Por Germán Ávila
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Latinoamérica es una región con fuertes momentos de inestabilidad, que generan profundos cambios en la política de las naciones que allí se encuentran. Luego de varios años de cierta estabilidad democrática, los golpes blandos y parlamentarios empezaron a cambiar la fisonomía de la región. Sin embargo, hay un país cuyas circunstancias habituales serían excepcionales en cualquier otro lugar.
Colombia es siempre uno de los tres países con mayor número de población desplazada a nivel interno; en la actualidad se cuentan 7,4 millones de personas. Los informes de Amnistía Internacional ubican este país con por encima de Siria con 6,3 millones. En este momento, el censo oficial de víctimas del conflicto colombiano, disponible en el sitio web Registro Único de Víctimas de la Presidencia, está por encima de los nueve millones, el más alto del mundo.
La firma de un acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC generó una gran expectativa en la comunidad internacional, pues el conflicto colombiano ha afectado a toda la región, principalmente a Venezuela y Ecuador, que no solo se convirtieron en los principales receptores de población expulsada por la guerra, sino que muchas acciones de los actores armados y el mismo gobierno tuvieron lugar fuera de sus fronteras.
A casi cuatro años de la firma del acuerdo final, la guerra en Colombia no ha terminado, incluso las víctimas de asesinatos y desplazamientos se ha incrementado desde 2017, echando por tierra la teoría que muchos analistas enarbolaron inicialmente, afirmando que la intensificación de la violencia posterior a la firma del acuerdo era solo una manifestación del reacomodamiento de actores marginales en su última etapa. Los hechos muestran que el reacomodamiento sí ocurre, pero no para que la guerra termine, sino para que pueda continuar.
Siempre se dijo que el mayor actor del conflicto armado en ese país caribeño eran las FARC, la última guerrilla comunista sobreviviente y con vocación de poder que llegó operativa al siglo XXI. Sin embargo, entregadas las armas, otra verdad poco a poco fue quedando desnuda. Ni el temido retorno a las armas de un sector de ese mismo grupo armado logró convertirse en un factor determinante en las cifras del conflicto colombiano.
La mayor fuente de violencia organizada en Colombia no está tampoco en el ELN, grupo armado que hizo parte del mapa de la resistencia armada desde los años 60, pero que no logró tener el poder militar y la presencia política que tuvieron las FARC. Tampoco son las disidencias, grupos armados que en algún momento hicieron parte del gran tronco de esa guerrilla, pero que decidieron marginarse del proceso de paz. Estos grupos han logrado fortalecer su presencia en diferentes regiones del país, pero no tienen una estructura central.
Aunque el accionar de las disidencias en diferentes lugares es un factor de inestabilidad y violencia, son otro tipo de estructuras las que están generando los mayores casos de violencia estructural a lo largo del país. Varias de estas estructuras están vinculadas de manera directa con el narcotráfico y la economía de la ilegalidad. Algunos responden de manera directa a los carteles mexicanos que se encargan de transportar la droga que se produce en la Colombia profunda y otros están vinculados a estructuras militares y policiales activas.
La violencia oficial que se manifiesta en la brutal represión que sufren las manifestaciones o la judicialización de los dirigentes y militantes de las organizaciones sociales se mezclan con la violencia paraestatal que muchos agentes del Estado cumplen de manera clandestina, pero amparada por políticos y mandos superiores, y que por medio del sicariato acaba con la vida de dirigentes de procesos comunales, sindicales y agrarios, mutilando su accionar en los territorios y manteniendo vigente el miedo a formar parte de procesos colectivos.
El fenómeno de la muerte selectiva de líderes de procesos sociales no es nuevo en Colombia, hizo parte de la manera como en en el país, sin la “necesidad” de la implantación de una dictadura militar, se desarrolló la doctrina del enemigo interno. Durante los años 80 y 90, el partido político Unión Patriótica vio cómo más de 4.000 de sus militantes fueron asesinados y otros 3.000 se vieron obligados al desplazamiento o al exilio.
Los albores de la firma de la paz con las FARC remozaron el ímpetu de las fuerzas de ultraderecha y desencadenaron, desde 2016, un nuevo exterminio contra los líderes, y al cierre de esta edición, desde la firma de los acuerdos en noviembre de ese año, se cuentan más de 1.100 de ellos asesinados y 117 excombatientes, cuyo drama es aun más complejo, pues por su característica de firmantes de un acuerdo de paz, están protegidos por el Derecho Humanitario, lo que no ha sido impedimento para que hayan caído asesinados en hechos, que en varios casos, involucran de manera directa a miembros activos de la fuerza pública.
