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Columna destacada | Juan Lacaze | libro | novela

Juan Lacaze, entre el río, los libros y la magia

Por Marcia Collazo

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Caras y Caretas Diario

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Fui invitada hace pocos días a presentar mi última novela, Heroica, en la Feria del Libro de Juan Lacaze. No conocía la localidad, y sin embargo apenas enfilé la ruta de entrada, empecé a reconocer la geografía viva de aquella canción de el Sabalero: “Rumbeando pa' la Colonia, tres arroyos de distancia, me le volqué pa' la zurda, y me la topé acostada”. No me hacía grandes ilusiones respecto a la recepción que una feria del libro pudiera tener en Juan Lacaze porque, según me explicaron, hace como treinta años que no se celebra una. Sin embargo, y a pesar de que yo misma pertenezco al interior profundo (a esos “buenos pagos ganaderos” de Cerro Largo), de tanto vivir en Montevideo me he convertido en una citadina, con unos cuantos rasgos propios de semejante condición. Entre ellos, la impaciencia ante la lentitud y la calma, el asombro frente a la cortesía en el tránsito, y una actitud que intenta no ser desdeñosa, pero que termina siéndolo (por lo menos si uno no lucha contra ella). Hay una especie de prejuicio, citadino también, por el cual se tiende a menospreciar todo lo que provenga del interior del país.

Eso mismo sucede, supongo, en todas partes, por ejemplo en Argentina. La novela El ciudadano ilustre, firmada por el escritor Daniel Mantovani, que no existe, es en realidad un guion genial realizado entre otros por Andrés Duprat, y su argumento transcurre en Salas, un pueblo más o menos aislado del mundo. Pero, genial y todo, el guión de Duprat peca de ciertas poses estereotipadas, cultivadas sin la menor crítica por muchos intelectuales que, con ello, creen ser más inteligentes que el resto. Se trata, tal como lo confirmo cada día, de una enorme falacia. La gente no es más inteligente en una urbe, y menos inteligente en un pueblo perdido o en el campo. Simplemente, en la urbe se cuenta con muchos más mecanismos de difusión del pensamiento, con muchos más recursos (aunque para la cultura siempre suelen ser miserables, por lo menos en Uruguay), y con un poco más de gente. He ahí el meollo de todo. Por no hablar de todo lo que en la urbe nos perdemos.

En Juan Lacaze me encontré con varias escenas variopintas, que habrían hecho las delicias de guionistas satíricos, pero también con sorpresas maravillosas. Mientras paseábamos por una calle oscura, bordeada por árboles centenarios, se me ocurrió que todo eso tenía que ser muy antiguo. La arquitectura de las casas, sus fachadas, la vejez y humedad de sus muros, todo delataba el correr de muchas décadas, cuando no más de un siglo. Buscábamos un café que alguien nos había recomendado y lo único que veíamos era oscuridad y silencio. De repente volví la cabeza hacia una puerta abierta, de donde procedía una luz cálida y una oleada de jazz. Lo habíamos encontrado. El café en cuestión, llamado La Revuelta, es un lugar mágico. Una larga mesa llena de libros, una máquina de coser antigua, una planta, artesanías varias. Más allá, un gran salón con mesas y sillas, una butaca tapizada en diferentes recortes de telas, más y más libros, libros sobre cada mesa, libros en las paredes, ventanas centenarias abiertas a la noche. Encontré dos tomos de una colección que desde hace un tiempo vengo tratando de reunir, y para colmo, a la mitad de precio que en cualquier librería montevideana. Encontré, sobre todo, una actitud humana mucho más cálida que todas esas luces ambarinas. Una atmósfera que nada tenía que envidiarle a Barcelona o París. Es cierto que al otro día, cuando intentamos sacar el auto del estacionamiento del hotel, nos encontramos con otro auto parado precisamente en la salida, como si nada. Nos quedamos atónitos. Había, además, una generosa amplitud de lugares vacíos. No supimos qué hacer. De pronto la vecina de la casa contigua se asomó, entre las ramas de una santa rita. ¿Sabe de quién es este auto? Le pregunté. No sé, me respondió, pero enseguida lo arreglamos. La vecina salió de su casa, refregándose las manos en un delantal, y yo observé cómo se acercaba al auto. Lo empujó levemente con la mano y el auto se movió hacia adelante. Ya está, exclamó con acento triunfal, ayúdeme a correrlo. Acá la gente para en cualquier lado, pero dejan el auto sin freno por si cualquier cosa… ¿vio?

