El caso Astesiano no tiene fondo. Cualquiera se da cuenta de que, en la medida que avance la investigación, aparecerán más y más implicados, más conexiones con el narcotráfico y el crimen organizado y más evidencias de que el presidente no podía no saber a quién le confiaba la jefatura de su custodia. Acorralado por la sospecha general, el gobierno recurre al cinismo y operaciones abiertas para desviar el foco de la atención y situarlo en cualquier parte.
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La embestida contra las ollas populares hay que inscribirla en esa estrategia, pero igual es completamente insólita. Ante un fenómeno de solidaridad popular que resulta directamente del hambre que está pasando un montón de gente, el gobierno se emperra en negar lo evidente y poner bajo sospecha a vecinos y vecinas que se pusieron el cuadro al hombro sin cobrar un mango, tratándolos como si fueran delincuentes y no uruguayos y uruguayas que, movidos por la conmoción de un aumento abrupto de la pobreza y de la indigencia, dedicaron su tiempo libre a darles de comer a los que nada tienen, entre ellos miles de niños y niñas, con sus padres, que habían quedado sin amparo en el medio de la peor crisis sanitaria del siglo. Es tan ordinario lo que hace el gobierno que supera la capacidad de asombro.
Mientras tanto, el conflicto en la educación se ha generalizado: la comunidad universitaria en huelga por presupuesto después de 20 años, estudiantes y docentes de secundaria en conflicto general, y en huelga en la capital, contra un proyecto de transformación educativa que se pretende imponer sin ningún tipo de diálogo, lo que ha provocado también la renuncia masiva de los representantes de primaria y secundaria a las Asambleas Técnico Docentes.
La creciente impopularidad del gobierno venía siendo atemperada por la resistencia de la imagen del presidente, sostenida en una cuidada y sostenida campaña publicitaria y un blindaje mediático nunca antes visto, pero la sucesión de hechos escandalosos, entre los que debe incluirse el pasaporte entregado a Marset, la flexibilización de las medidas contra el tabaco a pedido de Montepaz y, especialmente, la asociación para delinquir montada en plena Torre Ejecutiva, ha golpeado de lleno a Lacalle Pou, cuyas explicaciones, por cierto, han sido malas y repletas de fórmulas esquivas no exentas de arrogancia.
El grueso de la sociedad ya no le cree al presidente. Lo sabe deshonesto en el caso Astesiano y lo intuye en el resto. El gobierno fracasó con estrépito en la seguridad pública, que había sido su caballito de batalla en la campaña de las elecciones nacionales y en el referéndum de la Ley de Urgente Consideración, y la caída del salario real acompañado de un crecimiento de la riqueza de los malla oro no deja margen para una interpretación amable de su mandato. Hasta la pobreza infantil se ha disparado, y los datos alarmantes surgen meses después de que el gobierno intentará engañar a todo el mundo mostrando una mejoría en ese indicador con una presentación tergiversada de los datos.
El declive en la imagen gubernamental, que avanza y no se detiene desde hace meses, va a precipitar el diferenciamiento de los socios de la coalición. Pero más allá de esos movimientos políticos, es la izquierda la que debe formularse cómo actuar ante un gobierno que no solo gobierna para los menos, sino que da pistas a cada rato de que lo orienta un plan de negocios, donde si rascás, aparecen indicios de corrupción como la de Astesiano o los más que sospechosos contratos de la fundación A Ganar con las intendencias del interior del país.
Hay que dejarse de pensar que Lacalle Pou es una buena persona equivocada y empezar a sacar conclusiones basadas en las evidencias cada vez más abundantes de que nos gobierna una derecha de tendencia autoritaria y probidad discutible. La gente la está pasando mal, cada vez peor, y las señales que llegan desde el gobierno son un espanto. En términos políticos, no hacen un favor a la gente y, en otros términos, todo lo que hacen parece motivado en intereses concentrados de grupos económicos cuando no espurios. Hay que oponerse más y hay que oponerse movilizando, porque falta mucho tiempo para las elecciones, casi medio mandato.