En las últimas semanas se ha registrado un incremento notable del número de casos diarios de personas infectadas por coronavirus. Aunque la política oficial de invocar la “libertad responsable” y mantener el ajuste estructural en todos sus términos no parece en entredicho, es evidente que si se sostiene la tendencia creciente en número de brotes y número de contagios, en un plazo no demasiado largo la situación sanitaria puede complicarse, y complicarse mucho, lo que suscita preocupación en las autoridades y en el conjunto de la sociedad, y puede obligar al gobierno a replantearse definiciones y supuestos a los que ha rendido un excesivo e imprudente tributo.
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En primer lugar, cabe preguntarse qué actitud asumirá el presidente si en el transcurso de diciembre, nuestro país se encuentra ya no en el entorno de cien, sino con cientos de casos diarios y una tasa de crecimiento de afectados que comience a delinear la temida curva exponencial. ¿Mantendrá entonces su culto a la exhortación? ¿Continuará echándole la culpa a la irresponsabilidad de la gente, de los jóvenes, o acaso abjurará de sus afirmaciones y dispondrá restricciones severas como las que se están ensayando en buena parte del mundo para frenar la segunda ola de la pandemia?
Pero más allá de este misterio sanitario que se dilucidará si tenemos la desgracia de que la tendencia actual se acentúe, es indispensable que el gobierno recapacite sobre el ajuste severo que viene implementando, porque lo menos que necesita un país en el medio de semejante emergencia de salud pública es la retirada del Estado, el desmantelamiento de políticas sociales, el achique fenomenal en los rubros del presupuesto y la caída generalizada de los ingresos. Como han hecho notar la Academia y los legisladores de la oposición, el gobierno uruguayo es el único gobierno conocido del mundo que se encuentra embarcado en un ajuste fiscal de esta naturaleza en este momento. El resto de los gobiernos, por el contrario, viene haciendo esfuerzos económicos sustantivos para ayudar a la sobrevida de las empresas, mantener en lo posible la capacidad de consumo de la gente y evitar un desmoronamiento todavía más brutal de los indicadores económicos y sociales. El gobierno uruguayo, por el contrario, decidió perseverar en la hoja de ruta neoliberal que se había trazado desde la campaña electoral no solo ignorando el advenimiento del cataclismo de una pandemia, sino que, peor aun, aprovechándola como fachada publicitaria y como factor de distracción para implementar su programa económico de redistribución regresiva y ajuste del Estado a mayor velocidad y con menor oposición.
Ahora bien, ingresando en el terreno de la conjetura: qué ocurrirá si la situación sanitaria obliga en las próximas semanas o meses a la adopción de medidas restrictivas e, incluso, a la necesidad de recomendar un nuevo confinamiento masivo de la población. La interrogante no es menor porque la sociedad no soportaría otra vez una disminución dramática de la movilidad social si el gobierno no está dispuesto, como no lo estuvo antes, a implementar algún tipo de renta básica que atienda la situación de los cientos de miles de uruguayos y uruguayas que viven al día y que ya con lo que ha pasado a lo largo del año han caído decididamente en la pobreza y han debido recurrir a ollas populares para poder comer. Sería verdaderamente criminal.
Nadie le puede exigir a un gobierno que renuncie a sus ideas o a sus propuestas de cambio, ni siquiera en el marco de una situación extraordinaria. Al fin y al cabo, el pensamiento y la ideología no se suspenden por las inclemencias de la naturaleza. Pero sí es completamente exigible que iniciativas que, a priori, ya se sabe que provocarán una intensa polémica, que distan de cualquier clase de consenso y que no tienen ni un punto de contacto con la emergencia sobrevenida, se estudien, se discutan en un contexto más amigable para el debate democrático. La decisión del gobierno de enviar una Ley de Urgente Consideración de más de 500 artículos, ninguno de los cuales mencionaba la pandemia y sus consecuencias económicas, sanitarias y sociales, cuando la sociedad estaba en cuarentena ante los primeros casos de coronavirus, fue un agravio a la democracia. Promover una reducción del salario real de los trabajadores públicos en este año no solo ha sido una increíble demostración de fanatismo e insensibilidad, también ha sido un agravio a la democracia. Intentar avanzar sobre las empresas públicas, limitando el monopolio de Ancap o ahora afectando el patrimonio de Antel mediante una ley de medios escrita por los dueños de los canales siempre es una política equivocada, pero hacerlo a la vez que se agrava la situación sanitaria, que se deteriora la calidad de vida de la gente y que está fuertemente desaconsejada cualquier aglomeración, es indignante y es, en mi opinión, antidemocrático. En los próximos tiempos, cuando el movimiento social comience a juntar las firmas para derogar la LUC o se proponga manifestaciones para expresar su rechazo a la política de ajuste, privatización y empobrecimiento, este gobierno no va a dudar en oponer a las causas de los opositores las medidas sanitarias. Si la gente se moviliza, el gobierno va a acusar a la gente de promover la epidemia. Si la gente junta firmas, el gobierno le va a tirar arriba cada uno de los muertos por el coronavirus. Los medios acompañarán ese relato de un gobierno que solo proyecta dos escenarios: una epidemia controlada por sus “méritos” de gestión o una epidemia desatada por culpa de la izquierda, el sindicalismo, los jóvenes en las plazas y la suma de irresponsabilidades de la sociedad que no los vota en los departamentos que no gobiernan.