En términos de odio no hemos inventado nada, pero deberíamos ser capaces de recordar, al menos, los fervorosos intentos de aniquilación de unos a manos de los otros en la historia del planeta Tierra. El odio al pobre, en particular, es el tema de esta columna. En la novela de la vida, Jonathan Swift, el célebre autor de Los viajes de Gulliver, conoció el hambre como pocos, y escribió en 1729 un librito de largo título: Una modesta proposición para impedir que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país (A Modest Proposal), cargado de amarga ironía. El argumento básico es que los niños pobres deberían ser devorados por los terratenientes ricos. Esos infantes “al crecer se convierten, por falta de trabajo, en ladrones”. Luego da el remedio: “Me ha asegurado un sabio americano, que he conocido en Londres, que un niño saludable y bien alimentado es, al año de edad, un alimento de lo más delicioso y nutritivo, ya sea estofado, rostizado, horneado o hervido…”.
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Charles Dickens, en su novela Oliver Twist, nos deja una escena inolvidable, en la que Oliver comete el pecado de pedir un poco más de comida en el hospicio. “Tengo hambre, señor. Hágame el favor de darme un poco más”. El ruego provocó un escándalo sin parangón. “Grueso y coloradote era el jefe de cocina; pero la sorpresa lo dejó pálido. En su estupefacción, mantuvo clavadas sus miradas atónitas sobre el pequeño rebelde… Las mujeres que lo ayudaban se dirigían miradas de estupor. Los niños temblaban de espanto”. Informada la Junta del hospicio sobre la conducta de Oliver (quien fue puesto en prisión y luego expulsado), uno de sus miembros expresó una profecía: “Este niño morirá en la horca. Aseguro que este niño ha de morir ahorcado”.
A fines del siglo XX, en 1995, Adela Cortina escribió una columna en el diario español ABC Cultural cuyo título era “Aporofobia”. Cinco años después brindó el término a la RAE para incorporarlo al Diccionario. El concepto proviene del griego áporos (pobre, sin medios o sin recursos) y fobéo (espanto o miedo). Actualmente la palabra ha sido recogida por todas las disciplinas de las ciencias humanas y por varios órganos institucionales para tipificar los delitos de ofensa a los pobres. La aporofobia o el odio al pobre expone uno de los conflictos políticos, económicos, sociales y morales más graves de la actualidad (y de todos los tiempos) eternamente silenciado: el rechazo a quien no tiene nada que ofrecer, pues su pobreza rompe el juego sagrado del intercambio capitalista. Innumerables son las expresiones de esta fobia; una de ellas, acaso la más notoria, es la crisis de refugiados, que provocó la aparición de partidos populistas xenófobos en Alemania, Austria, Hungría, Holanda o Francia, y acciones antimigratorias, como la del tristemente famoso muro de Trump.
En América Latina campea desde hace rato, se trate o no de inmigrantes. No es solamente una crisis humanitaria, ante la que brilla por su ausencia la respuesta gubernamental, sino una verdadera patología social, convertida a estas alturas en el gran desafío contemporáneo. “El problema es de pobreza”, aclara Cortina. “Y lo más sensible en este caso es que hay muchos racistas y xenófobos, pero aporófobos son casi todos”. No solamente se rechaza a aquellos que no tienen nada para ofrecer, en sociedades neoliberales y capitalistas, sino que se desarrollan sistemáticos discursos de odio hacia ellos. Se odia al ladrón que roba en la calle; pero se odia mucho más al conjunto de lo que el ladrón simboliza en el imaginario patológico. Del ladrón, el chorro, el vago o el pobre, se pasa al recelo encarnado en la mera apariencia, que ha llegado a entronizarse en el verbo normativo. Artículo 470 de la LUC: “(Actuación en casos de hechos de apariencia delictiva). En caso de hechos de apariencia delictiva, las autoridades actuantes detendrán a los presuntos infractores e informarán de inmediato al Ministerio Público”. Concepto vago si los hay, el de la apariencia delictiva (que de los hechos se ha extendido a los sujetos) se torna sumamente peligroso, por su alto grado de vaguedad e imprecisión. ¿Cuáles serían esos hechos? ¿En base a qué presunciones o manifestaciones? ¿Quién los evalúa como tales? ¿En base a qué normativa de superior jerarquía?