Y allá marchamos a empujar el auto para poder salir. Iba a hablar en este artículo de la Feria del Libro, pero antes me falta relatar una o dos cosas más. Fuimos a cenar a un restaurante llamado La casa del lago. Nos llamó la atención el edificio, casi sepultado en un barrio oscuro, de casas bajas, con las puertas cerradas. Era difícil incluso caminar por las veredas. Lo impedían las ramas de algunas plantas trepadoras que amenazaban clavarse en los ojos de los transeúntes. Había una rama de árbol, enorme, tirada contra los cordones de la calle. En algunos sitios no había vereda, tan solo una extensión de terrenos irregulares, aptos para torcer tobillos, cubiertos de pasto y de malezas. La casa del lago ocupó en mejores tiempos, supongo, casi toda la manzana, por no decir que se extendió mucho más. Alrededor de su enrome jardín delantero corre una viejísima cerca de madera, torcida en varios sitios, cuya pintura blanca luce hoy descascarada. Posee una especie de pórtico de piedra, con dos escalones, y ha sido iluminada por los propietarios del restaurante con una multitud de luces de distintos colores. Por dentro es amplia y noble. Lo mejor es el lago, situado en un enorme fondo, con isla y puente de madera. En medio de la noche cerrada, al asomarnos al agua negra y quieta, acudieron diez o doce gansos a nado, en busca de algunas migas de pan. Interrogada la mesera sobre la historia de aquella mansión, nos informó que perteneció a Campomar, el dueño de la fábrica. A esas alturas nos convencimos de que Juan Lacaze tenía que ser un lugar mágico, donde nos aguardarían quién sabe cuántas sorpresas soterradas. No pudimos descubrir ni la centésima parte, pero lo poco que vimos alcanzó para reforzar mi convicción en torno a unas cuantas ideas. Primero: nadie es profeta en su tierra (salvo, quizás, el Sabalero, cuyo retrato recibe al visitante, en un gran muro colocado a la derecha de la ruta). Los demás tienen que dejar literalmente el alma y las entrañas en el duro oficio del anonimato, por medio de una expresión artística que parece condenada de antemano al olvido. Segundo: el divorcio entre la capital y el interior del país está más vivo que nunca.

La enfermedad del macrocefalismo continúa en pie, así como las actitudes de benevolente condescendencia, cuando no de franco desdén, que muchas veces se adoptan frente a todo lo que del interior proviene, incluidos sus abnegados (y talentosos) artistas. La Feria, que forma parte de un emprendimiento cultural mucho más vasto, a nivel nacional, fue llevada a cabo por Uruguay Te Leo, una asociación que nuclea en Montevideo a las editoriales más importantes del país y del mundo. Se encarga de realizar ferias del libro en todo el país, incluso en lugares y zonas muy remotas, de lo cual es vivo ejemplo Juan Lacaze.

La importancia que esta actividad tiene para la cultura en su conjunto es bastante obvia, y sin embargo iniciativas como ésta no son comunes entre nosotros. Quiero cerrar esta breve semblanza de una ciudad casi perdida con los versos de una poeta local, una que nunca llegará a ser un best seller, y ni falta que le hace (la poesía no goza de popularidad en Uruguay, salvo dos o tres popes sagrados, y somos además un pueblo amnésico, lo que produce una combinación letal). Elijo estos versos porque se acerca mayo, porque la vida es fugaz y porque, a pesar de todo, las palabras son una de las formas de la eternidad. Dice la poeta Mary Vidal (sin pudores, sin posturas, sin teorías literarias de hojarasca): “Dejaría colgados de la puerta de calle los adornos de navidad. Pintaría las paredes de verde y las ventanas doradas, para que el sol entrara sin permiso. Volvería a decirte que te amo, una tarde lluviosa de mayo”.

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