Por Javier Zeballos Reducir la complejidad de un campeonato de fútbol a la imposición de alguno de los poderosos intereses en juego siempre suena demasiado simplista. Es como abrazar la famosa teoría de las conspiraciones cuando cualquiera que haya pateado una pelota sabe que lo que sucede en la cancha suele ser la ‘dinámica de lo impensado’ para decirlo en términos de aquella maravillosa definición propuesta por Dante Panzeri. Sin embargo, como también cualquiera sabe, que las hay las hay. Tal vez no lo expliquen todo, por eso es bueno recordar para no olvidar cómo fueron algunos triunfos y cómo el entorno diluía los límites entre la cancha y el poder. Un año después de que Gueorgui Dimitrov fuera acusado por los nazis del Incendio del Reichgtag (el edificio del Parlamento alemán) y enfrentara el Juicio de Leipzig en el que derrotara al tribunal del Tercer Reich, y un año antes de que aquel búlgaro definiera el carácter de clase del fascismo como “la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chauvinistas y más imperialistas del capital financiero” en el informe al VII Congreso de la Internacional Comunista en 1935, Benito Mussolini dio un giro inesperado respecto del fútbol y organizó la Copa del Mundo de la FIFA como asunto de Estado. Il Duce y sus camisas negras habían llegado al poder en 1922 terminando con el parlamentarismo y aboliendo la democracia liberal. Habiendo instaurado un régimen basado en el terror, expresaba su odio hacia el socialismo y al movimiento de los trabajadores, pero puso especial cuidado por convertirse en un temible líder de masas. Sin embargo, el carácter popular del fútbol, que desde la Inglaterra de mediados del siglo XIX había saltado a los más remotos rincones donde tenía intereses el Imperio Británico, no había llamado la atención de Il Duce, aunque el juego del ‘calcio’ se podía rastrear en las plazas de Florencia y otras ciudades de la península itálica desde el siglo XIV. Lo cierto es que el fascismo sí había prestado interés en el manejo del deporte y sus posibilidades propagandísticas en favor del régimen. Una crónica de Cristóbal Villalobos daba cuenta de que “el fascismo exaltaba dentro de sus valores supremos a la juventud (el himno fascista italiano, Giovenezza, era todo un ejemplo), así como a la acción, la fuerza y la misma violencia. No es de extrañar, por tanto, que todos los regímenes fascistas potenciaran la práctica deportiva como forma de educar a los jóvenes con vistas a un cumplimento mejor de los deberes para con la patria, y como fórmula para forjar el carácter y la disciplina que, se suponía, debía tener un buen fascista”. Así fue que Mussolini dio órdenes para que Italia, a cualquier precio, se quedara con el segundo Mundial de Fútbol, y no hablaba solo de la organización. Lo hizo imponiendo presiones sobre Suecia, el candidato más firme que pugnaba por organizar el torneo. Como el primer Mundial, en 1930, había sido organizado por Uruguay, Europa reclamaba que se disputara en su continente. No hay que olvidar que la mayoría de los países importantes de Europa se habían negado a concurrir a la primera cita en Montevideo. La consigna en la FIFA era no permitir que se les escapara otra vez. El poderío Italiano vino como anillo al dedo a una Europa desgastada por los traumas de la Primera Guerra Mundial, aunque ya estaba a las puertas de la segunda. El Fascismo italiano se aprontaba a dar sus primeros zarpazos en los Balcanes y luego en Eritrea, para desembarcar poco después en plena Guerra Civil Española en apoyo a Franco junto a las aviación hitleriana incendiaria de Guernica. Fascismo y propaganda En su tesis La propaganda fascista italiana en el Mundial de Fútbol de 1934 la española Marina Isun recuerda que los partidos se jugaron en distintas ciudades italianas como Turín, Florencia o Nápoles, “todos ellos en estadios con gran vinculación y simbología fascista como el Estadio Benito Mussolini (Turín), el