Por añadidura, los homicidios cometidos responden, en su inmensa mayoría, a dos modalidades: los delitos vinculados al narcotráfico, a los mal llamados “ajustes de cuentas”, y a los homicidios cuyas víctimas son mujeres, es decir, los femicidios. A ellos se han agregado, en las últimas semanas, los abusos contra menores de edad, que en algunos casos han culminado con el asesinato de niños y niñas. La violencia de proximidad El hecho fue públicamente reconocido por el ministro Bonomi, que en cambio destacó registros que operan en dirección contraria, como, por ejemplo, la disminución de los hurtos, que venían creciendo sostenidamente, y el porcentaje de esclarecimiento de los delitos (60%), que ubican a Uruguay muy por encima de los países de la región. El fenómeno es demasiado reciente para sacar conclusiones aventuradas, pero parecería que la violencia de la sociedad se estuviera desplazando (en sus rasgos sobresalientes) desde los delitos contra la propiedad a los delitos contra la vida. Se trata, además, de delitos “de proximidad”. En la mayoría de los casos, la víctima conocía al victimario o mantenía un vínculo relacional con él. Tanto la complejidad del tema como su emergencia súbita han generado diversas reacciones en la sociedad. Algunas directamente oportunistas, como las vinculadas a los pedidos de instalación de la pena de muerte o a la implementación de la castración química de los violadores. Otras, con mayor grado de racionalidad, denuncian -con mayor o menor radicalismo- la estructura patriarcal como remanente cultural que está en la base de los delitos contra la vida (particularmente en los casos de mujeres). Hay que agregar a esto que este tipo de crímenes desbordan la capacidad preventiva del Ministerio del Interior. Más allá de que la tecnología pueda ser un auxiliar importante en esa materia (como la colocación de tobilleras de detección), la Policía poco puede hacer para disminuir la ejecución de este tipo de delitos. Es evidente que existe un debe, no sólo estatal, sino social, en la recurrencia de esa violencia de proximidad. La violencia implosiva Otro de los rasgos que la definen es que se trata de una violencia “implosiva”, de cuya presencia ya deberíamos haber sacado conclusiones. Por ejemplo, en materia de suicidios, Uruguay tiene el más alto rango porcentual de América Latina. Y las cifras vienen creciendo, al punto de superar, en 2016, el récord establecido en 2002, cuando la crisis (que así se llama al formidable atraco que sufrió la sociedad uruguaya) disparó todas las gráficas de deterioro social: la infantilización de la pobreza, la marginación, el desempleo y la desesperanza, que llevan a la autoeliminación. En 2016 se registraron 709 casos de suicidio. Un incremento de 66 respecto a 2015 y de 19 en relación a 2002. Como frutilla en el postre, hay que mencionar otro récord que poseemos como sociedad, que tiene que ver con las casi 12.000 personas que conforman la población carcelaria, en su mayoría, jóvenes y pobres. Si ese nivel de prisionización va de la mano de una mayor eficacia punitiva, tiene su contracara en la persistencia de las fábricas de delito que siguen produciendo los bolsones de exclusión social que se generaron en la década del 90. La herencia maldita y la anomia Recientemente, quien fuera durante años el número dos del Ministerio del Interior, el actual senador Charles Carrera, doctor en Derecho y Ciencias Sociales, se refirió a la herencia “maldita, maldita, maldita” que debemos soportar como resultado de las políticas neoliberales de los 90. La utilización del término, luego de 12 años de gobiernos de otro signo, generó reacciones de rechazo, particularmente de parte de aquellos que tuvieron un rol activo en el despliegue de esas políticas, que alimentaron la exclusión y condujeron a la sociedad al colapso. Son los mismos que hoy exigen medidas punitivas extremas, como la pena de muerte o la castración, pretendiendo borrar con el codo la memoria histórica sobre lo que hicieron apenas ayer. La apelación a esa herencia por parte de Carrera no deja de ser acertada. Según reza el refrán, “de aquellos polvos vienen estos lodos”; particularmente si los consideramos desde el punto de vista cultural, donde nos encontramos con fenómenos de “onda larga”, cuyos efectos se hacen sentir a largo plazo, afectando a generaciones que no fueron protagonistas de esos cambios y que incluso no habían nacido cuando se consumaron, pero que sienten sus efectos y suelen ser las víctimas predilectas de los mismos. Esto nos remite al concepto de “anomia”, acuñado por el sociólogo francés Émile Durkheim en sus obras La división del trabajo en la