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Diálogo de dos orillas: Dios mío, ¿qué hago aquí?

La arbitraria salida del aire de Víctor Hugo Morales tuvo como correlato un homenaje público en plena Plaza de Mayo. Aquí los hechos que lo llevaron hasta ese estrado improvisado sobre un camión para hablar ante miles de personas.

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Caras y Caretas Diario

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Por Víctor Hugo Morales y Mateo Grille

Víctor Hugo Morales. No hay algo fuera de contexto en este golpe blando de principios de año. La democracia, en manos de la derecha, no puede ser mejor que lo que es en estos disparates del verano. Ni siquiera intenta disimular, como lo hicieron quienes me echaron de la radio. Me dieron el dulce de una cobertura técnicamente fenomenal desde Nueva York durante quince días, y el lunes 11 de enero me esperaron con una emboscada de escribanos, gerentes y patovicas en el hall de entrada de la radio. La casualidad quiso que estuviese adentro desde una hora antes, porque había concertado una entrevista con Telesur para evaluar el primer mes de Macri y Magnetto en el gobierno.

Cuando constataron que había ingresado más temprano que otras veces, subieron para convencerme de bajar dos pisos a charlar de un asunto que me querían comentar. Ya había entendido la acción que estaban desplegando, y les dije que mejor los veía a las 13 horas, cuando terminaba el programa. Si hubiese accedido pude comprobarlo después–, rearmaban el piquete en las escaleras.

Los accesos a cada piso, viniendo por las escaleras, habían sido cerrados con llave por primera vez en los 30 años de mi permanencia en la emisora. Pero el plan no funcionó. Me mantuve en la sala de producción hasta que, como no había pisado las ramas para caer en el foso, debieron salir al claro del bosque. Esto es un asalto, dijeron, y un escribano empezó a leer el acta. La escena fue captada por un productor y amigo en su celular, lo que le significó el despido al día siguiente. En un par de días, un millón y medio de visitantes en YouTube apreciaron las imágenes que reflejaban mi improvisado y vehemente andar hacia el estudio, el ingreso al programa que me antecedía, la disculpa a su conductor, el inicio de la frase «me están echando de la radio», la orden para que me interrumpieran con una tanda, la discusión con los gerentes, el acuerdo para hablar unos minutos cuando vieron que estaba dispuesto a quedarme allí el tiempo que hiciese falta y, por último, el pequeño y triste discurso del final.

Mateo Grille. El “operativo limpieza” en los medios es muy fuerte. En tu caso no estaba anunciando, como sí lo estaba el destino de los programas y periodistas que opinaban en contra de las políticas de la derecha, sin que se alzaran voces de escándalo en los medios del establishment ni en organizaciones mediáticas continentales. Esa constatación, una vez más, por si hacía falta, es lo que más molesta. Pienso en 678, pienso en Radio Nacional, pienso en todas las voces que hoy no pueden escucharse. Porque, la verdad, hoy el que quiere escuchar voces opuestas al gobierno tiene menos opciones que un mes atrás. Yo diría que ya casi no tiene opciones.

Estoy pensando, además, en esos periodistas que habían tenido la posibilidad de alzar su voz cuestionando ese poder real al que muchos le vieron el rostro por primera vez. Creo que tras la consigna de la libertad de expresión y el respeto al disenso democrático que enarbolaron los voceros de la derecha desde siempre, lo único que defienden es ese cuerpo de ideas las del neoliberalismo que son las del saqueo de las riquezas por parte de los grupos de poder.

Los medios de prensa hegemónicos, los que marcan la agenda mundial, hay que convencerse de una buena vez, son aparatos de propaganda del poder. Lo son a nivel cultural, lo son a nivel económico y, por ambas razones, lo son a nivel ideológico. No son otra cosa.

¿Cuáles fueron las razones esgrimidas por la empresa para despedirte cuando aún tenías un año de contrato? ¿Esgrimieron una baja en la audiencia? ¿Dijeron que era por rentabilidad empresarial? ¿Por desavenencias profesionales? ¿Qué te dijeron?

VHM. Algunas semanas antes del despido, la emisora ya me había ofrecido una millonada de pesos para que dejase mis programas.

El embargo de Magnetto sobre mi sueldo, a raíz de un fallo en el que es acusador y juez en el debilitado Poder Judicial, me había afectado demasiado. De allí vinieron las conversaciones que llegaban a ese lugar tan absurdo, en el que la mejor oferta de mi vida me la hacían para que me fuera. No podían ayudarme como había pretendido. Sólo había recursos para ese retiro, como en una obra de teatro cuando el protagonista mira hacia los costados, sale por la puerta del fondo y las luces se apagan, dejando en el escenario una melancólica penumbra. Y baja el telón.

Pero Macri había ganado las elecciones, y sentí que me traicionaba si aceptaba, que la gente que me seguía en los programas se sentiría defraudada. Tenía derecho a hacerme de ese botín final, porque un año más tarde, al cumplirse el contrato, me iba sin nada, pero ahora me iría por la vía estrecha del interés material. Pasás dejando jirones de desencanto, esquivás tu propia mirada en el espejo. Reforcé mi certidumbre con el apoyo familiar, y entonces les escribí, esa misma noche de la oferta, pero para rechazarla.

