La vida es una novela, o al menos eso es lo que se viene diciendo sobre la literatura (¿o sobre la vida?) desde la noche de los tiempos. Será porque, como también se ha dicho, la realidad supera a la imaginación, de tal modo que narración y vida, ficción y no ficción, fantasía y realidad, se transforman en las figuras infinitas de un caleidoscopio que alguna mano hace girar sin término posible. La mano aviesa a que me refiero no es, en todo caso, la de un dios o unos dioses, como podría suponerse; no es tampoco la de algún espíritu malvado, complacido en la confusión y en la perdición de la humanidad, sino más bien la de nuestra propia estupidez, que tanto gusta de enredar los hilos de la razón y, más que nada, de las sinrazones. Ya sé que el término estupidez suena duro, pero en la novela de la vida dicho término también abunda, como en algunas grandes obras que he tenido la suerte de leer. Una de ellas es La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, autor estadounidense que se suicidó a los treinta y dos años. Se trata de una obra satírica, triste y divertida, delirante y ambigua, amarga y burlona, cuya principal característica es una denuncia de la necedad (léase estupidez) reflejada en todas las hipocresías, vacuidades y cinismos de la sociedad norteamericana. Hay otros dos autores que bien podrían haber sostenido una interesante conversación con Kennedy Toole y/o con su personaje Ignatius. Ellos son el humanista holandés Erasmo de Rotterdam y el irlandés Jonathan Swift. Se sabe que Kennedy Toole leyó al menos a este último, ya que introduce una cita suya: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. Si ese genio es Ignatius, no nos queda demasiado claro a nosotros, como lectores. En todo caso se trata de un personaje bastante repulsivo, egoísta, intolerante, neurótico y homófobo, obsesionado con la filosofía medieval, que hace gala, sin embargo, de un insólito poder para penetrar en el alma de la gente y en sus miserias más recónditas, así como también lo hace Jonathan Swift. Entre las obras de este último, cabe mencionar Los viajes de Gulliver, de 1726, o Una modesta proposición, de 1729, escrita según declara en su largo título, “para impedir que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país”. La solución que proponía era, sencillamente, comérselos. En cuanto a Erasmo, se ocupó de filosofía, filología y teología, y escribió eruditos ensayos y tratados, entre los que sobresale su polémica e irreverente obra Elogio de la locura (1511), también conocida como Elogio de la necedad, cuya lectura es cualquier cosa menos aburrida; yo apostaría cualquier cosa a que Kennedy Toole también se devoró este libro, no sólo porque existen entre ambas obras ciertas similitudes conceptuales, sino por su exasperado sarcasmo hacia la sociedad en que a cada uno le tocó vivir. Quiero decir que sus visiones se parecen mucho, aunque las separe el lapso histórico de casi 500 años. Sea como fuere, la de Erasmo es una obra surgida en pleno Renacimiento (parece que la escribió durante una estadía en casa de su amigo Tomás Moro, a quien dedica el libro), tan desbordante de sarcasmo que hasta resulta trágica y violenta. De cualquiera de estos tres escritores –no olvido a Voltaire y a Rousseau, dicho sea de paso- podría decirse que no usaron una pluma sino un martillo, un bisturí y una pinza, un serrucho apto para descuartizar a la gente o para abrirle el cráneo y contemplar su cerebro, al estilo de un Hannibal literato. Hasta usaron los dientes. Erasmo señala en el prefacio de su obra: “Quizá no falten detractores… que repetirán a grandes gritos que lo desgarramos todo a dentelladas”. Y no le falta razón. En los tres escritores está instalada, de manera implícita o explícita, la idea de la locura, no como enfermedad o patología concreta, sino como extendido mal del que nadie se salva. “Al mundo le falta un tornillo, que venga un mecánico, pa ver si lo puede arreglar”, cantaba y sigue cantando Carlitos Gardel. Lo horrible de ese mal es que los afectados