Por Martín Generali
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Alemania era “la perfezione” decía Giuseppe, sumergido hasta la cintura en las aguas calientes de la playa de Ancón. Un país sin quince minutos que perder y funcionamiento de máquina, donde las personas se comportaban con protocolos y se controlaban las pulsaciones antes de estallar de ira.
Luego Giuseppe se lanzó contra el oleaje, dando gritos calabreses que lo devolvieran a la realidad del mar Caribe en el que nos bañábamos. Algún tiempo después, Giuseppe ya era un bien considerado capitán del ejército italiano y yo tomaba el camino a Munich, procedente de Viena, recordando aquellas palabras, dispuesto a conocer el país en el que nadie se equivoca y cumplir con el pedido de mi amigo Ale: dos latas de tabacos Dunhill, sólo eso, para su pipa.
Pero ya sabemos bien que nada, ni Alemania, es perfecto, por mucho que Giuseppe me lo hubiese asegurado y la funcionaria de la compañía de trenes, leyendo en voz alta los detalles de mi boleto, diera una rigidez de gráfico a sus palabras: a las 12.03 minutos del 26 de mayo el tren 15307 partiría de Elsterwerda, 13.45 arribaría a Chemnitz y 11 minutos después seguiría rumbo a Hof. Cuando dieran las 13.56 en los relojes de la terminal de Hof las palancas se moverían en la cabina de mando. Con el primer deslizamiento emprenderíamos viaje a Resenburg. 15.40, el tren se anunciaría a Munich y 12 minutos más tarde, sin retrasos, partiríamos. Dobló el boleto y me lo entregó, con una sonrisa inmaculada que tampoco tenía errores.
La perfección alemana parecía funcionar de acuerdo al mito y a las 11.35, como estaba escrito, el tren de Berlín a Munich ingresó en la estación de Esterwerda. No era necesario mirar el reloj para saberlo, lo decía el boleto, con puntualidad de estado.
Bajo los techos de la estación de Elsterwerda había un bar. Los señores del bar de Elsterwerda parecían inmersos en el recuerdo de sus tiempos de oficina, cuando cumplían con el control de calidad de las fábricas y los límites impuestos a la velocidad en sus autos. Tenían el aspecto de lo laudado y esto incluía un cierto color en su piel que, con el tiempo, suelen adquirir los gerentes medios de las compañías.
Mientras aguardaba por mi sandwich y mi botella de agua, uno de ellos tomó dos monedas, caminó hasta una máquina de música y regresó a su sitio en la barra, una banca en la que su cuerpo de hombre-empresa se curvó como un caparazón.
De la cocina, secándose sus manos con un mantel, vino una joven con el cabello negro y una mirada latina, capaz de encender los sueños de todo aquel que se llamase Helmut. Me entregó el sandwich, destapó mi botella y regresó a la cocina.
Había visto esa mirada antes, muy lejos de allí, en una bar de Guatemala. Se llamaba Lupe y, mientras cerraba la caja de la noche, escudriñaba en un futuro lejano.
Soñaba con el frío de los países serios, como ella les llamaba, a tal punto que sus calles blancas le proporcionaban una placidez de palmares cuando fantaseaba con ellas, pero se necesitaban varios miles de dólares que juntaba noche por noche, una documentación que tramitaba en las embajadas y un marido que la aguardaba en Bremen antes de que comenzara a nevar en las ventanas de una casa caliente.
Era imposible saber si Lupe había logrado salir de aquella barra en Centroamérica a la que parecía sometida sin remedio, por lo pronto, así le iban las cosas a las jóvenes con ojos de Lupe en la Alemania de los inviernos perfectos. Conseguían trabajo en un bar de Elsterwerda, servían sandwiches, contaban euros y ocupaban su lugar entre hombres que perdían el pelo pero no la compostura.
La máquina lanzó un rock de metal, como una marcha fúnebre de locos, y el hombre en el extremo de la barra comenzó a mover su cabeza como quien tenía muchos pelos y no menos deseos, reprimidos, de romperlo todo. Pero ya era tarde, demasiado tarde, para romper con los estándares de calidad de las fábricas y, cuando la canción acabó, volvió a beber, impasible, sin errores.
Tomé la mochila y corrí a ocupar mi asiento. Una hora y cuarenta y cinco minutos más tarde arribamos a Chemnitz.
En Chemnitz, cinco jóvenes rusos abordaron el tren. Tenían una felicidad de reclutas en franco que los obligaba a reír. Dueños absolutos del vagón, cantaban cuando el tren penetró por el ojo de un túnel. Cuando la luz regresó los cinco rusos callaron. Volteé para buscar razón de aquel milagro. Una reina de Saba, viniendo de otro vagón, avanzaba por el pasillo del nuestro.
Lucía collares y caravanas que parecían brillar dos veces sobre su negrura. Era un pecado original, con poco más de veinte años y una pollera amplia que envolvía de misterio el andar de sus caderas. África viajaba, ahora, en el lado opuesto del tren.
