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Hombres inocentes y mujeres feminazis

No existe la posibilidad de objetivar una intención, no se pueden regular las miradas, ni se pueden tipificar las actitudes. Lo que se puede hacer es dejar de invadir a otra persona que camina tranquila por la calle, dar valor a su negativa y dejar de normalizar los comentarios sobre su aspecto, la persecución hasta su casa, la insistencia en el acercamiento o la invasión de su espacio.

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Las personas tenemos, por un lado, la interacción como herramienta y, por otro lado, la capacidad de explicitar nuestros pensamientos y sentimientos en el acto mismo de la comunicación. Las miradas, el lenguaje verbal, la gesticulación y el contacto físico constituyen todo un conglomerado de sentidos y significaciones que forman parte de un sistema comunicativo cultural que revela información en base a los comportamientos sociales propios de cada cultura. Además de la cultura, que establece dinámicas y claves de emisión y de recepción de mensajes, el contexto es otro elemento a tener en cuenta a la hora de analizar las formas y los contenidos de los mismos, que se dan y que se reciben en momentos y condiciones determinadas. A lo largo de nuestra vida aprendemos los elementos de la comunicación de forma casi implícita a su puesta en práctica, y aprendemos la necesidad de un emisor, de un receptor, de un código, de un canal y de un mensaje para que se haga posible el intercambio de información entre seres humanos. Pero, además, para que la comunicación se dé, es necesario que haya, en primer lugar, una voluntad explícita por la que el emisor se vea legitimado a emitir un mensaje y el receptor dispuesto a recibirlo; además tiene que existir un consenso en la forma de la comunicación por la cual los códigos del mensaje son contextualizados a fin de no ser malinterpretados. Si alguno de estos elementos no tiene lugar, la comunicación pasa a ser o bien una emisión de información de forma unilateral, y no un intercambio, o bien acoso.

Carolina Conze, Secretaria de Organización del Centro de Estudiantes de Ciencias Sociales, no esperaba que el cartel colgado en la puerta de la Facultad y la iniciativa que anunciaba tuvieran tantas repercusiones en los medios y en las redes sociales. El viernes 16 de marzo se celebró en ese lugar el baile que daba la bienvenida al curso y a la nueva generación ingresada, y en dicho cartel podía leerse:

ESPACIO LIBRE DE ACOSO. ¡Bienvenidas al baile de Sociales! Este es un espacio para que todos y todas disfruten libremente, lo cual para nosotras implica que nadie se sienta acosada o acosado en este espacio, con la posibilidad de bailar y mover su cuerpo sin siquiera ser invadida con la mirada o con la palabra. Si eso sucediera hay compañeras que están para intervenir en esas situaciones y están identificadas con una cinta naranja en el brazo.

Asegura que esta iniciativa es el resultado de una discusión que lleva teniendo protagonismo muchos años en el colectivo, que sigue presente y que se renueva cada vez. En 2010, nos cuenta, se generó la Comisión de Género y Diversidad, y en dicha comisión se llevan a cabo, aún a día de hoy, debates en torno a la relación entre hombres y mujeres, y en torno a las relaciones más estructurales que sustentan las relaciones de poder. En 2016 el Centro de Estudiantes de Ciencias Sociales se declaró feminista, constituyéndose así un marco por el que las actividades, tanto las que se realizan hacia la interna de la organización, como las que están pensadas para la Facultad en su conjunto y las dirigidas hacia la sociedad de forma más amplia, introducen la discusión acerca del uso libre del espacio y la necesidad de garantizar lugares seguros para todas las personas. La materialización de estos planteos es la constitución de un grupo de gente identificada con una cinta naranja en el brazo que, la noche del baile, quisieron promover un espacio libre de acoso en la medida de sus posibilidades. “Era importante que las personas asistentes no se vieran limitadas a la hora de hacer un uso del espacio libre e igualitario”.

A pesar de los bulos que han tomado protagonismo en las redes, las 11 personas de cada turno que constituían este grupo, tanto por mujeres como por hombres, no tuvieron la intención en ningún momento de ser como la Gestapo de la fiesta, tal y como han sido calificadas. Conze nos cuenta que la primera medida que se tomó en todos los casos de denuncia o queja, lejos de ser la expulsión directa, fue el diálogo entre ambas partes para esclarecer los hechos. Las personas que se habían acercado a manifestar algún tipo de incomodidad de alguna manera fueron todas mujeres, y la mayoría de los varones a los que se interpeló reconocieron haber incomodado de alguna manera. Solo hubo un caso en el que, tras un intento de diálogo, la persona acusada reaccionó de forma agresiva y violenta con más de una persona allí presente y, como consecuencia, con el canal de diálogo ya cerrado, se le invitó a abandonar el baile. Un apunte, si me permiten: no se escandalicen tanto. Cada noche, en todos los boliches de la ciudad, los vigilantes de turno expulsan del lugar a personas, hombres más concretamente, por comportamientos agresivos o por generar conflictos, habitualmente, con otros hombres. Ahora que lo que se trata de hacer es velar por la seguridad de las mujeres, principales víctimas de acoso en contextos festivos, parece molestar mucho que un grupo de personas se tomen la responsabilidad de velar por el respeto y la convivencia libre del lugar. Igual lo que ha molestado tanto no es la iniciativa, sino a quién trata de proteger… Es buena señal que instalar el tema del acoso y las posibles formas de evitarlo y denunciarlo genera incomodidad y molestia. Vamos tocando las piezas correctas.

