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El decoro

Por Eduardo Platero.

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Caras y Caretas Diario

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La palabra es medio antigua, se usa poco y, tal como van las cosas, me parece que terminará por caerse del diccionario. Situación que no dejo de tener en cuenta al comenzar este artículo, pero uno se formó en una época en que el decoro era una cuestión importante. Algo que debíamos cuidar para no incurrir en actos que, sin ser delictuosos, no eran muy respetuosos del decoro, que nos trazaba un margen algo más angosto. No se debía ser indecoroso. No había que faltar a las normas de la discreción, ni ser escandaloso. ¡Nada de abalanzarse sobre la última masita del plato! Traigo esto a colación porque me siento un tanto incómodo con algunas cosas que están sucediendo. Esta pelea pública por los pesos que ganan unos u otros entre senadores y la Suprema Corte de Justicia ya está alcanzando el nivel de lo indecoroso. Resulta que por disposición constitucional los ministros de la Suprema no pueden ganar menos que los ministros del gobierno. O no podrían, no me voy a poner a consultar la Constitución por esto, que parece razonable, ya que todos son “ministros”. No recuerdo bien cuándo el tironeo tomó estado público, abandonando el reservado y decoroso ámbito de las relaciones entre poderes del Estado, pero recuerdo que fue durante el gobierno pasado. Luego de algunos encontronazos, los otros dos poderes decidieron arreglar el asunto y lo hicieron con una ley tan despreocupada que no tuvo en cuenta que los sueldos de todo el Poder Judicial y anexos están enganchados y, por tal razón, si se elevaban los emolumentos de los ministros de la Suprema, automáticamente este aumento arrastraba los sueldos de todos. De allí el enconado reclamo de judiciales, actuarios, fiscales y tutti quanti. Estaban en su derecho y reclamaron durante años, con instancias realmente poco elegantes, como las interpretaciones de los propios implicados acerca de la constitucionalidad de sus reclamos, o las ofertitas del Ejecutivo de canjear un 26% por un 8%. A lo largo de esta batalla hubo de todo, hasta que hace poco, y luego de un fallo que anulaba la ley del 8%, el Ejecutivo prometió pagar. Creo que pagará. Incluso, que ya empezó a pagar. Eso sí: en el presupuesto quinquenal, que es para dos años y quién sabe si no se modifica antes, dejó a la Corte sin un peso extra. En su ingenuidad uno llegó a creer que esa indecorosa pelea por las achuras había terminado, finalmente. Y no me refiero a la de los funcionarios que luchaban por su derecho, sino a la de las autoridades que habían hecho mal las cosas y las pretendían enmendar peor. Pero, ¡vana ilusión! Pasó como en los líos del fútbol, que parece que se aplacan cuando los apartadores logran separar a los que empezaron, hasta que de repente aparece algún furibundo que se abalanza dentro del entrevero y la piñata vuelve a encenderse. En este caso resulta que algún sagaz descubrió que nuestros jueces –todos, incluso los de la Suprema– cobran partidas extras por vivienda y para su perfeccionamiento, y que los señores ministros de la Suprema los seguían cobrando por encima de sus sueldos ya equiparados, y nuevamente ardió Troya. Alguien clamó que cómo podía ser que estos señores hubiesen ocultado esas partidas que consideraban no salariales, por las que no pagaban aportes y con las que superaban los emolumentos de los ministros de Estado. O sea: para equipararse, eran ministros, pero para cobrar las partidas, eran jueces. No sé cómo, al votar la ley que los equiparaba, a nadie se le ocurrió averiguar cuánto ganaban realmente. De nuevo los tenemos a la greña, pública e indecorosa. Incluso, diría yo, en peligroso tironeo por achuras, tratándose de sueldos que bordean el medio millón de pesos, cuando se acaba de fijar el salario mínimo nacional en poco más de doce mil. Me hace acordar a los primeros años de la dictadura. Una vez andaban zumbando los manotazos a mi alrededor, hasta que uno me encontró, pero no para ponerme preso, sino para preguntarme cuánto ganaba el intendente, y si era cierto que ganaba más que el presidente, situación que les parecía intolerable. El asunto era que los salarios ajustaban por costo de vida, en enero y en julio. En ambos casos, con retroactividad, pero durante seis meses parecía que el intendente ganaba más. Tuve que llevar a los preocupados hasta la contaduría para que les dieran la explicación. Pero estos tironeos, por lo menos, fueron en silencio. A la bruta, pero en silencio. Me parece indecorosa la riña actual, que esta haciéndole daño a la institucionalidad democrática. Y todos están ganando de más, no por lo que ganan, sino en comparación con el salario mínimo y la jubilación mínima. ¡No me jodan con la indexación! No se asombren si en algún momento les sale un demagogo que clama por terminar con esa vergüenza y arrastra gente. Lo tendrían merecido, lástima que en ese caso pagaríamos todos. Otra cosa que me parece indecorosa es este asunto del “testigo arrepentido”. ¿Recuerdan las primeras noticias televisivas de cuando reventó el asunto FIFA, cuando los iban sacando de a uno del Hotel du Lac y los iban colocando en fila para las cámaras? ¿Recuerdan los gestos de Figueredo, indicando que él no había hablado? Bueno, el mensaje era incompleto: lo que quería decir era que no había hablado y que no hablaría hasta obtener una oferta. Consiguió que lo extraditaran a Uruguay y no a Estados Unidos, y firmó un favorable acuerdo: diez millones de dólares en propiedades a cambio de seis años de reducción de condena. Y buchoneó. No se sabe a quiénes ni a cuántos, pero el hombre sabe hablar. Y como –aunque la Constitución prohíbe a texto expreso las pesquisas secretas– el secreto de presumario oculta todo, nadie puede saber a quiénes está acusando y de qué. Tampoco por cuánto más estará a disposición para buchonear. Me repugnan los ortibas; los que delatan no por desfallecimiento ante la tortura, sino ante el interés, para sacar ventaja. Pero este es un sentimiento personal. Lo que ya no es personal, sino una advertencia, es que la ley que beneficia al delincuente que colabora abre un anchísimo margen para la corrupción y el abuso arbitrario. Las vallas de contención son muy tenues y existe la tentación de utilizar al buchón para acusar a quien los investigadores quieran. Aun en los casos en los que los investigadores tengan la convicción, pero no la prueba contra alguien. ¿Quién no se tentaría teniendo un arrepentido dispuesto a cambiar años por delaciones? La lucha contra el delito no es el bien supremo: antes está el respeto por la legalidad. Por otra parte, me pregunto: si el “arrepentido” es un muerto de hambre, ¿interesará hacer convenios con él? Esto nos lleva de la mano a tener que instrumentar programas de protección de testigos o a sacarlos del país con documento falso, como hizo el general Cristi con Amodio. Para rematar este feo asunto está el indecoroso tironeo por las achuras de la AUF, que pretende morder algo de los bienes que devolvió Figueredo. Es plata sucia, pero parece que la plata no tiene olor. Esto último ha dejado colgando una cuestión: ¿para quién son los dólares de los bienes de Figueredo? Los que declaró, porque parece que no se escarbará más en busca de otras propiedades, y no me lo imagino sumido en la miseria. No está claro si los bienes pasan íntegros al erario público o si alguien tiene participación en el festín. Por una cuestión de prudente decoro que hace al respeto que todos debemos tener por las instituciones democráticas, estas cosas tienen que quedar muy claras. Pero, ya se sabe, mis valores –y de ellos, mis opiniones– se formaron en el siglo pasado. ¡En el milenio pasado!

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