Colocó su valija en los guardaequipajes y retornó a su asiento. Alemania, en el asiento contiguo, había dejado de respirar.
El color de los zapatos de Alemania combinaba con la empresa a la que representaba y la camisa, inmaculada, seguramente hacía juego con expresiones como liquidez y plan de negocios, pero el digitalizado hombre máquina tenía ahora la respiración cortada por las curvas de un espejismo y había resuelto abandonar el móvil. Alemania seguía como un poseso cada movimiento de la joven negra que viajaba junto a él, pero las historias de amor nunca acaban bien cuando se consuman al pie de los trenes.
África descendió en Hof. Atravesó las puertas de la sala de arribos y nos abandonó, llevándose valijas y misterios. Incluso en altas velocidades, la de los ferrocarriles es una atmósfera cargada de silbatos finales. El tren, implacable con los sentimientos de abandono, continuó rumbo a Resenbursg.
Ese verano había sido particularmente lluvioso y los ríos anegaban, todavía, campos y periferias. Por las ventanillas era posible adivinar los resabios de la inundación. Hectáreas de tierras bajas que flotaban como islotes en un verde liso, empantanadas a la sombra de pórticos y pinares, todos de esbelta dignidad para la desgracia. En otros puntos, después de semanas, las aguas habían bajado dejando a la vista un país tan limpio como sus terminales de transporte. Un campo de jardinero se ensanchaba en la ventanilla del tren a Munich.
La imagen de Giuseppe se representó, una vez más, antes de ocultar “la perfezione” debajo del agua. Lo perfecto -enemigo de lo bueno- era, también un juego de pequeñas represiones que les hacía caer el cabello a los hombres.
Una suerte de juventud perdida dentro de un cuerpo en el que todos los instintos se ordenaban sin riesgo de arder, ya fuera en el asiento del tren o bebiendo a la memoria del rock en la estación de Elsterwerda. Tal vez el joven Simón Edgad, compartiendo un bar en San Telmo, había hecho bien al advertírmelo cuando en su día dijo:
-Los alemanes tenemos todo pero no sabemos qué hacer con eso, y reclamó más cerveza de los mozos del Bar Británico, donde me ponía al tanto de los problemas que trae comportarse como un auto de alta gama.
Nueve horas con cuarenta y tres minutos después de iniciado en Berlín mi viaje terminó, sin un solo retraso. Eran las 19.15 y un sol de última hora daba grisura a las ventanas de la estación de trenes. La relojería alemana había respondido sin errores, uniendo cinco trenes con precisión de encastre, consumando esa continuidad de objetos, hechos y personas, de aspecto infalible y minutos contados.
Con ese pulso impreciso de los lugares donde todo lo que urge a la vez espera, la terminal reproducía con germanidad sus funciones de hervidero. Era un desorden de mareas, aunque ajustadas a norma, que llevaban y traían a las personas por los pasillos de la estación. Reclamé mi habitación en el hostel y me tendí en la cama. El enemigo, oculto hasta entonces, se reveló.
Avanzó mientras dormía para luego retirarse, en silencio, como había actuado. Tenía un accionar implacable y, de preferencia, atacaba a los viajeros que, desprevenidos, reaccionaban cuando ya era tarde.
Malditas chinches de cama. El cuerpo comenzaba a picarme. Sentía cómo un ardor de alergia se formaba bajo la piel, abrazándola mientras trataba de dormir. A la mañana siguiente me dirigí a una farmacia, ignoraba el largo camino que comenzaba cuando los tableros indicaron mi número.
Detrás del mostrador, una joven de turbante negro, en un inglés tan breve como el mío, tocó en el fondo del problema: si a la alergia seguía la fiebre, nada de lo que se veía detrás de su turbante, líquido o en cómodas grageas, podía ser vendido sin receta. Todo lo que podía hacer por mí, dijo, era indicarme cómo llegar al primer puesto de salud donde podía solicitarla.
A todo esto, en algún lugar de Munich, Marga Shmidt me esperaba para recordar los buenos días de Panamá, donde nos habíamos conocido. Acudí a un cibercafé y escribí. “Marga, estoy en Munich, necesito un médico, ¿podrías ayudarme?”. No era, precisamente, lo que se entiende por palabras de reencuentro.
Estaba en su oficina, dijo, un departamento de psicología en la Universidad de Munich, cuando atendió mi llamada. Por el teléfono la escuché trasladar mi urgencia a sus compañeros. Venido de Uruguay, alguien daba vueltas por la ciudad buscando que un doctor le hiciera una receta contra las erupciones de una alergia, o algo así. Después de un primer silencio -en el que todos en su oficina la habrán mirado como a la compañera que de pronto enloquece-, volvió al teléfono preguntándome si tenía dónde anotar.
Papel en mano regresé a la calle. La ciudad se tornaba una sala de esperas, interminable, donde nadie hablaba español. Del país perfecto al abismo, todo había dejado de funcionar.
