Por Carlos Luppi
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Este año se cumplirán 15 de la Crisis de 2002, cuyos efectos perduran dolorosamente en la sociedad uruguaya, a pesar de que doce años de bonanza crearon una “nueva normalidad”, definida por la presencia del “nuevo uruguayo” y sus modalidades de comportamiento. Los derivados de la crisis perduran en la proliferación de asentamientos, la degradación de costumbres y en una dosis de marginalidad, delincuencia y violencia que se internalizó en la sociedad uruguaya, en la cual, por aquellos años, los pobres se hicieron mucho más pobres (y sufrimos destrucción del aparato productivo y del empleo, con dosis masivas de emigración y suicidios, batiendo todos los récords históricos) y unos cuantos ricos se hicieron mucho más ricos.
Sería bueno que la Academia y la central sindical realizaran actividades recordando y analizando la Crisis de 2002 (y de paso la de 1982, que fue absolutamente análoga), y expusieran las conclusiones a toda la sociedad.
Entre otras cosas, esas actividades darían por tierra con la “historia oficial” que dice que la Crisis de 2002 vino del exterior (y que por lo tanto no hay culpables en los cuadros gobernantes, económicos y empresariales de la época) y la tesis que afirma que la misma provino de causas endógenas, ocasionadas en malas decisiones de política económica –fundamentalmente referidas al manejo del tipo de cambio, a la apertura unilateral de la economía y a la sumisión al capital financiero externo–, adoptadas durante los cuatro gobiernos que siguieron a la restauración institucional cojitranca de 1985.
Esa evocación y ese análisis son necesarios porque la historia nos habla del presente y del futuro (“los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla” y eso ocurrió varias veces entre 1982 y 2002 y antes), y porque hoy más que nunca se insiste desde el poder real con versiones del relato político y económico que apuntan directamente a las elecciones de 2019.
Quien no lo vea es porque no lo quiere ver, o por aquello de que “los dioses ciegan a los que quieren perder”.
Volvamos al comportamiento del tipo de cambio en el Uruguay de hoy, dominado por la prevaleciente tendencia hacia la contención de su valor real (el que debería tener para permitirnos una adecuada inserción comercial en el mundo, determinada por el Tipo de Cambio Real o TCR), el aumento de la inflación en dólares, popularmente conocido como “atraso cambiario”.
Ese fenómeno que alienta las ventas de autos importados y el turismo hacia el exterior (sobre todo al viejo continente) hace que nuestras exportaciones de bienes y servicios caigan por dos años consecutivos y que sean inviables cada vez más nuestros emprendimientos industriales.
Un observador externo se preguntaría si son suficientes las medidas de prevención que se están adoptando cuando los indicadores (excepto el consumo, y ya será hora de hablar de eso) muestran el mismo comportamiento que en las vísperas de 1982 y 2002.
Es claro que estamos lejos de un eventual desastre (sobre todo por el entorno regional), pero “el futuro es el lugar en el que vamos a pasar el resto de nuestras vidas” y sería bueno tenerlo en cuenta y tomar los recaudos del caso.
Dólar, exportaciones y turismo
El valor de la divisa estadounidense (tomando su valor interbancario vendedor) ha caído sostenidamente en nuestra plaza desde enero de 2016 (al cierre de febrero de ese año llegó a cotizar a $ 32) hasta situarse en el entorno de los $ 28.
Para ello ha confluido la natural tendencia de nuestro equipo económico a apreciar la moneda nacional –a la que nos hemos referido en numerosas ocasiones–, el entorno regional, las bajas tasas de interés en Estados Unidos y Europa y el gran ingreso de divisas.
Con respecto al nuestros principales compradores, baste señalar que aprecian sus monedas nacionales sostenidamente Argentina (5% de nuestras exportaciones en 2016; el dólar cae de 16 pesos argentinos con una inflación de 40%) y Brasil (el dólar se sitúa a 3,05 reales), con 16% de nuestras ventas al resto del mundo. Más allá de que China Popular represente 22% de nuestras exportaciones, el entorno inmediato –como ocurrió hasta el terrible 13 de enero de 1999, cuando Fernando Henrique Cardoso devaluó y los presidentes Carlos Menem y Julio María Sanguinetti siguieron con sus “monedas fuertes”, llevando a sus respectivos países al desastre– nos brinda un clima propicio para la natural vocación de nuestro equipo económico a apreciar la moneda.
