Hijo del barrio de La Teja, nacido en el seno de una familia obrera, Tabaré forjó una vida extraordinaria desde el esfuerzo, la dedicación y una inteligencia fuera de la común. No heredó riquezas materiales, pero sí el ejemplo de lucha de su padre, un obrero de ANCAP, despedido y hasta encarcelado por su militancia sindical en la Huelga del 52. Tabaré se formó en la educación pública y, según él mismo contaba, no era, de muchacho, un alumno destacado. Concurrió al Bauzá y al Liceo del Cerro, pero tempranamente tuvo que abandonar la secundaria por varios años para ayudar a mantener a su familia. Vendió diarios, trabajó como aprendiz de carpintero, de empleado en un almacén y hasta en una vidriería. Recién logró retomar el liceo a los 21 años, en el IAVA. En 1963 ingresó a la Facultad de Medicina, y comenzó una carrera formidable que lo convirtió en un experto internacional en su disciplina y Catedrático de la Universidad de la República, sin por ello desligarse nunca de La Teja, su barriada de origen, donde fundó el Club Arbolito y fue dirigente de Progreso, equipo de sus amores, al que condujo al mayor logro deportivo de su historia, el Campeonato Uruguayo de 1989.
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Tabaré hizo una vida excepcional, porque es excepcional que un muchacho que creció sin nada, desde abajo, haya alcanzado la cima en todo lo que hizo, tan sólo con el apoyo de su familia, de su compañera María Auxiliadora, y de su enorme tenacidad y talento. Ganó en todos los partidos que jugó en la vida. Como médico, fue el mejor en su disciplina. En el deporte, logró que su equipo, el cuadro de su barrio, conquistara una Copa reservada casi de forma permanente para los grandes. Y como militante político, fue el primer intendente de Montevideo del Frente Amplio y el primer presidente de izquierda de Uruguay.
En sus pasajes por el poder, Tabaré cambió todo. Cambió la forma de vincularse con la gente, cambió a Montevideo y la transformó en una ciudad distinta, más cercana y más linda, mucho más comprometida con la suerte de los más débiles, mucho más participativa. Su intendencia fue un espectáculo: bajó precio el boleto, terminó con los basurales, llevó la cultura y la salud a los barrios inaugurando las policlínicas municipales; inventó la descentralización y los centros comunales. Pero fue como presidente cuando se vio ante el mayor desafío que pueda imaginarse: el desafío de poner en pie un país postrado por la mayor crisis económica de su historia, devastado, lleno de pobreza y de pobreza extrema, vaciado y sin un mango. Y lo hizo.
El día de la victoria, la noche del 31 de octubre de 2004, cuando más de la mitad del pueblo le ofreció su respaldo, se quebró para siempre el bipartidismo de blancos y colorados y, bajo su liderazgo, la izquierda obtuvo la posibilidad de demostrar en la cancha que era capaz de transformar a Uruguay y transformar la vida de los postergados. ¡Y vaya si lo hizo!
Tabaré fue un hombre muy particular que, siendo ecuánime, logró todo lo que se propuso en la vida. En la medicina, en el fútbol, en la política, pero también tuvo una familia unida a la que amó y que lo amó a él, y contó siempre con el cariño del pueblo. Hasta hoy mismo, el día de su muerte, es el dirigente político más querido por su pueblo, reconocido por propios y extraños, respetado por todos, con una imagen pública intachable de honestidad, de nobleza, de generosidad.
Tabaré, querido Tabaré: no por esperada tu muerte duele menos.
Querido compañero: en un país donde nadie cumplía, vos cumpliste. De todas tus virtudes, elijo tu corazón obrero, que en cada disyuntiva te hacía caer del lado de los pobres. Nunca te irás de adentro de nosotros, nunca te olvidaremos. ¡Y cómo te gustaba cerrar tus actos con la frase del Ché! Esa que ahora emerge, como un grito, un llanto, el último responso que nos brota del corazón para despedirte: Hasta la victoria siempre.