Si la tarea de paliar unas picaduras de chinche puede parecer sencilla, inténtenlo cuando, sin hablar alemán, se encuentren en Munich, fuera del sistema, dándose contra puertas cerradas, letreros ilegibles y calles que desconocemos, en busca de una receta que nade se sentía autorizado para conceder. Las chinches de Munich -alemanas, en el fondo- no dejan nada librado al azar, y, a las picaduras, parecen sumarles un profundo conocimiento del sistema público alemán. Estos insectos, por inofensivos que parezcan, saben qué normas reglan cómo proceder con un viajero cuando tienen que elegir a su próxima víctima. Las cucarachas, y las chinches de Munich, gobernarán el mundo
Abordé metros, descifré mapas, recorrí el pasillo equivocado, insistí en la puerta incorrecta y, finalmente, más efectiva que los idiomas a medio decir, descubrí que mi alergia abría puertas impensadas de pabellones y salas. En resumidas cuentas, puse a las malditas chinches de mi lado.
Comencé a arremangar mi camisa dispuesto a convencer, por los hechos, a las funcionarias de la recepción, quienes solían reaccionar señalándome la siguiente puerta, indicándome dónde tenía que llevar aquella alergia, siempre lejos de allí. Finalmente, una practicante que dijo haber estado alguna vez en Sudamérica, dibujó dos puntos en un plano y señaló la parte este de la ciudad.
-Aquí, dijo, y me despidió sin demora.
Abordé el tranvía y me dejé caer en el asiento. Las penurias del idioma ajeno y mi antebrazo, exhibido para desconcierto de enfermeras y asistentes, me habían puesto en una esquina de lejanas chimeneas y balcones desangelados. Antes de continuar, y mientras el tranvía se alejaba, decidí chequear el camino. Acudí a una tienda con campanas que repicaron cuando la puerta se abrió.
Frascos, dulces y pequeñas macetas con plantas aguardaban en perfecto orden. A nadie podría sorprender que gnomos de rostro barbado asomaran entre los anaqueles, repletos de recipientes con hongos y semillas estacionadas que parecían crecer como después de una lluvia. La tienda, sin gente, fabricaba un silencio de bosque. Cuando el sonido de las campanas se apagó, el comercio de delicatessen en la esquina tenía una calma de olvido y desprendían aroma de cocciones sus bolsas con especias.
Una mujer de unos cincuenta años se presentó con un libro y una taza. Me indicó una silla. Ella colocó la suya frente a la mía. Apoyó en mis ojos una mirada clara de un celeste calmo, como la que maduran los abuelos y las mujeres que leen novelas en la cocina.
-¿Té?, dije, mirando en su taza, con inscripciones en catalán y unos trazos de color amarillo que parecían desprenderse de la loza. Inmediatamente se puso en pie y se perdió por una puerta posterior. Regresó con otra taza que depositó en mis manos.
Ambos bebimos sin decirnos nada. Un poco de inglés, sin mucho éxito, y los gestos que se usan cuando nadie sabe muy bien qué decir, era mi charla con la reina de los gnomos. Finalmente le entregué mi plano, señalando el hospital. Tomó un bastón, cerró el negocio y caminamos hasta la siguiente esquina. Los pabellones del hospital reverberaron en lo profundo de una avenida. La reina de los gnomos regresó a la tienda donde bebería té y colocaría etiquetas a las cosas con una perfecta letra de mano. Finalmente, alguien en Alemania que sabía qué hacer con todo. Lamenté que Simon Edgad no estuviera allí para verlo.
Pero las chinches eran un amigo temible y no era el momento de bajar la guardia. Retomé camino entre pabellones, ascensores y escaleras. Finalmente, la puerta del elevador se cerró detrás de mí.
El de los hospitales no es, por cierto, un parque temático, excepto por una cosa: el inapelable realismo de sus extras. El piso 7 era un pasillo largo, gris, con un brillo pulido que venía de sus baldosas. Los doctores eran radiantes y los enfermeros no parecían sudar, nunca. Un grupo de ancianos esperaba, algunos en sillas de ruedas. Finalmente, la puerta que todos observaban se abrió y la joven del estetoscopio dijo el nombre del próximo en la fila. El piso 7 del hospital público de Munich era un espejo de bien cuidada asepsia. Cinco trenes, en horario, me habían traído.
Una hora después ya tenía en mi bolsillo lo que necesitaba. Resuelto a comprometerme en tareas más gratificantes, busqué la tabaquería más cercana y compré dos latas de tabaco Dunhill.
Algunas semanas más tarde, en Buenos Aires, mi amigo Alejandro Weil abrió sus latas de tabaco, un blend que ya no conseguía y cuyas hojas oscuras y dulces le despertaban un recuerdo tan nítido que el picor venía hasta su boca con sólo decirle el nombre. Dejó ir por el paladar el placer de aquellas hebras encendidas, mientras yo lo ponía al tanto de gnomos, insectos y brillantes pabellones de hospital.
-Perfecto, dijo, y los espirales de humo se expandieron en el aire, lentamente, como el sonido que dejan los trenes.