De cómo la cultura y el arte son capaces de salvar al mundo. Así pudo haber comenzado este artículo, si no fuera porque para escribirlo no me alcanzarían toda la tinta y el papel del mundo. Sería, además, una tautología. Ni siquiera sé qué es el arte, pero sospecho que es valioso, y salva al mundo porque es arte. Tampoco sé muy bien en qué consiste salvar al mundo, más allá de lo que he visto en las películas de superhéroes y de algunas teorías filosóficas que he leído. Pero, como dije, sospecho que es cierto. El arte y la cultura son capaces de rescatarnos de cuanta cosa mala ocurra en esta vida, pero para eso es necesario que todos nosotros, en tanto integrantes de los colectivos sociales, seamos capaces de integrar a la cultura en la sociedad con el mismo peso o importancia que otorgamos a la ética y a la ley. A la ética y a la moral les prestamos mucha atención, aunque lo hagamos de modo más bien caótico. Basta echar una mirada a las redes sociales. Hay gente que reclama a gritos la pena de muerte para los asesinos de niños; hay otros que reclaman más arte y más cultura a efectos de obtener profundas transformaciones de base en la sociedad. Creo que hay que prestar atención a esas miles de voces -casi todas de reclamo, de acusación, de denuncia o de franca y gratuita agresión- para hallar la fórmula que nos permita, un día, asociar sus demandas a una sistemática política de cambio, orientada a la construcción de una sociedad capaz de integrar arte, ley y ética con cierto grado de conciencia y de coherencia. Esto se ha intentado hacer, con variados resultados, en muchos lugares. Un ejemplo es el caso de Antanas Mockus, filósofo y matemático, quien llegó a ser alcalde de Bogotá en dos períodos (1995-1997 y 2001-2003) y saltó a la fama en 1993 al bajarse los pantalones y mostrar su trasero frente a 500 estudiantes universitarios que gritaban y no le permitían hablar. En su primer período de gobierno, la ciudad era un verdadero campo minado en cuanto a sus niveles de violencia, de corrupción, de caos social y de brutal desigualdad. Y en ese contexto, este profesor de filosofía asume una misión casi suicida: la de intentar poner orden en un lugar del mundo como Bogotá. No es que haya hecho milagros ni nada parecido. Recibió, por otra parte, sus buenas críticas; se dijo que empezó bien, pero terminó mal, porque sus ambiciones políticas se les subieron a la cabeza. Pero también tuvo aciertos muy dignos de mención. Logró reducir la tasa de homicidios de 72 a 51 por 100.000 habitantes y la de muertes en accidentes de tránsito de 25 a 20. ¿Cómo lo hizo? Mediante el desarme legal y voluntario, por un lado, y el control estricto del horario de venta de alcohol, por el otro. Pero más que nada lo logró apostando a la transformación de la conciencia cultural de la gente. Para Mockus existía un divorcio entre ley, moral y cultura, que entendía como los tres grandes reguladores del comportamiento social. Su idea era la siguiente: “La modificación consciente, socialmente visible y aceptada, de hábitos y creencias colectivas puede volverse un componente crucial de la gestión pública y de la agenda común de gobierno y sociedad civil”. Hizo cosas que, si no pudieran ser encasilladas en un despliegue de imaginación, se reputarían como pura locura. Por ejemplo, destituyó a 20 policías de tránsito acusados de corrupción y los reemplazó con payasos que hacían mímica: no multaban a nadie, pero se burlaban de la gente que cruzaba la calle sin esperar la luz verde y aprovechaban el tiempo de la luz roja para realizar pequeños espectáculos públicos en los que, de paso, se educaba a la gente. El resultado concreto fue un descenso importante en las muertes por accidentes de tránsito. Mockus puso a la cultura en acción de una manera especial: no solamente como lo que es en sí misma, sino como medio o instrumento educativo para la consecución de otros fines. Sin coacción alguna apostó a la transformación de las mentalidades colectivas, por la vía de la reflexión. Es difícil que alguien se ponga a meditar en sus propias acciones si recibe una multa de un hosco uniformado, pero si un payaso se burla de sus imprudencias o negligencias como conductor o como peatón, puede producirse un clic, un espacio de interrogantes y de nuevos enfoques sobre la conducta propia. Y esto lo logra la cultura, aunque por vías indirectas en lo que a su objeto específico refiere. La clave o la diferencia entre el payaso y el policía de tránsito es bastante simple: radica en el placer o en el displacer que nos producen uno u otro. Sin placer no hay cambio cultural duradero; sin placer no se vencen las hondas resistencias al cambio; sin placer no se induce a nadie a la participación, al compromiso, al reconocimiento de que una sociedad es el resultado de un paciente trabajo colectivo. Como dijo el propio Mockus: “Cuando me siento estancado, me pregunto: ¿qué haría un artista en este caso?”. Si la respuesta no le satisfacía, o no daba con ella, entonces se proponía pensar el problema de otra manera: “Si no puedes cambiar el paradigma, cambia tu perspectiva”. Esto, precisamente, es lo que permite el arte. Y por eso lo de arriba: yo no sé lo que es, pero estoy segura de que puede salvarnos, siempre que se nos ocurra lo que hasta ahora, evidentemente, no se nos ha ocurrido.
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