Mauricio Rosencof cumplió 90 años y publicó un opus más de su prolífica producción, que abarca básicamente teatro (i.e. El gran tuleque, Las ranas), cuento (i.e. Leyendas del abuelo de la tarde), poesía (i.e. La margarita) y ensayo testimonial (i.e. Memorias del calabozo). Ampliamente reconocido y premiado, pese a su conocida participación en el MLN-Tupamaros; bien sabido es que la mayor parte de la población uruguaya, desde lo social, político y cultural, ‘perdonó’ a los tupamaros por su guerrilla urbana, y los aceptó, no solo por aquella cualidad bíblicamente difundida de perdonar a la oveja descarriada que vuelve a la majada, sino también debido a valores y virtudes propios objetivamente apreciables que facilitaban esa asimilación por reconocimiento de méritos. Por ejemplo, el pintoresquismo expresivo y su informal coloquialidad se lo facilitaron a Pepe Mujica.
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Este último libro, metafóricamente titulado Con la raíz al hombro, gruesamente reitera cualidades que han sido centrales en la definición y codificación de su obra, y que nos proponemos anotar brevemente en esta columna.
Antes que nada, el título expresa la centralidad que en el texto adquiere la defensa de raíces fundamentales de su motivación vital, y asume que carga y se alimenta constantemente de esas raíces; raíces que defiende, además.
Sus méritos literarios
Buena parte de los méritos que lo adornaron para su aceptación masiva, luego de producida la integración democrática de los tupamaros, es decididamente literaria, méritos que hasta precedieron, en el reconocimiento público, a su actividad guerrillera, y que continuaron brillando una vez producida la ‘derrota’ militar y la integración democrática.
Ya inauguralmente, las obras teatrales El gran tuleque (1960) y Las ranas (1961) muestran su empatía con la gente común y su facilidad para expresar dramáticamente el cotidiano, cualidades que sus cuentos y su poesía reiterarán.
Una empática y elocuente brevedad tierna caracteriza buena parte de sus relatos en cuentos y piezas teatrales; los hallazgos expresivos que contagian ternura son muy apreciados por aquello de ‘lo bueno, si breve, dos veces bueno’; reiteramos aquí que esta ternura por la gente común, y su comunicación certeramente condensada, es muy importante para su aceptación fuera de la tiendas políticas más vecinas a su definición ideológica y pragmática, así como la informalidad expresiva, coloquial y pintoresca, ‘anti-pinchinática’, se la granjeó al Pepe Mujica.
Es irresistible el paralelo con la literatura de Paco Espínola (i.e. Qué lástima), otro tierno empático con la gente común y con los desventurados en particular.
Esa tierna empatía por los desfavorecidos refleja y nutre la vocación social de servicio, que puede volverse violenta si se evalúa que hay culpables en reiteración real por esas desventuras tan abundantes y de infelicidad tan variada y tenaz.
En el caso particular de Rosencof, esa tierna empatía está extraordinariamente expresada de modo breve, por lo cual esa disfrutable empatía tierna se ve valorizada por una creativa y sintética expresividad de la misma; la sutileza perceptiva de situaciones y personajes se ve potenciada, para su apreciación por las audiencias receptoras, por la también sutil y creativa expresividad de esos hallazgos perceptivos.
Quien valora a Rosencof, valora tanto la sutil percepción de rasgos, debilidades y cualidades humanas, como la creativa y fulgurante expresión comunicativa de esos sentires. Porque no es la suya la percepción racional pura de un cientista social analítico, sino una empatía emocional con sus sujetos y personajes; por eso, más que nada, Rosencof es un literato, alguien que ficciona, pero desde una tan desgarrada como expresivamente triunfante comunicación hija de una creatividad empática, que también parió decisivamente al luchador social contemporáneo del literato.
Historiador testimonial
Este su último libro, como tantos otros, tiene condimentos históricos e historiográficos precisos. Documentos estadounidenses desclasificados, de otros países (Argentina, Brasil), rememoración de eventos desconocidos (o poco) del pasado, van siendo usados sustantiva y retóricamente a lo largo de este último libro y de tantos anteriores.
