caso, otorgada siempre por tres quintos del total de los componentes”. Dos aspectos deben ser resaltados para una adecuada apreciación de sus funciones: en primer lugar, es un órgano dotado de autonomía funcional, “sin sujeción a instrucciones o directivas emanadas de órganos ajenos a su estructura” (art. 3 de la citada ley). En segundo lugar, “las atribuciones asignadas por dicha disposición al Poder Ejecutivo refieren únicamente al funcionamiento administrativo de aquel, no comprendiendo la competencia ni el ejercicio del Ministerio Público y Fiscal en sus distintos niveles” (art. 4 de la Ley 19.334, al que se remite la ley ya mencionada).

Claro que estos son cambios recientes. Hasta el año 2015 la Fiscalía era una Unidad del Ministerio de Educación y Cultura. Otra perplejidad mayor (un ministerio dentro de otro, por decir lo menos), si se tiene en cuenta que se lo ha considerado el órgano de la sociedad misma, anterior al Estado como tal, puesto que es la propia sociedad la que crea todas y cada una de las normas y las instituciones. Entre los cometidos de la Fiscalía, se encuentran los de fijar, diseñar y ejecutar y dirigir la política pública de investigación y persecución penal de crímenes, delitos y faltas; ejercer la acción penal pública, atender y proteger a víctimas y testigos de delitos, y en suma, actuar en representación de la sociedad. Así las cosas, aunque no integra el Poder Judicial, ejerce sin la menor duda una función de justicia. Sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos, pero pueden detectarse a lo largo de la historia algunos elementos embrionarios que hoy hallamos presentes en nuestro sistema. Los delitos cometidos por alguien contra alguien no ofendían solamente al lesionado o a sus parientes, sino a la sociedad en su conjunto, y había que resolverlos; por lo mismo, era un asunto muy delicado la elección de un acusador, ya que incluso este acusador podía, por su mala o ineficaz conducta, pasar a convertirse a su vez en un ofensor del lesionado, de sus parientes y de la sociedad toda. En efecto, el acusador podía mostrarse sumiso a los poderes de los gobernantes y actuar en favor de estos, provocando así una lesión mayor a la comunidad. En Grecia, los thesmotetas eran quienes podían denunciar ante el Senado o ante la Asamblea del Pueblo cualquier hecho o atentado que hiciera peligrar a la ciudad y a sus habitantes. En Roma, los defensores civitatum eran quienes ejercían una función similar, pero la figura más parecida a la de un fiscal actual fue la del advocatus fisct, un funcionario que velaba por los intereses del fisco en lo civil y penal. Es en Roma, de la que tanto hemos heredado, donde aparece el sistema de la questio o accusatio, por el que cualquier ciudadano tenía el derecho de ejercer la llamada “acción popular”, aunque bajo ciertos requisitos, entre ellos una acreditada solvencia moral y material. ¿Por qué material? Porque, entre otras cosas, se le exigía una caución o garantía, ya que en contrapartida se habilitaba el juicio por calumnia, para que "nadie se lance ligeramente a hacer acusaciones, pues sabe que, (si es injusta) no quedará impune su acusación...", según sabia previsión del Digesto, Libro 48. Tít. II, 7.

A pesar de los pesares, y demostrando que buenas leyes no hacen necesariamente buenos juristas ni buenos ciudadanos, esa facultad para formular la acusación derivó en un abuso tal, que se llegó a tildar a Roma como "la ciudad de los infames delatores", en la que se ejercían la corrupción y la venganza a través de la ruina de íntegros sujetos. Así comenzó a formularse, no sin mil obstáculos, el procedimiento de oficio, por el cual el fiscal no acusaba a alguien ante un César o Senado ni ante un rey, sino frente a un magistrado. Durante la Edad Media la fiscalía, sin excepciones, aparece como un órgano defensor de los intereses del fisco, que eran los del rey y la nobleza feudal. Por tanto, el fiscal defendía los intereses del poder supremo; y aunque su órbita de acción se fue ampliando (pasó del mero fisco impositivo y económico en general, a asuntos que implicaban a la comunidad) ya no se desprendió de aquel carácter de custodio de las espaldas monárquicas. Así se fue formando ese órgano de difícil definición al que llamamos Ministerio Público, anterior a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como tales, que pervivió una vez surgidos estos.

Si damos un salto hasta los antecedentes inmediatos de nuestro sistema jurídico, en la Francia napoleónica, por el Código Criminal de 1808, se crea un Ministerio Público con unas características contradictorias no demasiado distintas de las actuales. Por un lado se intentó hacer coincidir los intereses de la sociedad con los del Estado, asunto ciertamente difícil. Por otro lado, se lo formuló como un órgano de justicia independiente y autónomo, pero… supeditado, quieras que no, a ese Estado o persona jurídica mayor, debido a la calidad de funcionarios públicos de los fiscales.

Estos dilemas no pasaron desapercibidos a nuestros académicos. Pablo De María expresaba, en referencia al nombramiento de los fiscales por el Poder Ejecutivo, que no parecía lógico que un órgano encargado, entre otras cosas, de controlar los actos de una autoridad fuera nombrado por esa misma autoridad. Y señalaba un doble peligro en semejante disposición: que el Poder Ejecutivo obedece con preferencia a los intereses políticos, y que no parecía necesario, en tal situación, extender sus atribuciones.

Hoy, los resultados están a la vista. El cargo de fiscal de Corte se ha convertido, acaso desde su mismo nacimiento institucional, en un foco de reyertas y apetencias por parte de los partidos políticos. Los controles administrativos enunciados en el texto legal han mutado en verdaderos instrumentos de presión por parte de intereses completamente ajenos a la labor intrínseca del órgano: servir a la justicia, en favor de la ciudadanía. De lo que se trata es de servir a la comunidad a través del Estado de derecho, lo cual significa lisa y llanamente respetar la separación de poderes, la legalidad, la proporcionalidad y la sujeción al orden jurídico. El fiscal es el “vigía de la ley”, no está en su cargo para defender al gobierno ni para erigirse en instrumento de ataque a opositores políticos, sean del signo que sean, sino para pura y simplemente servir al soberano (que es el pueblo y la nación), cumpliendo con el mandato de ese soberano, que se expresa a través de los textos normativos elaborados por sus representantes. Igual que el juez, el fiscal debe al mismo tiempo cumplir la ley y servir a la justicia, como bien expresan los juristas Eduardo Vaz Ferreira y Eduardo J. Couture.

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