Por Ricardo Pose Uruguay, la nación cimentada con mirada en el espejo de las urbes europeas, macrocefálica por destino de su principal puerto, fue levantando ladrillo a ladrillo una institucionalidad y una hegemonía cultural por un “ejército leguleyo” de abogados y escribanos; doctores de redacciones de tratados, de cláusulas de paz, de intrigas palaciegas y urdidores de conciliábulos en los que se definían las guerras. Fueron a la vez legisladores republicanos y consejeros de Estado; presidentes democráticos y de facto; escribanos de plumas garantizadoras de derechos, de signos notariales del premio mayor de la lotería, de rúbricas y sellos que garantizan la propiedad privada de tierras y gentes. Toda una masa de seres con placas en las puertas de los domicilios o paredes de los escritorios, deambulando o siendo parte del andamiaje institucional del Poder Judicial. Un país construido a plomada, es decir, a derecho, donde los niños inteligentes, entre las profesiones, por lejos elegían abogacía y los “menos capaces” arrancaban para la UTU; un país donde el sueño durante muchas generaciones de padres fue “mi hijo el doctor”. Un poder Las bondades casi cristianas que el imaginario colectivo, en un país de instituciones tan arraigadas en la sociedad, proyectaba y proyecta sobre el Poder Judicial -ese organismo encargado de dictar actos de justicia, de reparación, de resolución de conflictos- distrajeron una cualidad casi esencial de su ser: el poder del Estado, instrumento ejecutor de la defensa de la propiedad privada, entendiendo por propiedad privada no sólo los elementos materiales, sino, además, los no fungibles, los bienes, los títulos. La asignación presupuestal de una parte del PIB, la que durante muchísimo tiempo le otorgó dineros inferiores a otros poderes u organismos del Estado, su caracterización durante años como la Cenicienta institucional no fue obstáculo para que cumpliera su papel de instrumento de las clases dominantes. No fue la aplicación del código laboral la que impuso un posible equilibrio de las relaciones entre el capital y el trabajo; es a partir de la organización sindical del trabajo que fueron posibles algunas mejoras, equilibrios y resolución de injusticias. No fue la iniciativa de ningún juez la aplicación el Estatuto del Trabajador Rural, ese que hubiera combatido al decir de la famosa canción, que ante el silencio de los jueces, “el patrón y el comisario siempre hablan de la ley, hay que respetar lo ajeno aunque no haiga de comer”. Una venda de papel “La venda en los ojos representa la fe, en que la justicia es o debería ser impuesta objetivamente, sin miedo ni favoritismos, independientemente de la identidad, el dinero, el poder o debilidad; la justicia ciega e imparcial”; esta es una cita textual de una de las tantas fuentes que explica la simbología de Iustitia, la diosa de la justicia. Nosotros nos inclinamos más por la frase gauchesca “la ley es como el cuchillo” y defiende a quien lo maneja. En el caso específico de Uruguay, además, la imparcialidad del Poder Judicial y sus miembros es motivo de grandes desconfianzas. A saber, una Suprema Corte de Justicia, su órgano máximo, elegido por el Parlamento, donde es imposible desconocer la mirada sobre las afinidades políticas además de la carrera judicial; y si a la hora de que la Asamblea General levante la mano de aprobación para la designación de sus miembros no salen a lucir los carnés partidarios de los magistrados propuestos, sobre el andar se van viendo ciertas simpatías, cual si Iustitia espiara levantando al disimulo la venda. Un ejemplo de esto son las famosas declaraciones de inconstitucionalidad, producto de la correlación de fuerzas, esto es de los votos a favor y en contra en determinado momento histórico. Así, una de las leyes más polémicas, como la de la Pretensión Punitiva del Estado, fue votada el 2 de mayo de 1988 y la Suprema Corte de Justicia falló por primera vez sobre la constitucionalidad de la ley en uno de los casos sometidos a su resolución. Rechazó