Epistémicamente, la presencialidad le suma ciertos valores a un testimonio y a una opinión; pero no constituyen siempre y solamente condición de realidad ni de verdad. Científicamente, las ‘historias de vida’ son un método de recolección de datos cualitativos que se usa frecuentemente, pero que es criticado porque, si los testimonios subjetivos no son contrastados por datos objetivos respecto de lo que testimonia el que historia vidas, nos podemos encontrar más con una novela histórica, que ‘inventa’, desde datos dudosos y desde interpretaciones poco sustentadas, una historia; o que instituye una interpretación privilegiada desde esa testimonialidad presencial. El testimonio de don Zoilo como último sobreviviente de algo puede darnos insumos tan útiles como ficticios o alimentados por deseos no siempre limpios de jerarquizar personas y hechos de un modo intencional (por ejemplo, aprovecha para ‘quemar’ en su historia a alguien que odiaba en la vida real).
Solo una autobiografía puede mentir selectivamente más que una biografía (en que el biógrafo se enamora de su biografiado o intenta maximizar el valor de la biografía) o una historia de vida; lamento desanimar a los arduos lectores de biografías y de autobiografías como aspirantes a realidad y verdad; la intimidad y el detalle pueden ser atractivas ramas que ignoren bosques más importantes. Los tres géneros sin duda iluminan historias con datos y detalles íntimos, confidenciales y privados, aunque pueden aprovecharse de esa subjetividad íntima para sesgar historias y para forjar interpretaciones disidentes.
Gustave Le Bon apreciaba tan poco los testimonios como evidencia judicial que llegó a proponer la eliminación de la prueba testimonial judicial, arguyendo que a más testigos no se sigue mayor valor probatorio, sino muchas veces una alucinación colectiva mejor forjada, con la apariencia de valor que la pluralidad coincidente parece aportar, y que Le Bon fundamentó como más aparente que sólida, fuente de alucinaciones colectivas cada vez más fundantes de las creencias colectivas, tal como lo ha mostrado todo el desarrollo de la pandemia. Para dar mejor cuenta de ello, Baudrillard acuñó el concepto de ‘hiperrealidad’, más construida y mediada que la más ‘natural’, y más creída como real que la mera realidad menos construida.
Tampoco la mera presencialidad le da valor drástico a un testimonio. Usted puede haber visto muchos años de fútbol, pero si no sabe de fútbol, a mí no me va a interesar su testimonio presencial, por más extenso y nutrido que sea, porque su presencialidad reiterada no analiza con el herramental teórico necesario como para darle valor analítico a su observación serial. Usted quizá pueda aportar jugosos detalles vivenciales, divertidos, entretenidos, exclusivos, pero no sólidas interpretaciones ni evaluaciones analíticas si no es perceptivo y/o teóricamente formado.
Todo esto es para matizar la presencialidad como calificativo positivo excluyente para un testimonio; la ‘información’ precisa de ‘formación’ para aprovecharse; no siempre la información relativamente exclusiva vale más que la más compartida, ya que un grado de información menor puede rendir más que uno menor si es leído por una formación que comprende, explica e interpreta de modo más rico una menor información disponible. El mero ‘yo estaba ahí entonces’ no asegura verdad ni realidad mejores, que dependen no solo de la agudeza sensorial, sino también de la agudeza cognitiva que la entiende, como sabemos desde Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y Kant al menos.
No estamos descartando a priori la testimonialidad presencial, que tiene sus virtudes; solo estamos matizando su valor, que está condicionado por agudezas perceptivas y cognitivas que pueden calificarla, y que pueden hacer que una menor presencialidad testimonial pueda rendir más que una mayor, posible alucinación poco formada, hiperreal, o que una información poco formada. Corto y duro, la testimonialidad presencial precisa fundamentar la adecuación de su información senso-preceptiva, la formación cognitiva con que se analiza, y la imparcialidad o parcialidad del punto de vista evaluativo e interpretativo, para adquirir una respetable altura epistémica. No se me haga decir que la testimonialidad presencial tan valorizada por Rosencof no vale; pero sí que digo que lo fundamental de su valor no radica en su mera presencialidad, sino en otras condicionantes epistémicas que realzan esa presencialidad; simplemente aprovecho esta columna sobre Rosencof para añadir algo como columnista científico social al respecto. Porque la mera presencialidad testimonial no es garantía suficiente si no tiene corroboración objetiva y/o formas a priori del entendimiento sumadas (Kant).
