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Idea Vilariño o la muerte del tiempo

Por Marcia Collazo.

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Hay libros como árboles, o como raíces, que te conectan con otros libros, otras ideas, otras voces. Rostros que uno creía olvidados reaparecen desde las profundidades, como si los hubieras convocado recién. Son tantos, a veces, que te confunden y te arrojan a un laberinto. Si pienso en poetas, me pierdo de manera irremediable. Son más de cien, seguramente, los y las poetas que he leído, releído, admirado, que me han hecho llorar, que me han vencido. Con los estilos más diversos, unas voces más herméticas, otras más llanas, unas más barrocas, otras más despojadas, todos me han tocado, y todos me han herido. Como dice Suleika Ibáñez, otra gran poeta uruguaya (tan grande como olvidada), en Testamento oculto: “A ningún poeta pude dejar de amar, sin morir de envidia / y lo oculté perversamente / pero cuando decidí asesinarlo, él me mató / quemándome la sangre con las palabras / que jamás supe decir”.

Hace unos días, más exactamente el 18 de agosto, en el centenario de Idea Vilariño, escuché una excelente entrevista que Blanca Rodríguez le hizo a la crítica literaria, ensayista y periodista cultural Alicia Torres. Dijo Alicia -quien tuvo el privilegio de tratar y conocer a la poeta- que a Idea la obsesionaba la brevedad o la finitud de la vida, y no tenía ningún reparo en expresarlo en alta voz. Yo creo que Idea amasó esa obsesión, como si de barro se tratara, la paladeó, hundió en ella sus manos, su pecho, su ser entero. ¿Para qué vivir, si de todos modos vamos a morir? Esa era un poco su pregunta fundante, filosófica si las hay, afilada como una espada y perfectamente legítima. Una pregunta que no solamente la torturó durante todos y cada uno de sus días, sino que además la impulsó a escribir sus poderosos poemas. Solo la brevedad, solo la finitud, hace valiosa la existencia.

Lo expresa Simone de Beauvoir en su novela Todos los hombres son mortales: “Si se vive un tiempo lo bastante largo, se comprueba que toda victoria se convierte en derrota”. El protagonista de esa novela, el príncipe italiano Fosca, es un italiano del siglo XV que, a la manera de Drácula (pero sin sus tintes morbosos y asesinos) ha logrado alcanzar la inmortalidad. Al principio la aprovecha a fondo, pero más temprano que tarde, termina sumido en la más absoluta indiferencia. Ante la muerte del tiempo, cada una de las cosas de la vida terrenal -sus goces, sus dones, sus truculencias, sus mismas miserias y enseñanzas- pierden todo sentido. “La inmortalidad es una maldición”, termina por decirle a Regine, una actriz que envidia su condición. Esto es lo que hace valiosa la existencia humana: su carácter irrepetible y, por qué no, su derrota, esa que nos aguarda al final del túnel.

La conciencia de la derrota, la soledad última, el amor que se escurre y, como el mar, “se hará el manso, el hermoso, el triste, el olvidado”, la lucidez ante el drama de la finitud, han quedado plasmadas bellamente en la poesía de Idea Vilariño. En su obra tiene destacado lugar la idea de la muerte. Es inevitable; es recurrente; es casi concluyente.

“Quiero morir. No muero”, dice en el poema homónimo.

“Tantos dioses que huyeron con palabras queridas no me dejan morir definitivamente”.

No puedo evitar acordarme de Virginia Woolf, por aquello de los libros como raíces o vasos comunicantes, a quien siempre se ha considerado una escritora atormentada. No sé hasta qué grado Idea pudo haber sido un ser atormentado, pero tuvo una que otra experiencia similar a las de Virginia. Ambas, siendo muy jóvenes, perdieron a sus madres repentinamente, aunque tal vez ahí se terminan las semejanzas (las comparaciones suelen ser bastante inútiles, por otra parte, en el arte). No comparo; más bien exploro, abro libros, leo poemas, frases, fragmentos; me dejo sugerir.

