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coronavirus | pandemia |

La cultura en tiempos de pandemia

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Hemos visto, a medida que la pandemia Covid-19 se extendía, el cierre de casi todas las manifestaciones de la vida económica, social, educativa y política. Hemos imaginado las consecuencias de toda índole que semejante clausura supone para las sociedades humanas, pero todavía no somos capaces de medir esas consecuencias en su real dimensión. Solo poco a poco se irán develando.

El cierre de los espectáculos culturales es una de las tantas medidas, diríamos, obligadas y de sentido común, a que hemos debido someternos. Más allá de la polémica sobre la verdadera expansión del contagio, en los diversos contextos humanos, no se advierte una preocupación especial en el gobierno para planificar el retorno de la cultura. Más bien diríase que se aprecia una actitud recelosa y quizás renuente.

Integrantes del equipo de gobierno han brindado declaraciones, en estos días, sobre la decisión de abrir las ceremonias religiosas, mediante una habilitación de las misas en forma controlada. Hasta ahí uno podría estar, muy generalmente, de acuerdo con el planteo. Pero la fundamentación que se da a continuación ya no nos convence tanto. Se manifiesta que las religiones tienen la función de “contención del alma”, lo cual para muchas personas es algo necesario en estos momentos, debido a las consecuencias psicológicas de la emergencia sanitaria. Sin embargo, debería saber el gobernante que si la religión opera como contención del alma, la cultura no solo hace lo mismo, sino que la expande y la alimenta. ¿No es también la cultura una de las formas más universales de sublimación de las angustias, de los tormentos interiores, de la expresividad de aquellos sentimientos y emociones que no pueden expresarse plenamente por otros medios?

La cultura, en sus varias definiciones antropológicas, puede entenderse como el acto supremo de creación humana, que nos distingue de la naturaleza y nos hace tomar conciencia de nuestra autonomía como seres pensantes. La cultura crea, entre otras cosas, sistemas religiosos, lo cual induce a dudar de la separación tajante entre aquellos y esta. La cultura es tan consustancial a la condición humana, que la totalidad de nuestras creencias, sistemas de vida, significaciones, símbolos y visiones sobre el mundo, incluidas las creencias religiosas, provienen de su fuente. Es la cultura la que, mediante el acto creador, originario, fundante, nos hace libres, más allá de nuestra particular fe religiosa, profundamente respetable, pero no oponible en modo alguno al quehacer cultural.

Tal es su importancia que, en 1966, la Conferencia General de la Unesco aprobó la Declaración sobre los Principios de la Cooperación Cultural Internacional, postulando que toda cultura tiene una dignidad y un valor que deben ser respetados y protegidos y que todo pueblo tiene el derecho y el deber de desarrollar su propia cultura. En 1970, la Conferencia Intergubernamental sobre los Aspectos Institucionales, Administrativos y Financieros de las Políticas Culturales, celebrada en Venecia y organizada por la Unesco, planteó la noción de “desarrollo cultural” y de “dimensión cultural del desarrollo”, lo cual tiene sin duda una principalísima relación con sociedades como la uruguaya, inserta en el amplio contexto del continente latinoamericano, en el que las carencias en orden al desarrollo son notorias.

Como si esto fuera poco, la Carta Cultural Iberoamericana adoptada por la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, celebrada en Montevideo en 2006, sienta las bases para la estructuración del espacio cultural iberoamericano y para la promoción de una posición más fuerte y protagonista de la comunidad iberoamericana ante el resto del mundo en uno de sus recursos más valiosos: su riqueza cultural. Y es por ello que los gobiernos deben promover y respetar la cultura en todo el espectro de sus manifestaciones, sin restricciones, sin recelos, sin jerarquizaciones de dudosa legitimidad.

Las representaciones culturales, el arte, la literatura, el lenguaje y (de nuevo) las religiones forman el sustrato de los valores y las creencias de una comunidad, más sólido cuanto más arraigado y más practicado. La cultura orienta nuestras elecciones de vida, actitudes, emociones, conductas. La cultura abre -o cierra, en su ausencia- puertas a las infinitas posibilidades de realización humana, según sea el grado en que las sociedades y sus instituciones propician o restringen su libre manifestación. La cultura, en fin, promueve y celebra la diversidad, al alentar la libertad creativa en el espíritu humano, cosa que la religión -en tanto es una de sus manifestaciones- no puede hacer. La religión puede brindar consuelo al alma, pero gira siempre en torno a dogmas más o menos rígidos.

El fomento de las actividades culturales, en su plenitud, ayuda a ver más allá del dogma, que es sumamente respetable, pero que encierra más de un riesgo de intolerancia, como lo demuestra la propia historia. Para aceptar las diferencias entre las diversas creencias, para promover la tolerancia, para introducir nuevos enfoques y nuevas preguntas, para comprender que la diversidad supone, entre otras cosas, la existencia de creencias y valores diferentes, necesitamos de una amplia y sostenida actividad cultural, en todas sus dimensiones. Ello hace posible apreciar ideas distintas y respetar a los demás.

Es cierto que, por otra parte, la cultura tiende a forjar identidades y permanencias, lo cual también es bueno y saludable, siempre que no se caiga en un fanatismo ciego o en un pensamiento dogmático, en el que no hay lugar para la disquisición racional y para el diálogo entre las ideas. La cultura, desde ese punto de vista, favorece el sentido de pertenencia a una sociedad, a un grupo, a una comunidad. Especialmente entre los niños, las niñas y los adolescentes, la cultura ofrece la posibilidad de desarrollar la sensibilidad, las habilidades, los talentos y las capacidades, y esto no solamente es deseable de por sí, sino que además mejora los resultados educativos.

Pero si todas estas razones no fueran suficientes, creo adecuado traer a colación, en este asunto, las reflexiones del economista hindú Amartya Sen, especializado en teoría del desarrollo humano, economía del bienestar y pobreza, quien ha intentado además plasmar en la práctica las ideas de la justicia del filósofo estadounidense John Rawls, llevándolas a diversos contextos desfavorecidos del mundo.

Dice Sen que existen dos maneras de percibir el proceso de desarrollo en el mundo contemporáneo: una está determinada por la economía del crecimiento; la otra se vincula a la cultura, como expansión de la libertad y de la capacidad humana de sentir, imaginar y pensar. Es importante para Sen reconocer el papel de largo aliento de la cultura en el proceso de desarrollo, a través de tres conceptos fundamentales: el desarrollo cultural como oportunidad de cultivar la creatividad; el papel evaluativo o de valoración que la cultura fomenta, al brindar miradas críticas; y el papel instrumental de la cultura para introducir cambios en nuestra calidad de vida (desarrollo en sentido amplio). Como señala la filósofa estadounidense Martha Nussbaum al respecto: “Dar a las personas lo que por derecho les corresponde en virtud de su humanidad es motivo para que existan gobiernos y Estados, y ese es su trabajo”.

 

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