la inconstitucionalidad en un fallo dividido, ya que de los cinco miembros del cuerpo, Rafael Addiego Bruno, Armando Tommasino y Nelson Nicoliello opinaron que la norma era constitucional, mientras que Jacinta Balbela de Delgue y Nelson García Otero sostuvieron que la ley era inconstitucional. Pero en esa ley ya estaba previsto el Artículo 4º, que habría permitido desde el siglo pasado lo que fue posible a partir de 2005. También es conocido el extraño sistema de ascensos de magistrados que opera como verdaderas sanciones, ya que en su designación, que lo quita del medio de investigaciones, junto al traslado extraterritorial, hace dificultoso el ejercicio de su función. Las dos bibliotecas En honor a la verdad debemos reconocer la labor de quienes han hecho de su profesión el concepto de que si el derecho se separa de la justicia, hay que optar por la justicia, confrontando con los sectores más reaccionarios, encaramados en diversos rincones del Poder Judicial. No sólo se trata de las dos bibliotecas jurídicas que pueden dar distinta fundamentación para un mismo caso. Es el choque de dos concepciones filosóficas sobre el derecho y su administración. ¿Alguien puede olvidar, se puede imaginar con el fenotipo de la diosa Maat, al exfiscal Miguel Langon, tal vez la expresión más clara y la reencarnación humana de la aplicación y devoción por los conceptos del código jurídico de Mussolini? Varios podremos hacer la lista de los jueces destituidos durante la dictadura militar, de aquellos a los que se les invalidó temporalmente el título, contrarrestando los otros miles que ascendieron sirviendo al poder tanto en dictadura como en democracia. Puede ser como ejemplo Rafael Addiego, ejerciendo brevemente la última presidencia de la dictadura militar, o la carrera meteórica como juez penal y luego fiscal del salteño Enrique Moller, en ancas del Partido Nacional. Podemos dar ejemplos de la cantidad de veces que se elige el juzgado de turno para presentar una demanda sabiendo que, según el juez, se dirimirá el futuro del pleito en cuestión. Hay que erradicar ese tonto reflejo que se le asignan a las sentencias, por el cual las catalogamos de justas cuando nos son favorables y casi inhumanas cuando son adversas. Es necesaria una reforma constitucional en Uruguay y urge una reforma profunda del Poder Judicial. Que el ruido de monedas en épocas de Rendición de Cuentas no se confunda con esas cotidianas batallas de fondo, que no siempre se dirimen en los estrados y barandas judiciales. Porque los asuntos de la administración de la justicia también son patrimonio de toda la sociedad. Las barbas del vecino “Gallinita, gallinita, ¿qué se te ha perdido en el pajar? Una aguja y un dedal… Da tres vueltas y la encontrarás”. A diferencia del juego infantil, la Iustitia brasilera, la hondureña, la argentina, corren de venda levantada y espada alzada contra todos y todo lo que tenga tufillo a popular. Es que en algunos poderes judiciales, muchos de sus actores se han convertido en actores políticos desembozados e institucionalmente se han convertido en el instrumento desde el cual operan los sectores dominantes que han perdido capacidad de acción por ser minorías parlamentarias y no haber arribado al Poder Ejecutivo. Es en estos poderes judiciales, que aún son el perno de una sociedad que intenta equilibrar sus tres poderes, donde residen las concepciones más clasistas y jerarquizadas, las que se resisten a aceptar que el vulgo pueda venir a cambiar las reglas de juego. Si a la administración de justicia humana no se le puede exigir que sea perfecta, sí se le debe seguir exigiendo que sea neutral, ecuánime, pero en tanto la lucha política y económica lo atraviese todo, con las asimetrías de los sectores enfrentados, esperar mansamente un actuar independiente y objetivo del Poder Judicial es una actitud muy republicana pero ingenua, sobre todo cuando empezamos a toser con el humo de las barbas de nuestros vecinos prendidas fuego.
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