Es verdad que la mayoría de la gente no comparte la idea de pintar un grafiti en el frente de la casa del profesor Robert Silva. En realidad, no es necesario hacer una encuesta para pintar un muro.
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A mi edad ni se me hubiera pasado por la cabeza, pero hace más de medio siglo lo hubiera hecho todos los días y hasta con una sonrisa.
Es más, en mi juventud me aburrí de hacer pintadas y ni a Pacheco, ni a ningún fiscal, ni al más reaccionario de los jueces de la época, que se llamaba curiosamente Púrpura, se le ocurrió decir que los que pintaban las paredes éramos vándalos y que violábamos la ley. Es probable que nos consideraran traviesos e inofensivos.
Recuerdo que cuando tenía 16 años ya había pintado lo que hoy se llaman grafitis en la iglesia de la Aguada, en la Biblioteca Nacional, en los muros del Cementerio del Buceo, en la avenida 18 de Julio, y tal vez en algún monumento, y había pegado carteles con engrudo en la Biblioteca Nacional y en la esquina del Cordón donde se encontraba instalado el monumento al David, que el escultor italiano Donatello habría hecho en 1440 por encargo de Cosme de Médici y cuya escultura original se exhibe hoy en el museo Bargello de Florencia.
Con los ojos de hoy yo era un monstruo.
Hay muchas maneras en que los jóvenes pueden expresarse; pintar los muros no es hoy día elegible por mucha gente. No obstante, pienso que es una de las tantas y, quizás, bastante legítima e inofensiva.
Tal vez no sería necesario salir de madrugada a pintar paredes si los medios fueran más democráticos e inclusivos, si los jóvenes tuvieran más oportunidades, si se tuvieran en cuenta sus derechos y sus demandas y en este caso particular, si se les escuchara cuando reclaman más participación y más presupuesto para la enseñanza.
Tal vez sería mejor, pero quizás eso sería demasiado inteligente.
Decir que la famosa pintada fue un acto de vandalismo que agravió a la familia del profesor y que se inmiscuyó en su intimidad es una exageración tan enorme que desfigura los hechos y la intención de los jóvenes artistas que en este caso solo aspiran a hacerse escuchar.
Cuando se hace semejante escándalo por pequeñas cosas como esta, uno debe suponer que hay motivos ocultos diferentes a los expuestos y un abuso por parte de quienes utilizan un arsenal propagandístico y mediático para desvirtuar un chasquibum.
Por lo que uno sabe, en este país, meterse con la “intimidad” es algo así como meterse en la cama de una persona.
Si se hubiera hablado de la vida sexual del profesor Silva, sería un bochorno, pero no es el caso.
Si se dijera que tiene un hijo extramatrimonial desconocido o que uno de sus hijos hizo tal o cual cosa, también sería deplorable.
Pero tampoco es el caso, aunque no hay que olvidar que se trata de un hombre público sometido al escrutinio de todos los ciudadanos y a la crítica de todos sus actos.
Esto quiere decir que el concepto de “intimidad”, para el vulgo es clarito. Cuando se involucra a la familia es cuando alguien se mete con los hijos o esposa, con la mamá o con el papá y también es clarito. Tan clarito que los hermanos y hermanas no están incluidos, ni las cuñadas o cuñados ni los ex o las ex. Hasta ahora fue así, pero tampoco es este el caso.
Hay algunos ejemplos de periodismo semisalvaje en que el periodista se mete con la familia de un político o hace referencia directa o indirectamente con la intimidad.
En las redes es cosa de todos los días. Entre políticos es más difícil aunque repasando la historia ha habido incluso duelos y muertos en duelos por el honor mancillado.
Pero ahora el honor está un tanto devaluado y los duelos pasaron de moda y quedaron al costado de la ley.
Las piñas tampoco son bien vistas.
Los muros tienen más libertad para el agravio porque suelen protegerse del anonimato de quien lo pinta, no obstante, en esta oportunidad, el texto escrito respeta la intimidad y la familia.
Las referencias a las conductas personales íntimas, merecen el rechazo de la opinión pública y todo el mundo sabe que el que recorre el camino de la llamada “intimidad” juega con fuego.
