En la novela de la vida, seguimos con un pie en la Edad Media. Hablo de un medievalismo fervoroso, de inusitada fuerza, contra el que parecen estrellarse, cada tanto, todas las conquistas en materia de derechos humanos. Los europeos, en particular, siguen rindiendo culto a la Edad Media. Tienen reyes y papas, celebran bodas y nacimientos reales, y la lucha entre moros y cristianos ha pasado a dirimirse a través de las guerras entre Oriente y Estados Unidos, el nuevo paladín de estos tiempos. Iba a decir que los occidentales (de los cuales América Latina forma parte solo en algunos sentidos) son increíblemente astutos, pero no es tan cierto. Si nos paramos en este preciso instante, podría llegar a parecer que en efecto, los europeos han logrado llegar a su famoso equilibrio político, económico y social, de manera eficaz y ejemplar. Pero en la marcha de los cometas en el cielo (Martí dixit) que van por los aires dormidos engullendo mundos, los europeos se han dedicado básicamente a desangrarse en guerras interminables y al saqueo del planeta. España nunca pudo acostumbrarse a la pérdida de su imperio colonial. Por estos días el rey de España se dio el lujo, nada menos que en la castigada y saqueada Puerto Rico, de pretender justificar la conquista de América. Y recurrió para ello a la falacia desarrollista. Dijo que su nación aportó su lengua, su cultura y su credo a los países conquistados. Elogió, aunque parezca insólito, la forma en que su país conquistó el continente americano a fines del siglo XV. La conquista hizo posible, agregó, la creación de instituciones de gobierno, universidades, escuelas, hospitales e imprentas, y aportó valores y principios, como la concepción de los derechos universales. Cuando un discurso solo puede prosperar en base a la ignorancia, la indiferencia y la malicia, hay que andar con cuidado. Las palabras del rey de España están repletas de contradicciones y solapado cinismo. Constituyen además un insulto, de punta a punta, hacia todos los movimientos de liberación de los pueblos americanos, ya desde antes de la revolución de 1810. Fray Antonio de Montesinos, Tupac Amaru, Francisco Miranda, Simón Bolívar, Antonio de Sucre, José Artigas, José de San Martín, José Martí y una lista interminable de próceres, liberadores, pensadores y filósofos latinoamericanos se revolverán en sus tumbas. La falacia del rey de España está dada en recurrir a argumentos que contienen una porción de verdad, aunque esta sea mínima. Su tesis vendría a ser, de modo básico y grosero, que la conquista de América fue buena, porque trajo mejoras tecnológicas y, según él, valores, principios morales y avance en derechos humanos. Olvida por el camino los horrores de la conquista, ampliamente denunciados, entre los que figura el genocidio de los pueblos americanos (por ejemplo, la desaparición casi total de los taínos de la isla La Española). Olvida la feroz discriminación ejercida durante toda la colonia, que ha provocado, entre otros males, una feroz desigualdad, que es la mayor del planeta. Olvida el abuso y la tortura ejercida bajo todas sus formas, la violación continua de derechos y la depredación de las riquezas americanas. Basta visitar las mayores iglesias españolas para advertir el derroche del oro y de la plata que todavía recubre los altares, los coros, los techos y los muros. No existen las visiones imparciales en materia histórica. Lo que cuenta es la forma en que la historia ha llegado a nosotros, cómo nos la han contado, cómo la hemos estudiado, desde qué perspectivas. El rey de España, para no ser menos que sus ancestros, ostenta una actitud de arrogancia, suficiencia, eurocentrismo y nacionalismo a ultranza, y justifica la conquista sobre la base de la civilización. No nombra la palabra, pero casi. ¿Y por qué no la nombra? Sencillamente porque si uno dice civilización, dice de inmediato su contrapuesto, que viene a ser la barbarie. Y si se dice barbarie, se concluye en la inferioridad de los sometidos. El rey de España ha sido aleccionado para no caer en esa arcaica