A esta situación de derechos humanos tan compleja, se ha sumado una crisis política que tiene en el presidente Iván Duque y su círculo más cercano las expresiones más vivas. Varios ministros, la vicepresidenta y Duque mismo han sido vinculados de manera directa con narcotraficantes que financiaron su campaña, de los que el más conocido es José el Ñeñe Hernández, narcotraficante muerto en Brasil hace algunos años, de quien se han dado a conocer una serie de audios, producto de las investigaciones que se llevaban en su contra, que dan cuenta del importante apoyo que dio a la campaña de Iván Duque en la costa caribeña.
Hernández aparece en varios videos y fotografías junto al ahora presidente, quien inicialmente se apresuró a negar su cercanía con él, lo que ha sido insostenible debido a la cantidad de información que los vincula. Incluso la misma vicepresidenta, Martha Lucía Ramírez, lleva varios escándalos; los más sonados fueron por su vinculación con el narcotraficante Guillermo León Acevedo, alias Memo Fantasma, y porque en 1997 su hermano, Bernardo Ramírez, fue capturado con heroína en la Florida, cumpliendo cuatro años de condena.
A estas situaciones se sumó, a inicios del presente año, la renuncia del embajador de Colombia en Uruguay, Fernando Sanclemente, luego de que en una finca de su propiedad fuera hallado un complejo para el procesamiento de cocaína. Las vinculaciones de funcionarios del Estado colombiano en hechos delictivos son abundantes, hechos que además pasan por la compra de votos para la presidencia, por lo que cada vez toma más fuerza la idea de que la presidencia de Iván Duque es producto de un fraude.
En pleno debate por la compra de votos a favor del hoy presidente y con un nivel muy fuerte de movilización callejera desde noviembre de 2019, llegó la pandemia, que terminó convirtiéndose en un nuevo factor de desestabilización en ese país, no solo por las consecuencias que trae aparejadas de manera inherente, sino porque además de la gran discusión sobre la protección social, el gobierno ha decidido brindar subsidios y exenciones a las grandes empresas, mientras que las pocas ayudas que se destinan a las capas más sumergidas quedaron a merced de la corrupción, que ha desviado millones de dólares en subsidios y alimentos a bolsillos de particulares que aprovecharon la crisis sanitaria para enriquecerse.
Todo esto mientras Bogotá, la capital, con casi 10 millones de habitantes, se encuentra cerca del 100% de su capacidad en los CTI, mientras que la curva de contagios no ha llegado al pico. Las cifras de tests positivos por día en Colombia siguen en aumento, pasando ya de los 7.000 muertos y el gobierno no muestra indicios de virar a una política más decidida en la atención de la crisis.
Los desatinos del gobierno colombiano son tantos y tan variados, que su política internacional, en la que se ha convertido en la punta de lanza de la campaña en contra del gobierno de Nicolás Maduro, que pese a la campaña informativa en contra, no tiene un panorama doméstico tan lleno de vicisitudes, tampoco ha tenido éxito. Su apuesta por Juan Guaidó se desinfló y la corrupción de su sector más sus vínculos con la ilegalidad de ultraderecha colombiana hacen que su figura pública parezca más un capricho y no cumple ningún papel.
La decisión de Duque de abrir las fronteras a las tropas estadounidenses para establecerse alrededor de la frontera con Venezuela en un movimiento apresurado y mal planeado tampoco funcionó bien, pues el pasado 2 de julio, la providencia de un juez obligó al gobierno colombiano a suspender la autorización para el actuar de dichas tropas, obligando también al ejecutivo a que presente la decisión para ser sometida a debate en el congreso.
Aunque la derecha colombiana tiene mayoría parlamentaria y posiblemente la iniciativa pase, los vicios de forma junto con la poco operativa política legislativa en Colombia pueden hacer que se retrase la autorización lo suficiente como para que el cambio de gobierno en Estados Unidos genere una política exterior con otra vía.
En conclusión, aunque el continente está en crisis y las noticias llegan de todos lados, Colombia no es noticia justamente porque la crisis es su cotidianidad.