Pero pintar un muro es cosa de todos los días. No hay casa en Montevideo que no haya amanecido alguna vez con un grafiti y nadie se horrorizó por eso ni justificó sacar turno para una terapia.
Es más, creo que si alguien va a la comisaría del barrio a denunciar una pintada, ni le toman la denuncia.
Lo más probable es que los policías se sonrían, le aconsejen no hacerse mala sangre ante un hecho habitual y le informen que no tienen personal ni para enviar a un agente a constatar el hecho.
No debe haber ningún joven en Uruguay, al menos en el país urbano, que no haya pintado algo en alguna pared, como no debe haber niño que no haya roto un vidrio o tirado una pelota a la casa de un vecino malhumorado.
Hace unos años, unos “bolsos” triunfalistas pintaron un grafiti en el muro de mi casa y lo único que hice fue ir a la ferretería de la esquina a que me vendieran unos litros de pintura del color más parecido posible y pinté encima de lo que no me gustó.
Los muchachos de hoy son mucho más respetuosos que los de antes. No te tiran ni una bomba, ni un cóctel molotov, ni un cohete de cinco tiros, ni te rompen los vidrios ni tiran una bomba de pintura en el frente de tu casa.
Nada que ver con los fachos de hace medio siglo, cuando gobernaban Pacheco Areco y Bordaberry, tiempos en que los herreristas aplaudían cuando atentaban contra la casa en donde vivían los frenteamplistas y a veces los de la JUP te hacían estallar una bomba debajo de la ventana donde dormías, mientras Sanguinetti balconeaba desde su Ministerio de Educación.
Conste que en esos tiempos los “vándalos” usaban uniforme y te torturaban violando tu “intimidad” y la de tu familia”. Y también tenían el apoyo de muchos colorados golpistas y “blancos baratos”.
Los botijas de hoy son requeteeducados, apenas una pintada para que el profesor Silva recuerde que debería dialogar con ellos y pelear con más vehemencia para que haya más diálogo, menos persecución y más presupuesto.
Nadie insultó a la familia de Robert Silva, nadie se metió en su cama ni afectó su intimidad, ni a su esposa ni a sus hijos. Apenas si pintaron la pared con bastante prolijidad y algo de ingenio. Nada que no se arregle con una mano de cal.
Lo demás es puro humo, media docena de ministros poniendo el grito en el cielo, la Policía revisando videos, titulares en la prensa hegemónica, caras de asombro en los noticieros de televisión, algunos líderes de la oposición recordando cuán políticamente correcto es criticar una pintada, algún periodista preocupado por el grado de intolerancia de los muchachos del IPA, tal vez algún fiscal de flagrancia imaginando cómo se verían los muchachos si no fuera de noche y las imágenes de las cámaras fueran un poco más claras y el profesor y su familia dándole a la brocha gorda y prometiendo que cuanto más pinten, él será más intransigente.
Demasiado cinismo para un país tan pequeño y para un hecho tan minúsculo.
Toda una payasada si tenemos en cuenta que un abogado, Alejandro Balbi, instala una gestoría para acelerar los trámites de manera que su “defendido” pueda escapar de la persecución de la ley penal y dos ministros, Luis Alberto Heber y Francisco Bustillo, le entregan un pasaporte nuevecito y sin estrenar a un narcotraficante que ha llevado miles de toneladas de merca a Europa, ha lavado millones de dólares, lo investiga la Justicia de media docena de países y, además, está preso precisamente por utilizar un documento falso.
Y cuando un director de Inteligencia, Álvaro Garcé, que trabaja para la CIA y la DEA a tiempo completo, gana un sueldazo, dispone de caja discrecional y gastos reservados, no es capaz siquiera de advertir a dos ministros que le están suministrando un pasaporte uruguayo a un preso, requerido por Paraguay, y que curiosamente justo el día que lo ponen en libertad en un país remoto, el presidente Lacalle Pou llegará con su comitiva en avión, que a su regreso no controlarán ni Migraciones ni Aduanas.
Si habrá cosas raras en este país “multicolor”.