Relectura y reinterpretación histórica
En toda su producción, Rosencof relee y reinterpreta una historia que ha sido moldeada previamente, y cuyo contenido ha sido continuamente re-moldeado. Que no se crea que la reinterpretación que intenta Rosencof es más herética que aquellas que él ha recibido; que nadie se escandalice de que un actor presencial testimonial de su calibre intente releer y reinterpretar las versiones históricas recibidas; ¿por qué las abundantes relecturas de Julio Sanguinetti no escandalizan, o las de los militares?
Aunque les pueda chocar a muchos, las relecturas interpretativas son de recibo si están respaldadas en elementos fácticos mostrativos y en conceptos interpretativos; las de Rosencof tienen asidero, y admisibilidad propositiva, aunque choquen a quienes han adoptado, y fijado emocionalmente de modo cuasi-dogmático, otras relecturas y reinterpretaciones.
La historia es una materia prima moldeable en función de la continua interacción dinámica entre hallazgos fácticos y reinterpretaciones de la masa fáctica acumulada; la historia nunca está escrita definitivamente porque las novedades fácticas y las reinterpretaciones cognitivas la alteran constantemente y la amenazan perennemente; quien haya adoptado algunas con especial obsesividad debe estar advertido de su radical modificabilidad y posible precariedad relativa, que es científicamente más relevante que el contenido de todas sus coagulaciones coyunturales sucesivas.
De todos modos, entre el texto del libro y algunos debates sobre él, con o sin intervención de Rosencof en ellos, quedó claro que, más que historias testimoniales sustentadas en bibliografía más o menos novedosa, el total del libro pretendía ser una reinterpretación histórico-ideológica de algunos hechos y de algunas interpretaciones con las que Rosencof no concordaba. Aunque el debate de todos estos puntos excedería el espacio de esta columna, déjenme anotar brevemente algunos ítems importantes que expresa Rosencof: a, que los tupamaros no fueron un epítome de la violencia en Uruguay, que está lejos de haber sido un angelical paraíso pacífico arteramente roto por la iniciativa tupamara. El pasado uruguayo siempre fue de belicismo civil desatado; y la violencia estatal, de entre ellas, comenzó a apretar antes de que la guerrilla urbana comenzara; b, que había justificativas para tales acciones, enraizadas en situaciones de injusticia y violencia simbólica y material, con especial énfasis en la situación de los cañeros norteños y la situación de las propiedades y explotaciones agropecuaria de esa zona; c, que se enfrentaba no solo a la burguesía nacional, sino a preparativos de golpe en caso de que la izquierda se hiciera legítimamente con el poder, electoralmente, por parte de Brasil y de Estados Unidos.
Es claro que muchos actores sociopolíticos discordarán sobre el lugar de los tupamaros en la historia de la violencia urbana uruguaya; muchos otros afirmarán que las situaciones de injusticia dura no precisaban ser enfrentadas con lucha armada, y recurrirán a los dichos del Che Guevara cuando vino en apoyo de esto; que la intervención extranjera golpista no podía ser frenada con una guerrilla interna, dados los medios bélicos y comunicacionales de los que dispondrían los invasores.
Rosencof aporta material y argumentos nuevos y valiosos en pro de sus reinterpretaciones, que no son ni han sido solo suyas, y el intento no debe escandalizar o, al menos, no escandalizar más de lo que han escandalizado múltiples tentativas anteriores que no levantaron tanta polvareda aunque fueran tan radicales como relectura como las de Rosencof.