A los pocos minutos me llegó otro mail; me pedían una nueva reunión. Sin embargo, ya sentía el alivio de las decisiones definitivas, y el domingo conté la pálida historia en 678, como para dejar cerrados los caminos, y al día siguiente, cuando nos vimos nuevamente, sólo mencionaron la molestia de haberse enterado a través del programa de televisión. No supe ver en la queja el cuchillo que brillaba por debajo de la mesa.

Fue en esas reuniones que sentí el peso político de lo que me estaba sucediendo. El Estado siempre paga tarde, y el gobierno anterior dejó una deuda de varios meses que debían pagar las nuevas autoridades.

Y como si esa presión no fuera suficiente, en los siguientes cuatro años la pauta publicitaria de los tres gobiernos más fuertes estaba en manos de Macri. Un poder sin escrúpulos para enviar jueces a la Corte Suprema con más liviandad que las designaciones de los árbitros del fútbol, sin ambages para burlarse del Congreso violando con un decreto la Ley de Medios, no repara en ninguna clase de atropellos.

Antes de las elecciones, uno de sus hombres más poderosos había enviado a un directivo de C5N un mensaje telefónico que funcionaba como una pesada amenaza a los intereses del canal en torno de la pauta. Era la reacción por lo que el periodista Roberto Navarro decía, en esos mismos instantes, que buscaban censurarlo. En la pantalla se vio la captura de las palabras del teléfono, una forma de disciplinamiento destinada a cada uno de los medios, pero que repercutía especialmente en las menesterosas emisoras de radio.

En una tarde de mucho café y sinceridades, de esas que suelen evitarse, presumí que 2016 sería un año de enorme repercusión. Apostaba, les dije, a que al final de este año ellos me pedirían la continuidad. Uno de los gerentes ofreció una sonrisa como en esas ocasiones en que uno está de acuerdo, pero el problema es otro. No es el número de oyentes: “Es la economía, estúpido”, manifestó, aunque con otras palabras.

Las pautas siempre actúan como una presión sobre la libertad de los medios, pero nunca había ocurrido en Argentina que todo estuviera en manos de un solo partido. La radio en la que yo trabajaba contaba con programas afines al poder central de Magnetto y compañía, y con uno que lo combatía desde siempre. Había, no obstante, otros tres poderes políticos más gastadores que el gobierno nacional: la ciudad y la provincia de Buenos Aires, y hasta el partido de Tigre en manos de un candidato muy fuerte, como Massa gastaban a manos llenas, y eso equilibraba presupuestos.

Hasta ahora, nunca fue posible legislar al respecto. Nadie lo hizo, porque todos los que estuvieron en el mando sintieron que no podían renunciar a ese rebenque. No hay quien pueda lanzar la primera piedra, pero la distancia entre el pasado y el presente macrista es aplastante.

MG. Las pautas publicitarias son, efectivamente, una presión siempre, tanto sea publicidad pública como privada. Y los medios dependen de la pauta publicitaria. No es que no haya libertad de prensa: lo que hay es libertad de empresa, y son dos cosas distintas.

El manejo de la pauta oficial es un tema de esos que nunca se quieren tocar. Cada tanto hay iniciativas que buscan legislar sobre el asunto, muchas veces con el noble fin de que esa bolsa de dinero no se convierta en una administradora de premios y castigos. Yo plantearía esta cuestión en otros términos, porque hay algo del debate que me parece que no es sincero.

Los medios son empresas que trabajan o deberían trabajar con el “producto” información, aunque en la práctica muchas veces se convierten en aparatos de propaganda de quien los financia. Por acción o por omisión.

No son, al menos en Uruguay, empresas particularmente rentables. Viven casi exclusivamente de la pauta publicitaria pública y privada. La privada, en general, se vuelca hacia los medios que le son afines, que le permiten vender más o que, simplemente, pertenecen a la misma familia ideológica. Hay excepciones, pero lo que cuenta es la regla general.

La pauta pública es distinta. Se supone que debe tener criterios “objetivos” de selección, pero nadie sabe qué cosa es ser “objetivo” en este asunto que está, o debería estar, en plena discusión. Los criterios técnicos de la pauta pública no deberían ser, me parece, los criterios del mercado.

Si los criterios de asignación son los del mercado, entonces el mercado elige, y el mercado tiene criterios de selección que persiguen un único fin: la multiplicación de la riqueza. Ni la democratización del acceso a las distintas voces existentes en la sociedad, ni la profundización de la cultura, ni el pensamiento crítico, ni nada de eso. Entonces, esa discusión, la de la pauta publicitaria y sobre todo la pública–, debe darse. Y un gobierno de izquierda debe darla sinceramente. Es más, quizás lo que debería darse es la discusión de si el Estado debe subvencionar a los medios de prensa. Por su importancia en la dinámica social y porque su incidencia –la de los medios– no puede estar sujeta ni al mercado ni al dinero. Reconozco que es una discusión difícil –y no tengo opinión definitiva sobre cuáles pueden ser las mejores opciones–, pero entiendo que debe discutirse.