dicotomía en la que, sin embargo, cree fervorosamente. Hablar de adelanto tecnológico, de un lado, equivale a reconocer atraso, inferioridad, subhumanidad y barbarie del otro. La ecuación es muy simple. Y aun cuando alguien quisiera tomarla por buena (hay entre nosotros entusiastas defensores de las palabras del rey), de todos modos nos hallaríamos ante una falacia, por no decir ante una mentira escandalosa, ya que no es posible echar en saco roto las inmensas violencias cometidas por el invasor en su conquista a sangre y fuego (que constituyen la única y auténtica barbarie), no solo en referencia a los indios y negros (recordemos que España introdujo la esclavitud en América) sino a los propios criollos, que son los hijos de españoles nacidos en América, o sea, usted y yo y medio continente. España introdujo en el Nuevo Mundo el saqueo, la fuerza armada, el sometimiento brutal, la muerte de millones y millones de seres humanos cuyo solo delito era poseer unas culturas diferentes, y cuya desgracia mayor era la abundancia de oro y plata. Ríos de tinta han corrido a estas alturas para mostrar las falacias aludidas, que el rey de España hace suyas, en una demostración de neocolonialismo que debería merecer el repudio del mundo entero, especialmente porque pretende maquillar su postura recurriendo nada menos que al concepto de derechos humanos (el colmo del cinismo). La filosofía de la liberación, el problema del Otro, las teorías del centro y de la periferia, se han ocupado hasta el cansancio de la falacia desarrollista, del eurocentrismo y de la constitución de una subjetividad moderna, así como han denunciado la imposibilidad de un diálogo mínimamente racional en torno al sometimiento, la exclusión y la negación de humanidad a ese Otro. Pero Felipe VI parece no conocer estos planteos. El filósofo argentino Enrique Dussel, quien se ha ocupado toda su vida de esta cuestión, habla, no de descubrimiento, sino de encubrimiento. La falacia desarrollista manejada por Felipe VI es temeraria, no solamente porque encarna el eurocentrismo autoproclamado de Europa y con él, la idea de superioridad intrínseca de su cultura, sino además porque pretende universalizar una actitud, una visión, un enfoque colonial cargado de preconcepciones. En efecto, el hecho de que una cultura cualquiera se arrogue el derecho o la misión salvadora de “hacer progresar” por la fuerza a otra, es en sí mismo absurdo, puesto que la violencia anula toda posibilidad de auténtico desarrollo y vicia desde sus orígenes toda acción humana. La violencia no trae más que funestos resultados, sobre todo cuando un pueblo se lanza a la conquista de otro por notorio y desaforado afán de lucro, sin respetar ningún bien y ninguna vida humana por el camino. Progresar, en este sentido, es imposible. La violencia se reduce a producir víctimas y victimarios, y todos conocemos el ejemplo de Estados Unidos, y los resultados de pretender llevar su “civilización” al Oriente. Yo no espero que el rey de España pida perdón por los excesos del régimen colonial, porque esto también me parece absurdo, pero estimo que podría haber dicho algo más edificante, saludable e inteligente; por ejemplo, pudo haber reflexionado sobre los funestos efectos de la mentalidad colonialista que siempre han sostenido los europeos, sobre la necesidad de autoconciencia, de respeto a los diferentes, de diálogo intercultural, sobre la esperanza en un mundo donde los pueblos puedan desarrollarse en serio, sin jerarquías y sin verse sojuzgados y sometidos por un modelo único de civilización. Pudo haberse referido a la valoración de lo que se “es” y de lo que “se tiene” hoy, en base a aquel pasado lamentable, para enfrentar el porvenir en mejores y más justas condiciones. Pero esto sería pedirle peras al olmo, y por eso, ante semejantes embates de retroceso medieval, de soberbia, de insensibilidad y de absoluta falta de expiación, todos y cada uno de los americanos deberíamos abrir los ojos y mantenernos en alerta.
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