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Por Celsa Puente.

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El pasado 1º de febrero, hubiera cumplido 90 años la cantautora argentina María Elena Walsh. Fue una mujer de profunda sencillez  que supo pintar con la palabra cotidiana las cuestiones vitales sin titubeos. Fue una feminista convencida de que la igualdad es el camino para llegar a una sociedad integrada, habitable y sobre todo humanizante. Podría citar miles de versos -muchos de ellos metafóricos- en los que rescata esa idea de vivir juntos como un desafío que debemos asumir cada día, pero me voy a quedar solo con los que voy a transcribir a continuación: “Yo no soy mejor que Pedro / ni valgo más que Juan / si me van a poner precio / que sea de humanidad”. Los transcribo porque me maravilla cómo con un lenguaje llano, sin ripios ni ornamentos pudo dar cuenta de esta necesidad de reconocernos iguales, valiosos y humanos, unidos por el principio de igualdad fraternal y el deseo de la instalación de una justicia distributiva que habilite a todos a formar parte de todo lo que hay disponible.

Hoy más que nunca quiero recordar a María Elena. Quizás es porque siento que hoy es un día en que me acucian las noticias terribles. Corren tiempos en los que parece bastardeada la solidaridad: desde el discurso de la agrupación de productores rurales Un Solo Uruguay, que con directo desparpajo y sin más vueltas solicita que se termine la subvención del boleto de transporte -recordemos que tiene como beneficiarios a los trabajadores y a los estudiantes- , reclamando el cese de una solidaridad que consideran “obligatoria”, hasta la monstruosa forma de abrir la puerta a la barbarie con el conjunto de hechos que muestran el ejercicio de hacer justicia por mano propia, desencadenando una alocada cacería humana.

Es imposible sustraerse de lo que nos pasa. Todos parecen pensar solo en sí mismos y en sus deseos sin tener en cuenta que vivimos colectivamente y que solo la sensibilidad de “contar” con los otros nos permitirá un desarrollo más pleno también en lo individual. Es decir, que aún cuando únicamente nos movilizara el egoísmo individualista, deberíamos tener en cuenta a los otros para hacer del mundo un lugar vivible.

Sin embargo, cada uno  actúa en el fragor de lograr su objetivo sin mirar los efectos que esto puede acarrear . Por momentos, parece que estuviéramos dispuestos a exterminar al que aparece frente a nosotros como imagen de una amenaza a nuestros intereses. ¿Cuánto pesa el discurso del odio en todas estas historias? ¿Cuánta responsabilidad hay en todos los que hacen circular sus prejuicios sobre los demás, caracterizándolos, clasificándolos, adjudicándoles la presunción del delito? Cuando aprendemos a ver al otro como un enemigo, lo primero que intentaremos hacer es exterminarlo y en ese juego loco de enfrentamientos y enemistades, la vida y la muerte se conjugan como un dato más de la realidad. ¿Resistiremos?

¿Qué esta pasando con la solidaridad? Me refiero a aquel concepto que profundiza al de fraternidad, aquella idea desarrollada por Enrique Dussel en sus reflexiones filosófica, que define como “el deseo metafísico del otro como otro”. ¿Se nos olvidó? ¿O es que nunca lo tuvimos y fuimos actores excelentes simulando en forma constante en la tragicomedia de la vida?

La política, entendida como la construcción de un nuevo orden justo, ¿no debería  promover la reproducción y el aumento de la vida basada en la práctica solidaria?

Quizás sea bueno recordar que la solidaridad es en Dussel, y en otros tantos autores, la  amistad alterativa, es conmoverse -moverse con la historia del otro-, sentir su dolor, poder “calzar sus zapatos”, comprender al diferente, al extraño, al explotado, al que parece negado en su existencia. Una política , como dijimos, en el sentido de la comprensión del mundo que habitamos, que promueve la vida y no la muerte, para forjar “un mundo donde quepan todos los mundos”, al decir del mismo autor.

Sin embargo, últimamente la idea de lo colectivo se genera solo para un fin: ver al otro como un enemigo, enfrentarlo, exterminarlo, corroerlo, deshacerlo, liquidarlo. Pasamos de la idea de disentir, sana idea en la que podemos encontrar en el otro un antagonista fraterno, a la idea de la  hostilidad pura, en la que frente a un otro distinto, cuyos intereses o puntos de vista se contraponen con los nuestros, propiciamos la muerte y muchas veces lo hacemos en colectivo, en manada, a la manera de la horda primitiva que desata su ira irrefrenable hasta lograr el final.

Así me encuentro con un adolescente fallecido porque se electrifica la cerca de un campo y el pretexto para semejante barbaridad por parte del dueño es que le robaban papas o limones, o de un cuidacoches, vecino querido de Pando, asesinado por una patota a palos y piedras en una cacería bestializante, o un supuesto ladrón -supuesto porque aún no había robado nada-, aplastado con fuerza por los guardias de seguridad, frente a los ojos impávidos de todos los visitantes en un centro comercial de Paysandú. Y ya no me asombra, entonces, que un colectivo pida retirar un beneficio a los que menos tienen, como el caso de la subvención del boleto y una propuesta de desarmar el fondo de solidaridad que abonan los profesionales universitarios para sostener las becas de los que no podrían estudiar si no cuentan con esa posibilidad económica. Es un mundo en que los dominadores exterminan a los dominados y en que la vida parece no valer nada, porque es más importante cuidar los bienes materiales que lo humano. ¿De verdad es este el mundo que queremos? Yo no. Perdonen la catarsis, queridos lectores, pero hace días que me siento como el famoso personaje de Quino: “Paren el mundo, yo me quiero bajar”.

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