El artículo aludido encarna, sin la menor duda, una de las manifestaciones del odio en su aspecto histórico-actitudinal. Por si quedaban dudas, un legislador nacional manifestó hace pocos meses, pretendiendo aclarar el concepto, que “La apariencia incluye la actitud”. “Hay una apariencia. Determinada gente que tiene tatuaje, gorrito y piercing da una tipología… pero no tiene que ver con la ley, tiene que ver con una realidad”.
Adela Cortina señala que bajo la patología de la aporofobia subyace una idea de superioridad sobre el otro, que lleva al “superior” a considerar legítimo su accionar. En el fondo se trata de una desigualdad radical entre “nosotros” y ellos. De los discursos de odio se pasa a las normativas de odio, y de allí a los delitos e incidentes de odio, en un movimiento cíclico y en un círculo infernal.
¿Por qué son peligrosos los discursos de odio? Porque están dirigidos a la esencia, o a la índole profunda de ser del otro, o sea hacia aquello que percibo como una agresión o una ofensa en mi propia esencia. Quienes se consideran a sí mismos superiores sienten que no pueden concretar su proyecto de vida, su “ser-en-el-mundo”, a causa del ser mismo del otro. De allí el impulso de aniquilación de ese objeto. Pero, ¿hasta dónde puede llegar ese impulso? Es muy amplia la gama de las acciones en tal sentido: desde la exclusión o aislamiento del otro, su vilipendio público, su castigo ejemplarizante (así no haya hecho nada, más allá de su mera condición existencial, por la que es merecedor de odio) hasta el asesinato, e incluso hasta el vilipendio de su cadáver o la profanación de su tumba. En nuestro país existen varios ejemplos al respecto. El odio quiere aniquilar porque odia la manifestación de existencia o el sentido que asume el ser del otro, no solo por sus pretendidas faltas, sino también por sus valores. Quien odia no desea convertir o mejorar al otro, pues esto implicaría ya un cierto amor por él (empatía elemental, buena intención, asomo de solidaridad). Nada de eso. Cuando odiamos profundamente no queremos de ningún modo educar o auxiliar al otro, sino sencillamente destruirlo.
Jeremy Waldron, filósofo y jurista neozelandés, expresa que el discurso de odio puede adoptar varias formas: a) La imputación general de hechos ilícitos a los miembros de un grupo (todos son chorros, todos son delincuentes); b) las caracterizaciones que denigran a los miembros de una comunidad, como a (todos) los musulmanes en Francia o a (todos) los mexicanos en Estados Unidos; c) La discriminación genérica en base a la orientación sexual, raza, religión, política, género; d) El establecimiento de prohibiciones en atención a los rasgos definidores del grupo, por ejemplo, impedir la entrada de personas a sitios públicos. Waldron considera necesario instrumentar ciertas herramientas legales para prohibir este tipo de discursos, no por la malicia de sus expresiones, ni siquiera por el reproche moral a su contenido, sino debido a las consecuencias que las incitaciones a la violencia generan en la sociedad y especialmente en referencia a las víctimas de estas cruzadas. Los discursos de odio, para Waldron, rompen con el tejido básico de una sociedad democrática, puesto que menoscaban la dignidad y los derechos de las personas, en una escalada cuyas manifestaciones más agudas conocemos demasiado bien, por desgracia. He aquí otro círculo infernal: la persecución de los proyectos de vida de las personas discriminadas provoca el reforzamiento de su vulnerabilidad y su aislamiento, de modo que el estigma se perpetúa, sobre todo en ausencia de intervención estatal, o peor aún, con la complicidad del Estado y de la normativa, y con ello, se mantienen y agudizan los discursos de odio. La sociedad solo puede salvarse recordando su pasado y encarando con argumentos sólidos y eficaces a quienes pretenden manipular las conciencias y las instituciones. La discusión a cara descubierta, para prohibir actos violentos, vengan de donde vengan, es hoy más que nunca una tarea urgente, para que la libertad y la dignidad humana no sean nada más que letra muerta.