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Convergencia

Por Eduardo Platero.

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No me quiero referir a la Convergencia Democrática, creada en el exterior por los exiliados durante la dictadura y de la cual nadie se acuerda. Alguien, algún día, analizará su circunstancia, los motivos que llevaron a su creación, la información con que contaban quienes la crearon, sus acciones y, sobre todo, las intenciones futuras de cada uno de sus integrantes. Ese alguien no seré yo, que me vine a enterar de su existencia recién cuando salí del Penal de Libertad. Para entonces era un cadáver anatemizado por el general Seregni e ignorado por Ferreira Aldunate, que volvía para ser el conductor del Partido Nacional. “Blanco como güeso de bagual”, preso al desembarcar y tronando en contra del Pacto del Club Naval. Me quiero referir a un proceso, al parecer inevitable, que se está dando en los regímenes políticos cuando las democracias están asentadas. Pese a los escandaletes y ataques de la oposición, ésta contempla con satisfacción disimulada la evolución del Frente y, como dijo Lacalle Pou, “conservará lo que está bien y corregirá lo que está mal”. ¡Nada de cambios alarmantes! Mientras los partidos sintieron el temor a un retroceso, se mantuvieron unidos, sin marcar programas diferentes; lo importante son las instituciones, no los programas. Pero en cuanto el proceso democrático comienza a afianzarse y se diluyen los peligros que amenazan a las instituciones, comienza un raro proceso de «autoidentificación-convergencia». En sus inicios, las agrupaciones políticas se alinean claramente: los progresistas a partir de la margen izquierda y los conservadores a partir de la derecha. Con duras y contundentes aristas ideológicas, unos quieren cambiarlo todo y los otros tratan, dulcemente, de convencernos de que lo mejor es seguir como estamos. Para ello hablan de cambios en paz y de “grandes acuerdos nacionales” que garantizarían la estabilidad de gobiernos en los que todos tendrían su porcioncita de poder a cambio de sostener y consolidar el estado de cosas. No se puede condenarlos rotulándolos de extremistas, ya que ambos polos tratan de no caer en la tentación de los extremos, pero parten de puntos diametralmente enfrentados. Nadie dice “soy el partido del inmovilismo”, así como nadie clama por “romper todo”, pero cada cual en su rincón. Evitan los extremismos porque ninguno llega por sí solo. Necesitan atraer, ganar, seducir, convencer a un centro medroso que vacila entre el mantenimiento de las cosas que caminan más o menos y la aventura de introducir cambios que podrían ser peligrosos. Son los “ni ni” de la política: ni fríos ni calientes, ni zurdos ni conservadores. Ni militantes, ni ajenos a lo que suceda. Absolutamente manejables por los medios masivos de (desin)formación. Partidarios de que únicamente suceda aquello que les viene bien, y temerosos de que algo los perjudique. Desde el punto de vista del militante convencido, del que está definido y se la juega por alguno de los dos rumbos, son seres despreciables. Pero en la aritmética electoral son los necesarios para ganar y, por tanto, ese centro se convierte, paradójicamente, en el centro de las mayores preocupaciones de todos. Hay que contemplarlo, mimarlo y atraerlo para ganar. Y auscultar permanentemente su estado de ánimo para no perder. Son las viejas “mayorías silenciosas” en las que se apoyaba Pacheco Areco, quien con su política autoritaria obligó a la enorme coagulación de izquierda que fue el Frente Amplio, que tal vez con su juventud enardecida, sus cánticos, banderas y pintura terminó por asustar a los medrosos y convencerlos de que más valía el garrote de la derecha que la aventura de la izquierda. Algunos atribuyeron a ese fervor militante la caída en la votación prevista en el 71. Puede ser, es una cosa a considerar, pero de lo que estoy seguro es de que sin las tacuaras, las banderolas, la fraternidad de los comités de base y la esperanza que proclamábamos, no hubiésemos resistido durante la dictadura. Sin esperanza no hay ni fervor ni fraternidad, y sin ellos no hay resistencia. En los casi tres cuartos de siglo transcurridos, ese centro, amorfo, egoísta y decisivo ha estado en disputa. Era “orden o