Es muy complicado tratar de hacer entender a alguien que no sufre situaciones de acoso cada día desde que tiene 12 años en qué consiste y qué consecuencias tiene. Quien no ha sentido la presión de ser perseguido, la humillación de ser manoseado, o el miedo de ser acorralado no puede apenas tratar de adivinar la magnitud del problema. La complejidad del tema dificulta, precisamente, que se pueda dimensionar. Miradas, comentarios, invasión del espacio y hasta tocamientos conforman una realidad que acompaña a las mujeres a lo largo de toda su vida sin importar su color de piel, su nivel adquisitivo, la zona en la que resida, la edad que tenga o su aspecto físico, y ahora que el tema está en la agenda diaria es el momento de tratar de explicar su gravedad, otra vez.

Cuando las mujeres generan espacios como el que existió en la Facultad de Ciencias Sociales aquella noche, no lo hacen solamente por denunciar una situación de acoso. Existe detrás de estas iniciativas algo extremadamente importante para las mujeres que, por suerte y tras mucho trabajo, cada vez tiene más protagonismo en la sociedad: una red de apoyo.

Las personas que se acercaban buscando apoyo no lo hacían por el mero hecho de señalar y condenar a alguien públicamente. Lo hacían porque, en determinado momento, su voz ya no tenía ningún valor, su “NO” parecía no escucharse, y su cuerpo pasó de ser suyo a ser percibido por otro como propiedad y territorio de invasión. El objetivo no era, sin lugar a dudas, ejercer un control sobre la gente que asistió al baile, sino generar un espacio al que cualquiera pudiera acercare para manifestar su molestia, ya fuera por una mirada (que las hay invasivas y acosadoras, y que alguien se atreva a negarlo) o por un manoseo no consentido.

Si bien lo que más preocupa, lo que está en boca de todos y lo que protagoniza la discusión es la línea que separa lo que es el acoso de lo que no lo es, la cuestión no es marcarla. Establecer definiciones generales sobre el acoso es una cuestión complicada, pues éste tiene múltiples formas de manifestarse y, como asegura Conze, muchas de ellas son imprevisibles. Es inútil establecer una lista a priori que fije qué es acoso y qué no lo es y, en este sentido, el único criterio a seguir es el basado en la percepción de la víctima. Si bien pueden existir malentendidos, interpretaciones erróneas o intenciones mal expresadas, lo cierto es que, desgraciadamente, en la mayoría de las ocasiones es notoria y explícita la voluntad de invasión por parte de una persona cuando acosa, y responde precisamente al hecho de que, socialmente, los hombres están legitimados para llevar a cabo una actitud tal.

Cuando una persona molesta, intimida, hostiga, degrada, humilla u ofende a otra persona con la que no tiene relación y sin su consentimiento está incurriendo en algún tipo de acoso. Porque, para disipar las dudas de aquellos despistados que aún no entendieron el concepto y que consideran que “ya no se pueden decir piropos ni para conquistar”, acosar hace referencia a una acción o una conducta que implica generar una incomodidad o disconformidad en otra persona, y puede darse en ámbitos y formas muy distintas. La persona que acosa, sin duda alguna, está comunicando, sin embargo no tiene la intención de generar un intercambio consensuado de mensajes en su hacer sino que, más bien, trata de demostrar su posición privilegiado en una relación de poder y hacer uso de ella actuando como quiere y diciendo lo que quiere. El acoso se caracteriza por violar la voluntad y la intimidad de una persona y llevar a término una intrusión no solicitada, sea cual sea su forma.

En esta misma línea, con la intención de denunciar el acoso que se da en la vía pública, el pasado lunes 19 el Colectivo Catalejo presentó su campaña Libre de Acoso. Esta iniciativa, aseguraron, supone, en primer lugar, interpelarnos a nosotras mismas, mujeres, principales víctimas del acoso callejero. Es notable destacar que también en esta ocasión fue la colectivización de situaciones de acoso la que impulsó a este colectivo a sacar una campaña tal, y la necesidad de una red que demostrara que ninguna mujer está sola ante el acoso, que son todas las que lo sufren, y que hay que encontrar maneras de combatir algo que es sistemático, diario, y que pasa de forma permanente. Lo que viene a denunciar esta campaña es que el acoso genera situaciones que limitan y condicionan la forma en la que hacemos uso del espacio público, y que el género es determinante para habitar dicho espacio de una manera o de otra. Por eso el acoso es considerado una forma de violencia basada en género que se caracteriza por su unilateralidad y es consecuencia, precisamente, del ejercicio de poder. Lo que sucede con el acoso es que demuestra una clara expresión de las relaciones desiguales que existen entre mujeres y hombres, concretándose en la vía pública.

Hay que desnaturalizar el acoso, discutir sus formas y poner en cuestión el modo en el que nos comunicamos. Hay que dejar de camuflarlo, hay que dejar de justificarlo y hay que dejar de consentirlo. Hay que des-entender muchas cosas para comprender el entramado cultural que esconde, la desigualdad de derechos y de libertades que perpetúa y la forma en la que condiciona la vida de las mujeres que lo sufren desde que salen de su casa temprano por la mañana hasta que llegan tarde de noche. No se trata de dejar de mirar, no se trata de no entablar relaciones, no se trata de temer a la hora de generar un acercamiento o de transmitir emociones y deseos; se trata de ser responsables y conscientes de que la riqueza del intercambio reside, precisamente, en el deseo mutuo de que dicho intercambio se dé, y que todo lo que se aleje de ese consenso es, sencillamente, abusar. Menos mal que existen brigadas feministas que, incluso sumergidos en el delirio y en la embriaguez de nuestras cervezas, velan por el cuidado y la libertad de los espacios que ocupamos.

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