Acabo de leer una noticia insólita. Parece que los mármoles del Partenón le pertenecen al Reino Unido. O sea que yo voy a su casa, la desvalijo, me dedico después a custodiar los muebles y demás objetos que le he sustraído, les saco fotos, escribo algo sobre ellos, permito que el público los vea, y a continuación proclamo que me pertenecen. No es que me los encontré tirados en la calle, no. Tampoco es que me los vendió un mercader en una feria, en una gruta o en la parte trasera de una tienda (aunque en este último caso, al menos se me podría acusar de receptación).
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Nos dice la BBC, cuya imparcialidad en este tema es al menos dudosa, que los frisos del Partenón fueron llevados a Inglaterra, a principios del siglo XIX, por Thomas Bruce, más conocido como el conde de Elgin. Este señor, que aparece en una pintura fajado en casaca roja y con sus robustas pantorrillas enfundadas en calzas de seda blanca, aprovechó la circunstancia de la invasión otomana a Grecia, allá por 1802, y le compró al sultán por 35.000 libras, más o menos, la mitad de los frisos que le quedaban al Partenón.
No lo hizo por filantropía ni para salvarlos de la depredación del invasor, sino con la intención de decorar con ellos una de sus fincas en Escocia. Pero cinco años después se arruinó, así que ofreció vender estos tesoros al Museo Británico; el Parlamento cerró los ojos y votó con entusiasmo la adquisición. Al fin de cuentas, no todos los días puede uno comprar unas piedras con una antigüedad de 2.500 años. Lo demás es historia conocida.
Es cierto que las cuidaron con esmero (relativo, porque también las desollaron al pretender limpiarlas, entre otros fatales deslices), pero no es menos cierto que no se trata de cualquier trozo de mármol. Los griegos reclaman esos frisos desde hace casi doscientos años, más exactamente desde 1832, cuando se terminó la invasión turca, aduciendo con toda razón que se trata del principal patrimonio cultural de su país. El gobierno británico se ha pasado todo este tiempo esgrimiendo una serie de argumentos, a cuál más débil e irrisorio, por no decir espantosamente cínico. Aduce que las piezas salieron de la Acrópolis en un momento en el que no había una especial valoración hacia ellas. Que no se quiere crear un precedente. Que en Grecia no se conservarían en las mejores condiciones. Que Lord Elgin actuó de forma legal como embajador ante el Imperio Otomano. Que Grecia no existía como país. Que el Museo Británico es un “museo universal”.
Vayamos poco a poco. En primer lugar, la destrucción de obras de arte en el mundo, como producto de guerras y actos de vandalismo, es muy vieja, pero lo es asimismo en la propia Europa, y aun en la propia Inglaterra, que durante la irrupción del anglicanismo se dedicó a saquear y a destruir monasterios católicos y obras de arte. Muchos de ellos fueron vendidos a la aristocracia y la pequeña nobleza, y varios edificios fueron desmantelados para destinar sus piedras a otras construcciones. La Unesco, tan ineficaz como la ONU a la hora de enfrentarse a los dueños del orbe, intentó vanamente mediar. En segundo lugar, en 1982 Melina Mercouri, ministra de Cultura de Grecia, reclamó la devolución de los mármoles, y realizó una arenga internacional. “Tú debes entender qué significan los mármoles del Partenón para nosotros. Ellos son nuestro orgullo. Ellos son nuestros sacrificios. Ellos son nuestro noble símbolo de excelencia. Ellos son un tributo a la filosofía democrática. Ellos son nuestras aspiraciones y nuestro nombre. Ellos son la esencia de Grecia”. No tuvo suerte.
En tercer lugar, la historia de este drama es un capítulo de la fatídica historia del imperialismo, que no se contenta con plantar banderas de dominio político y económico, sino que hurga en el corazón mismo de los pueblos, y expolia incluso las obras de arte, es decir, la expresión más profunda y visceral del alma humana. Pero esto no es todo. En cuarto lugar, la propia extracción de los mármoles fue vandálica. Lord Elgin mandó cortar cada friso en piezas más pequeñas para facilitar su extracción, y cuando una de las metopas estalló bajo la presión de las máquinas, hasta el propio comandante turco que supervisaba la operación pegó un grito de espanto. Los que ahora pegamos otro grito somos los asombrados contemporáneos, cuando leemos las últimas afirmaciones de la secretaria de Cultura del Reino Unido, Michele Donelan, quien expresó que “los mármoles del Partenón nos pertenecen” y que no piensan ni devolverlos, ni prestarlos. Agregó que una devolución de esas célebres esculturas abriría "la caja de los truenos". Los que estarán tronando serán todos los dioses del Olimpo, a los que sumarán las deidades de esas vastas regiones del planeta de las que, también, han sido sustraídas invalorables obras de arte con destino al Museo Británico. Paradójico es el animal humano. La finitud de todo lo que nos rodea, expuesta largamente por la filosofía, en particular por esos mismos griegos que asistieron a la construcción del templo de Atenea, parece ser concebida y a la vez negada por nuestra especie. Hasta que otro loco amenace con bombardear a Londres, incluido por supuesto el Museo Británico y sus miles y miles de existencias, no tomaremos conciencia de que ningún país del mundo puede arrogarse el derecho de saquear a otro y pretender que su acción esté respaldada por la verdad y la legalidad. Ya Aristóteles lo dijo. La medida de la verdad está en el ser y en las cosas, incluidos los hechos y las acciones, y no en el pensamiento o en el discurso que formulamos sobre aquellos, pues este último resulta casi siempre fatalmente viciado por la opinión y por los intereses.