El criterio mercantil, que se esconde tras el título “criterios objetivos”, determina que los grandes medios en general, pantallas publicitarias y propagandistas del poder real, que es el económico reciban no sólo la pauta privada, sino también la pública.

Y el resto de los medios más pequeños y con menor incidencia por sus dimensiones y por no pertenecer al poder económico suelen quedar afuera, o muy aislados, en la recepción de esa pauta pública.

Es una discusión que se debe la izquierda. La derecha no, porque ya lo resolvió. La derecha solo sigue los dictados del mercado, en todos los órdenes, también en la asignación publicitaria. Y no tiene ningún prurito en reconocer que para ellos la sociedad es un nicho de mercado, nada más.

Hay organizaciones sociales que plantean alguna serie de criterios “objetivos”, pero no creo mucho en eso. Más bien me parecen inocentes los que lo plantean. Y tampoco creo mucho en los inocentes.

Esa pauta publicitaria, que es el alimento que precisan los medios comerciales para vivir, es imprescindible. La libertad de prensa, las distintas voces, la diversidad democrática, quedan de lado ante el peso brutal del dinero. Una vez más.

También molesta que todas las consignas con las cuales diariamente la derecha mediática mundial se llena la boca no se escuchen hoy ante los embates “macartistas” del gobierno macrista, que eligió gobernar casi dictatorialmente.

Si eso lo hubieran hecho otros gobiernos, si ese modus operandi que eligió el nuevo gobierno argentino hubiera tenido lugar bajo el gobierno de Cristina Fernández, los mismos medios que ayer criticaban el “totalitarismo” kirchnerista hubieran dicho cualquier cosa. Pero hoy no dicen nada. Es más, avalan esa conducta discriminatoria y expulsiva de las voces discordantes, lo que demuestra, en realidad, lo falso y mentiroso de las acusaciones de antaño. No me olvido de la SIP, ese cónclave de empresarios ligados a los sectores de poder económico concentrado, que ya hubiera comenzado una nueva campaña contra el gobierno totalitario y populista de “los K”. Eso sí, no sé si “los Magnetto” podrían haber convocado tanta gente a esa plaza del desagravio.

VHM. Lo de la Plaza de Mayo es una experiencia que una semana más tarde no consigo ubicar. Es como querer colocar una prenda que así la pongas de cualquier manera, no entra en el cajón. Lo cerrás y algo se queda afuera.

El día fue devastador para mi tímido carácter, disimulado por una carcasa que oculta esa verdad. Empezó cuando Martín Sabatella, el presidente de la Afsca, me habló, en el teléfono, de una tarima que iban a poner en la plaza para que hablase como único orador. Un golpe de electricidad me recorrió el cuerpo. “No, Martín, ¿qué voy a decir?”. Después alguien comentó que la mano venía muy fuerte, que habría como diez mil personas. Imaginé que eso sería imposible, porque la convocatoria la habían hecho el día anterior. Miré a través de un ventanal y el día estaba oscuro. Iba a llover. Menos mal.

A las cinco de la tarde llegó Sabatella, que venía de un cuerpo a cuerpo con la Policía de Macri, que le impedía el ingreso al edificio pese a una decisión judicial favorable. Al rato se paró y fue hasta un pequeño salón de mi casa para hablar por teléfono como una media hora. Cuando volvió, me entregó el aparato y dijo: «Tomá, te quiere hablar». “¿Quién es?”, pregunté. “Cristina quiere hablar contigo”, me dijo, y me pasó el teléfono.

Era la presidenta. Le había dado dos veces la mano. La primera había sido en la presentación de un libro de mi amigo Adrián Paenza. «Mucho gusto en conocerte», creo que dijo. La vez siguiente fue en la Plaza de Mayo, en la entrega de unos premios sobre derechos humanos. «Te lo merecés, felicitaciones». Eso había sido todo. Ahora hablaba con una energía deslumbrante por ese momento político. La fuerza de su discurso era inalcanzable. Aún no había reaparecido públicamente, pero este atribulado interlocutor podía asegurar que estaba intacta, fuerte, ilusionada. Nada dijo de la plaza ni de mí.

Después partimos. Sabatella había venido a buscarme porque no me sentía seguro. Por dónde ingresar, cómo evitar el contacto directo con la gente para llegar al estrado. “Venís conmigo, será fácil, vas a ver”.

No fue tan simple, más bien todo lo contrario, pero sin Sabatella nunca hubiese llegado a lo que al final era un camión atravesado, no un pobre e improvisado estrado, ni siquiera una tarima. La Policía había puesto algún obstáculo, y lo resolvieron de esa manera. Pasé entre la gente como esos boxeadores de la televisión que van al ring por una calle bien estrecha. Al final del pasillo, como si anduviese en un bosque tupido con las ramas golpeando mi cuerpo y mi cara, vi la escalera del camión. Sentí que ponía una pierna entre las cuerdas y de pronto estaba en el medio del cuadrilátero. Entonces vi a la gente de la plaza. Dios mío, ¿qué hago aquí?

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