Existen dos actitudes básicas frente a la poesía y frente al arte en general: una es de perplejidad e incluso de rechazo. La otra es de melancolía y de fascinación. La perplejidad, o el “no entiendo”, o “no me interesa”, o “no sirve para nada”, está muy arraigada, pero no se trata a mi entender de una carencia, una dificultad de comprensión, y mucho menos del fruto de “una mente simple”, como se ha querido mostrar desde alguna pretendida superioridad intelectual. Dicho sea de paso, la pose de superioridad intelectual, bastante extendida en nuestro país (nosotros también tenemos nuestros Foucault y Hobsbawm vernáculos), va de la mano de frases o de supuestos recurrentes que giran en torno a un concepto central; todas o casi todas las personas son ignorantes, burros y burras; la gente dice cualquier cosa, y otros tópicos por el estilo. Estas ideas suelen ser lanzadas al aire, incluso desde programas radiales, con la más regocijada impunidad. Defiendo la idea, dejando de lado soberbias y pecados lindantes, que la relativa impopularidad de la poesía en nuestro país consiste más bien en una renuencia en asomarse al pozo, al precipicio, al torbellino que supone la poesía, porque lo desnuda a uno, lo despoja, lo enfrenta a los propios miedos y a los fantasmas particulares, que no dejan de rondar a cada una de las almas humanas. Ni les digo del miedo a la muerte.

Nunca olvidaré una pequeña situación que viví a los veinte años. Estábamos en el Instituto de Profesores Artigas. No sé cómo había llegado a mis manos un extraño folleto de propaganda sobre la alimentación natural. En aquellos tiempos era raro un material semejante. El folleto incluía una especie de cuestionario. Según las respuestas que uno daba, se estimaba la edad a la que podía morir. Me pareció ridículo y divertido, así que después de hacerlo (a mí me indicó que iba a vivir hasta los ochenta años) invité a un compañero a llenar ese cuestionario. Insólitamente se negó. Me miró de costado y me confesó que le daba miedo saber a qué edad moriría, y por más que intenté demostrarle que era totalmente imposible que el folleto acertara, siguió negándose.

Para Simone Weil, «el pensamiento rechaza de tal modo la desdicha que es tan incapaz de detenerse voluntariamente en ella […] El pensamiento colocado frente a la desdicha huye hacia la mentira […] El pensamiento está obligado a rehuir la desdicha por un instinto de conservación infinitamente más esencial a nuestro ser que el que nos aparta de la muerte carnal». Pero frente al dolor, Weil coloca a la belleza, que es de algún modo la encarnación del bien. La belleza, esa dimensión esquiva y, sin embargo, rotundamente presente, es la que se manifiesta en la poesía, y por eso es en cierto modo imperdonable la indiferencia (y el olvido, por supuesto) frente a nuestras grandes voces poéticas.

Una de las causas de la reticencia a abrirse a la poesía (en especial a esa poesía que suele tildarse de dura, sombría, descarnada) es precisamente el temor al dolor y a la muerte. Y, no obstante (he ahí la paradoja), el arte es el decreto de la muerte del tiempo, no solamente por la perdurabilidad de las obras de arte, sino ante todo por la existencia misma del ser humano, ese del cual proviene toda fuente, toda expresión, toda potencia. Olvidarlo, olvidar la belleza que se enmascara tras el dolor, puede costarnos demasiado caro.

Así lo expresa Weil: “¿Cuántas veces la claridad de las estrellas, el ruido de las olas del mar, el silencio de la hora que precede al alba vienen en vano a reclamar la atención de los hombres? No conceder atención a la belleza del mundo es quizá un crimen de ingratitud tan grande que merece el castigo de la desdicha. Ciertamente, no siempre lo recibe; pero en este caso, el castigo a ese crimen será una vida mediocre, y ¿en qué es preferible una vida mediocre a la desdicha?”

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