Cualquier observador que se asomase de buenas a primeras a nuestro territorio, que se paseara durante varios días por el mal llamado “interior” (el país a secas), que asistiera a alguna sesión del Parlamento, que se diera una vuelta por la Suprema Corte y que descubriera el libro de Gabriel Pereyra y Alejandro Ferreiro, en el que se recogen seis entrevistas a los expresidentes Julio María Sanguinetti y José Mujica (Conversaciones sin ruido, Editorial Debate) podría decir que sí, que en Uruguay hay democracia. Es más: si tal observador viene de cualquier otro país latinoamericano, en especial de Argentina, Brasil, Colombia, Venezuela, Ecuador o México, agregaría tal vez que se trata de una democracia sólida.
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Pero si tal observador se enterara de que, desde el mes de abril, alguien comenzó a liberar en internet (concretamente, en un sitio de acceso gratuito llamado Internet Archive) miles de páginas de los archivos del terror, comenzaría a abrir los ojos y a dudar de su primera impresión. Según sus propios divulgadores, los documentos fueron lanzados a conocimiento público en el marco de los 50 años del golpe de Estado y “surgen de digitalizaciones de microfilms elaborados por las fuerzas policiales y militares a partir de la década de 1960 e incluyen el período de la dictadura cívico-militar (1973-1985)”. Y para que a nadie le queden dudas sobre el alcance de estas fichas, añaden que “el espionaje continuó luego de recuperada la democracia, contando con la complicidad política de los gobiernos, al menos hasta el año 2004”. Aquí es donde nuestro observador se quedaría realmente perplejo, al igual que todos nosotros, pues, ¿cómo podemos, en semejante contexto, hablar de recuperación de una democracia? En el mejor de los casos se trataría de un sistema parcial, fragmentado y aparente, manifestado en grados. Una democracia sin auténtica democracia, en la que hacemos de cuenta que vivimos, mientras allá en el fondo, en la oscuridad de quienes manejan los resortes últimos del poder, y con la “complicidad de los gobiernos al menos hasta el año 2004” el espionaje continuó, como si nada.
¿Por qué, frente a esta realidad inobjetable, seguimos hablando todavía de recuperación democrática desde 1985? En parte, porque se trata de una palabra demasiado fuerte, poderosa y atractiva, cargada de ideales, y es lindo suponer que la hemos hecho nuestra. Si miramos el mapa del mundo actual, la mayoría de los países se presentan a sí mismos como democracias, pero muchos de ellos no respaldan esa aseveración con ningún medidor más o menos objetivo y fiable. En efecto, la democracia abarca no solamente la dimensión política, sino también la social, económica y cultural. Puede implicar o no un Estado de bienestar, en el que los gobernantes (deberíamos decir, en realidad, el pueblo que está detrás de los gobernantes, en cuyo nombre gobiernan estos) se preocupen efectivamente por desarrollar políticas en favor de los más vulnerables o menos aventajados.
Es que una democracia supone, ante todo, una manera de organización del poder político en la que el pueblo, la comunidad, el soberano, no es solamente el objeto del gobierno (el que está allá afuera y asume un rol pasivo), sino además el sujeto que gobierna (el que está acá adentro, aunque no parezca, y al que, por lo mismo, hay que contar como presencia permanente, vigilante y activa). Claro que el pueblo es una entidad viva, y como tal, en continua transformación. Si admitiéramos, aún de forma parcial y con todas las prevenciones del caso, que Uruguay es una democracia, que ha logrado superar (digamos que desde 2004 y no desde antes) la rémora brutal de la última dictadura cívico militar, de todos modos permanece la pregunta. ¿Desde cuándo lo es en términos de largo alcance? ¿Lo será desde el 18 de julio de 1830, día en que juró su primera Constitución? Parece que no. Ni siquiera con la Constitución de 1918 llegamos a constituir una democracia plena; aunque avanzamos muchísimo, por dicha carta magna solo votaban los varones. Recién en 1938, con el ejercicio efectivo del sufragio universal femenino, que vino a complementar el masculino, puede hablarse de democracia política en Uruguay. Pero no nos engañemos. Una cosa es la Constitución de la República, como encarnación normativa del deber ser uruguayo, y otra muy distinta, la prosaica realidad, que se empeña en plantear desafíos. Dejando entre paréntesis el siglo XIX, en el que no hubo ni asomo de gobierno del pueblo, en el siglo XX pasamos por varias circunstancias, la justicia social del primer batllismo, el Alto de Viera, la república conservadora (en la que el pueblo solo tenía importancia a la hora de meter el voto en la urna), los dos golpes de Estado de Terra y Baldomir, cada uno con características bien distintas, el neobatllismo, el estancamiento económico, la reconfiguración de los partidos políticos tradicionales, el crecimiento de las izquierdas, y finalmente la dictadura militar. Lo que vino después no fue, al menos de inmediato, otra cosa que el despliegue de una utilería que preparó el terreno para asegurar la impunidad a los criminales de Estado. El propio plebiscito por el cual el soberano se pronunció a favor de la impunidad no resiste el menor análisis desde el punto de vista del derecho internacional y de los tratados suscritos por Uruguay en materia de derechos humanos. Ahora, en fin, salen a la luz estos terribles archivos del terror que, en “democracia”, continuaron desplegando sus operaciones ilegales de seguimiento y espionaje a todos los ciudadanos y ciudadanas de este país, tal como se encarga de precisar el informante anónimo.
Habrá que decirles, pues, a esos observadores más o menos ajenos al curso de la historia, que la democracia uruguaya podrá ser bastante más estable que otras de América Latina, pero está lejos de ser sólida o estable. Sigue amenazada desde dentro. Lo que existe, en verdad, es una lucha constante por la democracia, a despecho de las fuerzas que pretenden desequilibrarla. Lo estable, lo sólido, lo heroico, es esa actitud permanente de los uruguayos y las uruguayas de a pie, que sin mesianismos ni mentiras ni desbordes de violencia, desde sus lugares en la sociedad, desde la oficina, el taller, la escuela, el hospital, el agro, buscan defender la democracia de sus enemigos internos, los mismos que una y otra vez embisten, amenazan, ostentan impunidad, se ríen de la legítima indignación ciudadana, se dan el lujo de jaquear a la propia justicia, de dudar de sus métodos y de sus magistrados, de ignorar la existencia de un derecho internacional válido en materia de derechos humanos, haciéndonos caer una y otra vez en vergüenza mundial. Todo esto ocurre hoy, entre nosotros, y parece saludable, por no decir urgente, señalarlo de una vez por todas, sacarlo a la luz y hablar de ello.