sociedad (1893) y El suicidio (1897). Para Durkheim, la anomia es “un estado sin normas, que hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo su cordial integración” o, más simplemente, se trata de “la falta de soporte de la norma”. Y salvo que la emergencia de la violencia que estamos percibiendo sea un fenómeno coyuntural -cosa que dudo-, el concepto de anomia le cabe como anillo al dedo a la situación que estamos viviendo. No obstante, pese a ser acertada, la invocación a la herencia triplemente maldita por parte de Carrera tiene sus limitaciones, ya que no da cuenta acabada de un fenómeno que, por otra parte, convoca a la autocrítica. Los límites del progresismo Los gobiernos progresistas que irrumpieron con el comienzo del milenio (no sólo en Uruguay, sino en buena parte del subcontinente) se impusieron la tarea de revertir la situación catastrófica que heredaron. El énfasis fue puesto en la mejoría de las situaciones de postración que en Uruguay, por ejemplo, se expresaban en la existencia de un millón de pobres, en índices de desocupación que rondaban el 20%, en el colapso del aparato productivo, en el desbalance entre la deuda y el PIB, en la crisis del sistema previsional (cheque diferido que hoy se está manifestando en el problema de los “cincuentones”) o en temas más perentorios, como la subalimentación de amplios sectores de la población o la ya mencionada infantilización de la pobreza. Sin embargo, otras variables no se modificaron sustantivamente y son ellas las que hoy nos están pasando factura. Los avances en materia de educación estuvieron lejos de ser los proyectados y prometidos, más allá de que la inversión en el sector creció y se diseñaron programas educativos con otro alcance y profundidad, y con el paso de andadura del tiempo, se percibió la carencia de reformas estructurales que se adaptaran a esa “anomia” que tomamos como punto de referencia. Las ideas de promoción social por medio del trabajo y el estudio dejaron de ser percibidas como realidades por los hijos de la exclusión, y a su amparo se crearon códigos propios de “subculturas” que buscaban atajos para lograr lo que se les prometía, pero que estaban lejos de alcanzar. El progresismo atacó los efectos de las políticas destructivas precedentes, pero no fue capaz de revertir la rotura del tejido social que se traducía en la consolidación de esas subculturas (más allá de que el término pueda no ser pertinente). Dicho en otras palabras, se atacaron los problemas de la distribución, el trabajo y el ingreso, es decir, temas del orden de la infraestructura de la sociedad, pero no se lograron progresos importantes en aquello que denominamos como superestructura, a saber, los temas referidos a la educación y a la cultura, que llevaron a aquello que Durkheim definiera como “un Estado sin normas, que hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo su cordial integración”. Urgencia de la emergencia ¿Qué medidas se pueden tomar para abordar esta emergencia? En el orden de las relaciones institucionales, dejar de considerar la violencia como un problema que atañe pura y exclusivamente al Ministerio del Interior. No se puede obviar que existen programas vinculantes entre esa cartera y otros ministerios, como el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) o el Ministerio de Educación y Cultura (MEC), pero son de alcance limitado y no involucran al conjunto de las dependencias estatales ni involucran mayormente a la sociedad civil. Luego, respetar la cultura que se han forjado los excluidos para resistir. No se trata simplemente de construcciones delictivas (la pobreza no implica necesariamente delincuencia), sino herramientas para la supervivencia. Seguramente sea perentorio recurrir a una nueva agenda de derechos sociales que atiendan estos aspectos. De no ser así, los componentes de violencia que alberga nuestra sociedad, lamentablemente recrudecerán, porque en definitiva son producto de una nueva realidad, ante las que muchas recetas del pasado han dejado de ser efectivas. Han irrumpido para quedarse las nuevas tecnologías; del subconsumo obligado de los años de crisis se ha pasado a una cultura del consumo que crea y multiplica los espejismos y en términos relativos se ha fortalecido una clase media que suele mirar por sobre el hombro a sus hermanos menos favorecidos, lo que agrava y ahonda la brecha social que nos legó la herencia maldita. Tal vez estemos a tiempo para revertir este proceso, pero todo está asentado en la incertidumbre, sobre todo por el rumbo que están tomando los acontecimientos en el mundo y en la región.
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