desorden” contra “rosca o pueblo”: el mediocre estado de cosas en lenta y progresiva decadencia, pero conducido por un puño fuerte, o las ansias de cambio, atenuadas por el temor a éste. Me imagino las angustias de ese blando y medroso centro. Algo que únicamente había sucedido en dos oportunidades en nuestra historia. Una, cuando al filo del siglo XIX que comenzaba, los orientales (que todavía no eran uruguayos) se vieron enfrentados, en una generación, a la dominación inglesa y protestante que les resultaba odiosa pero ofrecía buenas oportunidades comerciales, y luego a los vergonzosos cambios de rey que terminaron con José Napoleón y el explosivo estallido del Movimiento Juntista, que contagió a América para evolucionar rápidamente en procesos independentistas. En menos de diez años, Montevideo fue sitiada y tomada tres veces: ingleses, porteños y orientales se sucedieron al mando. Un 26 de marzo de 1815 entró Otorgués a Montevideo, al frente de las desharrapadas tropas orientales; un vergonzoso febrero del 17, los “principales” recibieron bajo palio a las disciplinadas tropas de Lecor. Y el baile recomenzaría en el 25. Los había jugados y dispuestos a darlo todo, pero había un centro indeciso, tironeado por viejas fidelidades, ventajas comerciales y el tumulto revolucionario. El “orden”, oponiéndose al desorden revolucionario. Uno siente una cierta irritada compasión por las angustias de ese centro vacilante, egoísta e imprescindible, que, al final, terminó imponiéndonos el prudente e imposible cumplimiento de la Constitución de 1830 y ganando para sus autores la inmortalidad de las calles de Pocitos– y un himno cuya letra escribiera un también prudente y amable versificador para expresar sentimientos que jamás tuvo. Supongo que otra instancia de angustia para el centro fue el período de Don Pepe Batlle, empujando los cambios y la modernización de un país que entraba de lleno en el siglo XX, y levantando resistencias en los sectores conservadores del Partido Colorado y simpatías entre los progresistas blancos. Bueno, desde los días de Pacheco hasta los del fin de la dictadura, el centro vaciló para, finalmente, alinearse con el restablecimiento del orden constitucional. Reculando con el voto verde, y atreviéndose cuando el plebiscito de las empresas públicas. El problema, ahora, comenzó cuando, atenuando las aristas más cortantes del programa inicial, logramos convencer al centro de que no éramos peligrosos y ganamos el gobierno. Desde entonces, el temor de espantar al centro y así perder el gobierno nos está empujando hacia la derecha. Una cosa es convencer al centro de que le convenimos y otra, convencernos nosotros de que alinearnos con el centro nos conviene. Sutil diferencia que me parece que no estamos teniendo en cuenta. Que hemos hecho cambios y hemos modernizado un país que tenía setenta u ochenta años de atraso nadie lo puede negar. Es más: la derecha comprendió y está dispuesta a aceptar los cambios. Aunque con algunos pequeños matices. Rebajar el gasto social en aras del equilibrio presupuestal y el grado inversor o imponer pautas salariales restrictivas para favorecer la competitividad de las empresas, por ejemplo. “Achicar el Estado” también, pero no a la bruta, vendiéndolo, sino suavemente dejando entrar a los privados para que participen. Algo, por otra parte, que nosotros mismos estamos haciendo. Y no obligados por las circunstancias y rechinando los dientes, sino convencidos de que esa es la forma. Con el andar de no mucho tiempo entraremos en la etapa de los grandes acuerdos nacionales sobre bases que satisfagan a la derecha, y ésta, a su vez, se modernizará para entrar de rondón en el grande y suculento pantano de los gobiernos que no cambian nada. Que todo lo dejan librado a “los mercados”, ese dios omnipotente, siempre presente, pero nunca localizable, y tan implacable que impone a los países una política uniformemente despiadada. Yo, por lo menos, no me atemorizo con las constantes greñas y llamados a sala a distintos ministros. Lo que sí me preocupa es el tozudo empeño en jugar en la cancha de ellos. En dejar a los frenteamplistas de a pie de lado. Es que para convocar hay que proponer, y me da la impresión de que se nos agotó la inspiración.

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