A ello se agrega el mantenimiento de tasas casi nulas en Estados Unidos y en Europa, lo que alienta el ingreso de capitales de todo tipo a nuestros países.
El ingreso de divisas también aumenta por las inversiones de uruguayos en el exterior; el cada vez mayor retorno a Uruguay de capitales argentinos que aumentan su desconfianza en el gobierno de Mauricio Macri (y su temor en una eventual “restauración kirchnerista” o los disturbios que supondría un aumento del poder de ese sector político); la recuperación de los precios de nuestras principales materias primas; y las divisas por ingresos turísticos.
Para nuestro equipo económico, por otra parte, la apreciación de la moneda ha sido instrumento principal para la contención de la inflación, que es declaradamente su principal objetivo.
O sea que, por ahora, la apreciación de nuestra moneda nacional (que se traduce en la baja del dólar, aumentando el “atraso cambiario”) continuará.
El atraso cambiario y sus consecuencias
Si bien representan 15,5% del PIB (US$ 8.301 millones en 2016, con un PIB de US$ 53.600 millones), no es menos cierto que las mismas constituyen el “sueldo país” y el indicador exacto de nuestra competitividad y la validez de nuestra inserción internacional.
Pues bien, no le ha ido bien (no puede irle bien) a nuestras exportaciones con el incremento de la apreciación de la moneda nacional o atraso cambiario.
Según el Instituto Uruguay XXI, en 2015 nuestras exportaciones fueron de US$ 8.967 millones, sufriendo una caída de 11,6% en relación a 2014. Este resultado, de por sí muy malo, se agravó en 2016: “Las exportaciones uruguayas de bienes –incluyendo las realizadas desde zonas francas– totalizaron US$ 8.301 millones en 2016, marcando una reducción anual de 7,3% respecto a 2015”, señala el Informe Anual de Comercio Exterior de 2016 del referido instituto de promoción de exportaciones. El acumulado (debidamente ponderado) nos da una caída de 19,7%, casi la quinta parte de nuestras ventas al resto del mundo, en dos años.
Parece un terrible negocio, aun sin tener en cuenta la evolución de nuestras importaciones.
Sin perjuicio de las realidades y las tendencias señaladas, un reciente informe titulado Perspectivas de Comercio Internacional 2017 de la referida institución oficial concluye que “de acuerdo a las proyecciones elaboradas por Uruguay XXI, las exportaciones de bienes uruguayos crecerán en el orden de 6% en 2017 gracias a la recuperación del precio de los commodities y a las mejoras previstas en el escenario regional”. El documento prevé aumentos de más de 5% en la faena, lo que mejoraría la venta de la carne bovina, líder de nuestras ventas al exterior; aumento en el precio de la celulosa; un aumento en la producción de soja y mejoras en algunos mercados como China, Brasil, Argentina y Estados Unidos. Es de desear que estos pronósticos se cumplan.
La realidad que tenemos actualmente es la de un aparato exportador en franca caída y un escenario global en el que el país vende menos bienes y servicios que los que compra en el exterior.
Es una película que vimos muchas veces, con consecuencias a veces mucho peores que otras, pero, ante todo, es un mal escenario.
La inflación en dólares, o atraso cambiario, ha demostrado ser muy mala, cuando no letal, para nuestro país.
El 10 de julio, Caras y Caretas publicó un artículo titulado ‘¿Cómo evolucionará el dólar?’, el cual afirmaba que “el cambio regional y la coyuntura global estimulan la tendencia, que siempre fue objetivo del equipo económico. En el nuevo contexto, es previsible que el dólar siga bajando”.
Todo indica que esta tendencia se mantendrá para satisfacción de importadores y residentes que viajen al exterior; y del equipo económico, que con los mismos pesos tendrá más PIB, pagará menos servicio de deuda y bajará artificialmente la inflación (ya que no hay control de precios ni se lucha contra monopolios ni oligopolios) al precio de reducir las exportaciones, o sea la venta del trabajo nacional, y aumentar las importaciones, o sea la compra del trabajo extranjero, reforzando nuestro rol de exportador de materias primas, cada vez con menor elaboración, y de comprador de bienes industrializados en la división internacional del trabajo vigente.