Estadio Littorio (Trieste), el Estadio Giovanni Berta (Florencia) o el Estadio Nacional del Partido Nacional Fascista (Roma)”. Además del trofeo que Jules Rimet le había encargado al diseñador Abel Lafleur para la primera Copa del Mundo (y que recién para el Mundial de 1950 pasó a honrar al artífice de la competencia) en el Mundial organizado por Italia, también hubo en disputa otro trofeo, “la copa de Il Duce”, para galardonar al equipo victorioso con la mayor distinción posible, la de Benito Mussolini. Para comprender la importancia que el fascismo le dio al torneo, Isun cuenta que Italia se llenaría de carteles, pancartas y panfletos que anunciaban el Mundial, los que repetían la misma lógica y estética que la propaganda fascista, donde se observaba a hombres jóvenes atléticos, ejerciendo deporte, en actitud victoriosa o haciendo el saludo fascista. “Otro detalle curioso era el protocolo en el inicio de los partidos. Al empezar se gritaba Italia-Duce, tras lo cual, se realizaba el saludo fascista desde el medio del campo y se daba comienzo al partido. También era común ver en los palcos y gradas más privilegiadas a las escuadras de las camisas negras, así como a militares y figuras relevantes del partido y gobierno fascista, alimentando así la angustia de los jugadores italianos en caso de derrota. Y es que se les inculcaba uno de los grandes lemas del fascismo italiano: vencer o morir”. Isun también cita a Emilio Gentile, quien afirma que “el fascismo fue el primer movimiento político que, surgido en una democracia liberal europea, introdujo en la organización de masas y en la lucha contra los adversarios la militarización de la política, e incorporó al poder la primacía del pensamiento mítico, consagrándolo oficialmente como forma superior de expresión política de las masas”. Un mundial con clasificatoria y ausencias El Mundial de 1934 debió, a diferencia del primero, tener una fase clasificatoria ya que se inscribieron para participar un total de 32 equipos. La ausencia más clara fue la de Uruguay, el primer campeón del Mundo y que acumulaba tres títulos ya que los dos torneos por los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928 habían adquirido similar estatus internacional en ese momento, a tal punto que fueron decisivos para que aquel primer mundial se jugara en un país pequeño y remoto fuera del epicentro ‘natural’ del eurocentrismo reinante. Aunque algunos, con el correr del tiempo, quisieron ver en la negativa de la AUF a concurrir al segundo mundial, un ferviente antifascismo, eso no fue así. Mucho menos cuando nuestro país sufría la dictadura de Terra, connotado epígono del fascio. Lo cierto es que se impuso la revancha al desaire europeo anterior. Tampoco fue Argentina, que ya había comenzado a autoproclamarse como la mejor selección independientemente de perder sistemáticamente las finales. Lo cierto es que los argentinos no fueron porque Italia les había birlado cuatro grandes jugadores de su selección y los había nacionalizado para jugar por la ‘azzurra’. Es que aquella Italia se armó con cinco jugadores extranjeros: cuatro argentinos (Monti, Demaría, Guaita y Orsi) más el brasileño Guarisi. Todos habían sido capturados por poderosos clubes italianos como el Inter, la Roma y la Juventus, a condición de nacionalizarse y jugar por Italia en vez de representar a sus países. Tras la fase eliminatoria previa, en la que incluso hasta la anfitriona Italia participó venciendo a Grecia 4 a 0 Grecia, aunque muchas crónicas rumorearon acerca de una intervención ‘amistosa’ de Il Duce, finalmente fueron 12 los equipos europeos clasificados para disputar el mundial (Italia, Alemania, Austria, Bélgica, Checoslovaquia, España, Francia, Holanda, Hungría, Rumania, Suecia y Suiza),tres americanos (Argentina, Brasil y Estados Unidos) y un africano (Egipto), conformando un total de 16 selecciones que lucharían por el título. Según los archivos de la FIFA