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Editorial

LACALLE POU, LA SOBERBIA, EL NARCICISMO Y EL PODER

El síndrome de hubris

Por Alberto Grille.

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Caras y Caretas Diario

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Tal vez el lector nunca haya oído hablar de hubris, o tal vez sí. Se conoce con ese nombre a la patología del poder, circunstancia extrema en que quien lo detenta pierde la perspectiva de los hechos y se sobreestima a sí mismo.

¿Por qué el poderoso actúa creyendo saberlo todo, mientras pierde el anclaje con la realidad y la capacidad de autocrítica?

Muchas veces, se dice que el poder tiende a corromper a las personas y que el poder absoluto las corrompe absolutamente, no obstante, esta afirmación con ser en general cierta, subestima el hecho de que, además, el poder puede cambiar la mente de quien lo ejerce y envilecerla.

Hubris no es una enfermedad ni una ideología aunque puede estar presente en una enfermo y en cualquier ideología. No es una locura ni un rapto de brutal ferocidad. Es un concepto de los antiguos griegos que hoy nos ayuda a comprender al ser humano y a profundizar en una reflexión política y ética de nuestro tiempo.

Hubris representaba en la Grecia antigua el mayor delito que un griego podía cometer, contra Dios y contra los hombres

Zeus, el dios de los dioses castigaba con dureza el orgullo presuntuoso, la imprudencia y la jactanciosa temeridad de aquellos mortales que abrigaban pensamientos temerarios que, por creerse más cerca de la divinidad que de los mortales, creyendo que hacían el bien, desencadenan las más terribles desgracias.

Hubris es la perversión de desconocer los propios límites, del placer de suponer saberlo todo, del que no escucha la razón y actúa obnubilado por la pasión, del que procura dañar al adversario y humillar a quienes son afectados por sus acciones.

En nuestro tiempo, como en los tiempos más remotos, algunas personas están enfermas de poder. Cualquiera sea la posición que ocupen, se resisten a escuchar al otro y a valorar puntos de vista además del propio. Suelen sobreestimar sus habilidades, creer que sus opciones son superiores a las ajenas, confiar demasiado en sí mismos y, por todo eso, asumir grandes riesgos e incluso poner en peligro los bienes, la salud y la vida de los demás. Esto los vuelve ambiciosos, todopoderosos, irresponsables, faltos de reflexión y autocrítica, lo que por supuesto afecta la toma de decisiones. Esta desviación es común en quién ejerce algún tipo de liderazgo. Sin embargo, ciertos autores e incluso profesionales de la sociología y la psiquiatría sugieren que, ocasionalmente va más allá de lo común cuando se trata de un cambio de la personalidad denominado síndrome de hubris, conjunto de rasgos adquiridos como consecuencia de ocupar cierto rol de poder por un período de tiempo prolongado.

Las personas susceptibles de desarrollarlo se caracterizan, entre otros rasgos, por tener una preocupación desproporcionada por su imagen, excesiva confianza en el propio juicio y sus limitadas experiencias y desprecio por el consejo de los otros. Se creen muy superiores a los demás y consideran que pueden responder por sus actos ante entidades “superiores”, que pueden ser, según sus creencias, dios, su estirpe, la nación o la historia.

Hasta ahora estamos hablando de nadie o de muchos que tienen poder o mucho poder, pero en estos días pensamos en Luis Lacalle Pou, un ejemplo paradigmático de cómo el “éxito” y el poder pueden evidenciar características que permanecían disimuladas u ocultas al menos para las personas más distantes.

Lacalle Pou es una persona que a medida que gana poder, se siente más inimputable, más libre de expresar lo que en verdad siente, se vuelve más sensible al elogio y pierde el respeto por algunos valores que antes obedecía, como la tolerancia, el respeto por el adversario y la necesidad de responsabilizarse por sus actos.

Es verdad que semejante comportamiento a veces nos confunde e intentamos explicarlos por su histrionismo, su narcisismo o por su individualismo antisocial.

¿Qué puedo decir que ya no haya dicho sobre el presidente que tenemos y que los uruguayos hemos elegido? ¿Qué nos puede sorprender de su insensibilidad? ¿Cómo entender que no escuche las advertencias de la Academia y los científicos que le aseguran que si no se toman medidas más restrictivas de la movilidad, no habrá aplanamiento de la curva, sino cientos de muertos más?

Todos los días inspira reflexiones diversas en quienes no estamos de acuerdo con sus opiniones o sus actos. Hoy mismo, en esta revista, Ortega Salinas, Linng Cardozo y Martín Generali escriben mirando desde diversos ángulos sus últimas semanas de actuación pública.

Nadie inteligente podría esperar que Lacalle hiciera una reflexión profunda sobre la muerte, pero la forma en que banalizó el fallecimiento de sus compatriotas me hizo dudar en aquella reflexión que recuerda que el ser humano es el único de los animales que tiene conciencia de su muerte.

El único que cree que es un líder del mundo y que se hará cargo de algo es él mismo porque vive en una nube de pedos.

La pregunta que hace de que no sabe cuántos son muchos o demasiados muertos por día es una manera de alejarse de la inmensa tragedia que sufren las familias uruguayas.

No es solo un acto de cobardía política como señalara más o menos sutilmente Aldo Silva, sino un intento de poner una valla para protegerse del reproche de nuestra sociedad estupefacta por una realidad ominosa.

¿Para qué reflexionar sobre la muerte, para que preocuparse por pensar el dolor de otros o por tomar alguna medida para evitarlas si aún no pudo contestarse la pregunta de si muchas son 20 o 60 o 70 o muchas más? ¿Cuántas muertes lo van a conmover, 80 o 90 por día? ¿Hay que esperar eso para que abandone su soberbia y acepte que se equivocó?

Preguntar cuál es el límite que puede tolerarse frente a una sucesión de muertes injustas y eventualmente evitables y no precisar cuál es la que él está dispuesto a aceptar antes de revisar lo que ha hecho es una evasiva más en un rosario macabro.

Afirmar que «cada muerte es una tristeza” es una manifestación cínica de quien se niega a adoptar las medidas que le recomiendan y que ha dispuesto priorizar los balances de los mallas oro para no sacrificar la economía, los empresarios más poderosos y el espacio fiscal.

¿Por qué espera llegar a 100? ¿No alcanzan 2.000 muertos?

En el comportamiento de Lacalle Pou hay mucho de frivolidad, de narcisismo de intereses y de ideología.

Pero el hubris es otra cosa, es adquirido, transitorio y desencadenado eminentemente por el poder real.

No se trata entonces de pretender hacer un diagnóstico, sino de advertir preferentemente a sus seguidores que son renuentes a reconocer conductas irracionales de quienes han elegido, para que pongan atención en actuaciones que antes podían parecer desapercibidas, que ocasionalmente podían parecer tolerables o hasta admirables, pero que en determinadas circunstancias se vuelven deleznables y hasta peligrosas, máxime cuando reciben el aplauso de adulones, cobardes y oportunistas. Muchos pueden compartir intereses e ideología y ver con curiosidad su narcisismo, pero cuidado con el hubris porque puede llevar a todos al desastre.

Es destacable y debe recordarse, para evitar cometer errores, que tanto quienes sufren el síndrome de hubris como sus seguidores terminan aislados de lo que realmente sucede.

En las diversas esferas de la vida social, como la política, la empresaria, la educativa, la periodística e, inclusive, las organizaciones no gubernamentales, es importante estar atentos al derrotero de estas conductas.

Quizá la clave esté en recordar que muchas de las características de personalidad que ayudan a lograr el liderazgo estén en justamente ese valor imprescindible que se trastoca con el síndrome de hubris: la invalorable sensibilidad del líder que comprende lo que piensa el otro, que siente lo que siente el otro y actúa en consecuencia para el bien general.

Lamentablemente, el presidente que tenemos no es así.

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