no se dan cuenta de su enfermedad; por el contrario, se ceban en ella y la celebran. Lo horrible es también que, como dije antes, nadie permanece inmune. Puede parecer que, para calibrar esa locura masiva, eternamente renovada y para colmo contagiosa, alcanza y sobra con observar el funcionamiento de las sociedades humanas, escuchar la radio, leer el diario o simplemente sacar una silla a la vereda. O sea, que uno –el observador- está siempre por fuera. Grave error. La cosa es bastante más compleja y perversa. Todos estamos metidos en el baile, a juzgar por lo que dicen Erasmo, Swift y Toole (hay unos cuantos más que también lo afirman, pero brevedad requieren las cosas). Hasta ellos están metidos, y lo saben. No hay libertad de expresión, y mucho menos racionalidad, sino más bien una veleidosa opinología que no se detiene a fundamentar casi ninguna de sus ideas, que es capaz de contradecirse a sí misma una y mil veces, con absoluta despreocupación, y que ante todo y por sobre todo está centrada en el ego de los opinadores y no en la búsqueda de la verdad que con tanto énfasis reclamaron Platón y Aristóteles. Con lo cual queda de manifiesto esa locura de la que habla Erasmo, o esa miseria en la que se regodea Swift y ante la cual se encoleriza Ignatius. Interesa señalar que en la obra de Erasmo es la propia locura (o necedad) la que habla. Se ve que la egolatría causaba estragos ya en el siglo XVI, puesto que la necedad exclama: “Hace bien en alabarse a sí mismo quien no encuentra a otro que lo haga”. Y en cuanto a la facilidad para opinar, añade: “A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la boca”. Pero como dije antes, acá no se salva nadie. Tampoco los pretendidos sabios o eruditos quedan incólumes, ya que la locura se burla también de quienes “pronuncian un discurso que les ha costado treinta años elaborar, y que más de una vez es ajeno”, pero ellos “juran que lo han escrito, y que aún lo han dictado, en tres días, como juego”. Agrega la locura que ella fue amamantada por dos graciosas ninfas, la Ebriedad y la Ignorancia; y que entre su séquito se encuentran el Amor Propio, la Adulación, el Olvido, la Pereza, la Voluptuosidad y la Demencia. Por supuesto, la locura odia a la sabiduría. “Llevad un sabio a un banquete y lo arruinará, con un lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas”. Por eso, una de sus máximas favoritas es que “La existencia más placentera consiste en no reflexionar nada”. Habla luego de la “gente gruñona que vigila los defectos ajenos con vista más fina que el águila… en cambio, ¡qué legañosos ojos tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a su espalda!”. Kennedy Toole, por su parte, ya en las primeras páginas de La conjura de los necios, hace decir a Ignatius que “Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto”. Ignatius detesta la ciudad en que vive, “desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado”, y a los niños que salen en la televisión, y a los actores que se besan en las películas, que lamen “dentaduras podridas” y está escribiendo “una extensa denuncia de nuestro siglo”. Es verdad que, cuando uno lee a estos tres grandes autores, experimenta una sensación más bien ácida. Como si se acabara de vomitar, o algo así. Pero también es verdad que esas voces siguen siendo necesarias, tanto para despertar al que no se atreve a pensar (como acusaba Kant) o al que, de tan soberbio, se cree que nadie en todo el orbe sería capaz de pensar tan bien como él. No digo que se trate de escritores virtuosos, de profetas o de mesías. Digo que, con sus sarcasmos y sus caídas, sus ofuscaciones y sus aciertos, han contribuido a asustarnos un poco. Han hecho que sospechemos de nosotros mismos. Y la sospecha, como ya lo dijo Sócrates, suele ser beneficiosa, al menos para bajarnos el copete, mirarnos de frente en el espejo y armar de nuevo el rompecabezas de nuestras fervorosas ideas, a ver si por fin le arreglamos al mundo ese famoso tornillo.
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