el puntapié inicial fue dado el 27 de mayo de 1934 cuando en un mismo día se jugaron los octavos de final. Entre los que se despidieron del torneo hubo dos naciones sudamericanas, Argentina tras perder 3 a 2 con Suecia y Brasil, vencida 3 a 1 por España. Las que continuaron fueron: Italia que vapuleó 7 a 1 al accesible Estados Unidos), Checoslovaquia (2-1 a Rumania), Alemania (5-2 a Bélgica), Austria (3-2 a Francia en alargue), Suiza (3-2 a Holanda) y Hungría (4-2 a Egipto). Cuatro días después se disputaron los cuartos de final donde Italia venció a España pero no en un solo partido sino en dos. El primer encuentro fue muy parejo y violento. España se adelantó con un gol marcado por Luis Regueiro a los 29 minutos. Pero unos minutos antes de finalizar la primera etapa Giovanni Ferrari marcó la igualdad luego de que su compañero, Ángelo Schiavio, según las crónicas de la época, “tomara descaradamente al arquero Ricardo Zamora luego del ¡séptimo tiro de esquina seguido!”. Se jugó un suplementario de 30 minutos pero se mantuvo el empate. Fue necesario otro encuentro que se disputó al día siguiente. Tal había sido la batalla que Italia perdió para ese nuevo partido a tres titulares, pero España perdió a siete. En ese encuentro, a los once minutos se logró el tan ansiado gol. Giuseppe Meazza puso el 1-0 que terminaría dándole el triunfo a los “tanos». Las crónicas también dan cuenta de la actuación del árbitro francés “René Mercet, quien tuvo una labor tan polémica que cuando regresó a su país fue expulsado del arbitraje de por vida”. Las semifinales enfrentaron a Austria (que había vencido 2-1 a Hungría), Alemania (2-1 a Suecia) y Checoslovaquia(3-2 a Suiza) más la anfitriona Italia que se había sacado de encima a la peligrosa España. Italia se midió con Austria y la derrotó también con polémica tras un gol en el que Meazza cargó contra el arquero y logró meter el balón sin que el juez cobrara la falta. Luego, el ‘argentino’ Monti sumaría de penal. En la otra llave Checoslovaquia derrotaba a Alemania 3 a 1. Para la final ya estaba todo arreglado y la dirigió el mismo árbitro que había sido tan complaciente con Italia en la semifinal, el sueco Ivan Eklind. En el primer tiempo el juez no vio un claro penal sobre el checo Puc. Sin embargo, en la segunda etapa, la apertura fue del propio Puc. La sorpresa estaba servida y se reflejó en el rostro del dictador que se encontraba mirando el partido desde el palco central del Estadio. Faltaban tan solo 20 minutos pero recién a nueve del final fue cuando los argentinos le dieron el triunfo. Primero lo empataron gracias a una jugada elaborada entre Guaita y Orsi, culminada por este último para forzar el tiempo extra donde de nuevo apareció Guaita para dar el pase letal que Schiavio convirtió en el 2 a 1 final. Como bien escribió el historiador Oscar Rodríguez: “La Copa del Mundo se había conseguido. La propaganda fascista prosiguió al día siguiente en una ceremonia para conmemorar la gesta promovida por Mussolini, en la que aparecieron los jugadores con el uniforme del partido: eran el ejemplo del carácter heroico y guerrero de la raza latina, los símbolos de un equipo que vencería de nuevo cuatro años más tarde, en París. Se trataba, en definitiva, de la victoria de un régimen que aumentó un fervor nacionalista cuyo fuego no se apagaría hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial”. Queda como anécdota, leyenda, mito o simple verdad, la que refiere a la conversación, antes de que la pelota echase a andar, mantenida entre ‘Il Duce‘ y Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol y miembro del Comité Olímpico Italiano. – No sé còmo lo hará, pero Italia debe ganar el campeonato, pronunció Mussolini. – Haremos todo lo posible… respondió Vaccaro. – No me ha comprendido bien, general. Italia debe ganar este Mundial: es una orden, sentenció el dictador. Y así fue.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARME