En la edición anterior de Caras y Caretas iniciamos una profunda explicación de los porqués del catastrófico proceso de descomposición de los procesos electorales, de las democracias, de las culturas políticas y de la comunicación social, de los cuales el ascenso electoral de Juan Sartori constituye un trágico síntoma. En esta edición ampliaremos en los porqués de esta evolución, que ilustra y ejemplifica la campaña del joven millonario aspirante a candidato del Partido Nacional.
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Hace 26 siglos, la humanidad vivió una coyuntura sustancialmente similar, que se reedita ahora, siglo XXI, aunque en medio de circunstancias materialmente muy distintas que lo hacen más temible. Los neosofistas serían quienes planean y ejecutan una campaña tan meritoria técnicamente como inmoral en modus operandi y fines. El papel del entonces moralmente indignado Platón lo encarnan quienes solo ponen el grito en el cielo por el papel que el diferencial de dinero juega en el proceso, solo un factor facilongo para comprender la totalidad de un fenómeno mucho más complejo (aunque Platón ya hizo mucho más que eso en ese entonces). Por último, el papel de Aristóteles puede ser asimilado al de quienes intentamos dar instrumentos para entender y desmontar el complejo tinglado armado, dar elementos para enfrentarlo y proyectar los enormes daños que sobrevendrían si la pandemia representada entre nosotros por el proceso de campaña de Juan Sartori sigue colonizando procesos electorales, democracias y culturas políticas entre nosotros y en todo el mundo.
Democracias devienen en populismos carismáticos
Max Weber, en 1917, expresó el temor -luego aguda profecía cumplida- de que las democracias se volvieran ‘populismos carismáticos’. En efecto, resulta crecientemente atractiva la tentación de abandonar los liderazgos ideológicos iluministas de convencer a la gente sobre ideas nuevas y mejores para el bien común, proceso trabajoso y de resultados sustantivos y electorales inciertos; parece muy tentador, en lugar de todo eso, hacer lo que la gente quiere o le parece bien.
La demagogia (prometer lo seguramente exitoso) y el populismo (prometer lo detectado como deseado por la masa) son político electoralmente más redituables, eficaces, y sobre todo eficientes. Pese a que todos los ámbitos se han tecnificado, carismáticos, populismo y demagogia electoreros anclados en equivocada noción de la soberanía popular (todo lo cual desarrolla gigantescos narcisismos colectivos resentidos) secundarizan racionalidad, conocimientos y formaciones específicas.
Hacer pensar a la gente, lucir formado, culto, refinado, pensativo y racional es más riesgoso que aparentar simpatía, extroversión, calor humano, decisión, cercanía en los hábitos (como Juan Sartori, andar a caballo, tomar mate en público, acariciar niños con convicción, sonreír, parecer entusiasta y enchufado con todos). Prudencia y racionalidad pagan menos que simpatía y cercanía de hábitos. Carisma mata racionalidad pensativa. Otra vez, Juan Sartori.
Ya desde mediados del siglo XX la propaganda comercial había ido prefiriendo la seducción emocional a la persuasión intelectual, más barata y directa; vendían más ídolos, héroes y modelos usando los bienes y servicios mercadeables que con largas explicaciones sobre sus bondades relativas. Eso, por su éxito y ventajas, se trasladó a la propaganda política. Fue espectacular cómo, en su momento, Bush Sr. revirtió la clara ventaja inicial del demócrata Dukakis; este, confiante en su exitosamente acogido programa, siguió repitiéndolo en todo tiempo y lugar; Bush cambió, construyó un duro y corto mensaje central, pero adoptó variaciones locales basadas en las encuestas de opinión. Y fue presidente.
Pero, ¿por qué todo esto es malo para las democracias? Porque lisa y llanamente erosiona la utopía liberal sobre la esencia de la democracia: el gobierno electo por todos, o por su mayoría, en que los votantes, informados de las alternativas programáticas del menú, meditan racionalmente y deciden, moralmente, lo mejor para el bien común. Pero esta utopía, aun sin realizar, está cada vez más lejos de suceder si el camino es el de la demagogia, el populismo y el carisma; porque cada vez hay peor información que no sea sesgada y polarizada, que invite a comparar y elegir racionalmente lo técnica y moralmente mejor; porque cada vez se trata menos de persuadir racionalmente y más de seducir emocionalmente; porque los medios de comunicación de masas reducen cada vez más el debate abierto y extenso en desmedro del flash sensible.
El funesto advenimiento de las redes sociales hipersimplifica lo ya simplificado por la comunicación periodística: nadie soporta leer argumentos ni razones en un mundo hipercomunicado con tuits, memes, emoticones, estados, perfiles, selfies difundidas y música de ritmo machacante y simple, con letras duras, obvias, imágenes impactantes. ¿Quién puede disponer del tiempo psíquico de un lector medio, que ya no puede mantener atención ni concentración por más de dos segundos sin recibir golpes sensoriales? ¿Quién puede disponer del tiempo y espacio suficientes como para responder a una mentira de Trump, una burrada de Bolsonaro o una lacrimogenia de Lenín Moreno con esas limitantes? Nadie, y si se adoptan esos mismos medios, no se podrá; nunca más cierto el dictum de Marshall McLuhan de que el medio es el mensaje. ¿O habrá que candidatear a un periodista, o a alguien del jet-set del consumismo, outsiders políticos? Sería el harakiri perfecto, en el fin del mundo de la lectura, la reflexión, la información múltiple y la decisión fundada.
En este nuevo panorama, la utopía liberal democrática media reacciona con una propuesta tan desubicada como la creencia en que las democracias operan tal como su Vulgata utópica enuncia: hagamos obligatorios los debates entre candidatos en las campañas electorales. Bullshit. ¿Por qué es una propuesta desubicada?
Porque, en principio, cada candidato elige los elementos de su campaña como mejor le parece para sus fines. Si alguno no es buen polemista, no creerá conveniente debatir con otro que lo haga mejor. De todos modos, planes y programas se le pueden hacer conocer al cuerpo electoral por mucho otros caminos. Y los debates convienen a los que van perdiendo, a los mejores polemistas y a la prensa que recauda publicidad por transmitirlos; no a los que van ganando, porque no polemizan bien y se comunican de otros modos. Tampoco un mejor polemista asegura un mejor gobernante.
El contenido de los debates, por lo pronto, no asegura que lo expuesto en ellos contenga la verdad y realidad de los planes y programas: porque los tiempos audiovisuales no alcanzan y entonces se adopta un criterio pragmático-electoralista con populismo, demagogia y carisma superabundantes, y porque la mayoría de la gente no tiene formación suficiente como entender y evaluar comparativamente planes y programas multitemáticos.
¿A qué le presta atención la audiencia, entonces, y con base en qué decide? Seguramente no basados en lo que nuestros politólogos y periodistas políticos para lactantes suponen. Cuando hay alguna inflexión en la carrera electoral se hipotetiza sobre alguna causa que supone un grado de información y de formación que 90% de los electores no tiene. ¿Por qué no se les pregunta nunca a los votantes, durante los sondeos de opinión, en preguntas abiertas, sin precodificar, razones y motivos de su adhesión? Se verá que el voto no es racional ni tan reflexivo, como se cree. No olvidemos subrayar el concepto de ‘carrera’, porque el componente deportivo y de combate al tedio que tienen la información y el ‘interés’ en la política son más que conocidos. Cómo va la carrera, quién se peleó con quién, qué nuevos chismes circularon hoy.
He oído decir que se vota a Juan Sartori porque saluda, abraza y besa mucho más emotivamente a los niños. Y no es tan disparatado como puede pensarse en función de todo lo anterior; porque la gente, que no puede decidir racionalmente comparando planes y programas por falta de información objetiva y neutral y por falta de formación, entonces le presta atención a lo que puede evaluar desde su cotidianidad. ¿Es simpático? ¿Es confiable? ¿Se hace entender? ¿Luce firme en sus afirmaciones? ¿Mandará bien? Es más útil responder estas preguntas y no las razones hipotetizadas por nuestros elitistas especialistas para politizados.
No olvidemos, antes de cerrar esta columna, otras cuatro enormes razones de las que hoy nos falta espacio para desarrollar. Una de ellas es que ha cambiado el contenido y caracteres de ídolos, héroes, líderes y modelos de rol. Ya no son las vidas paralelas de Plutarco ni las vidas ejemplares de los santos católicos, ni siquiera los justicieros morales; ahora son los superiores materialmente, los ricos, famosos y poderosos. Otra es que las mayorías se conforman silenciosamente eludiendo la singularidad y adhiriendo paulatina y abruptamente al carro ganador (bandwagon effect). No menos importante es que ya no hay gran demanda de sentido ni de moral, sino de diversión, consumo y estatus en el planeta de Narciso, de la abundancia, del consumo y del espectáculo. Los admirables y los odiables han cambiado drásticamente; y con ello la suerte pública de los candidatos político electorales. Y, por último, no debemos olvidar que la feroz polarización político electoral y la judicialización mediática de la política erosionó a la clase política; y acabó haciendo sospechables a los ‘insiders’; y, por tanto, esperanzadores a los ‘outsiders’ de la política. Juan Sartori, de nuevo.