Este jueves 10 de enero Nicolás Maduro asumió su segundo mandato presidencial y gobernará Venezuela hasta el año 2025. Fue reelecto para este período en los comicios celebrados el 20 de mayo de 2018, en los que obtuvo una victoria aplastante sobre las alternativas opositoras que comparecieron, alcanzando más de 60% de los votos en elecciones libres, directas y de participación voluntaria. Es cierto que el sector más importante de la oposición decidió no presentarse a la contienda y que, en consecuencia, se registró un nivel de abstención relativamente alto para la tradición electoral venezolana, aunque no mayoritario, pero también lo es que los votos escrutados fueron los efectivamente emitidos y que ni uno solo de los observadores internacionales detectó indicios de fraude. Incluso los invitados uruguayos, como el prestigioso experto en sistemas electorales Óscar Bottinelli, dieron cuenta de la cristalinidad del acto comicial sin por ello dejar de destacar irregularidades menores como la extensión del horario de votación más allá de lo razonable en algunos circuitos relevados.
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Venezuela ha estado en el ojo de la tormenta prácticamente desde la victoria de Hugo Chávez en 1998. El profundo enfoque revolucionario del extinto líder bolivariano ha sido combatido de forma permanente en el plano local por los sectores económicos más poderosos de Venezuela y en el plano internacional fundamentalmente por Estados Unidos, a lo largo y ancho de cuatro administraciones y seis períodos presidenciales. En 21 años Venezuela ha enfrentado un intento de golpe de Estado con secuestro del presidente Chávez, el lock-out petrolero más largo de la historia, una serie pesada de levantamientos violentos de los opositores, un intento de magnicidio de Nicolás Maduro, la incursión de bandas armadas paramilitares, atentados de todo tipo y color con asesinato de dirigentes, una guerra diplomática y comunicacional sostenida, el descalabro del precio internacional del petróleo, un bloqueo económico y financiero creciente y asfixiante, una estrategia de guerra económica e interna que condujo al desabastecimiento y la carestía, la depreciación de la moneda y la inflación más alta del planeta.
Pese a ese contexto demencial de hostilidad, Venezuela también ha sido el país del mundo que ha llamado más veces a las urnas desde aquel ya lejano 1998: el chavismo gobernante se ha sometido más de 20 veces al voto popular y solamente perdió en dos oportunidades y en ambas aceptó los resultados. Por su parte, la oposición venezolana tiene una larga historia de derrotas y de no reconocimiento de los resultados electorales.
Como experiencia política, el chavismo tuvo muchos años de resultados sociales y económicos destacados. Hasta la muerte de Chávez en 2013, pero aun más, hasta el desplome brutal y acelerado del precio del barril del petróleo en 2014, la Venezuela bolivariana había multiplicado varias veces su PIB, reducido el desempleo, mejorado el índice Gini de desigualdad, disminuido la pobreza y la indigencia e incrementado la calidad de vida de la población más humilde. En aquellos años, la derecha continental no consideraba a Venezuela un país miserable y devastado, sino un “régimen” rico que hacía diplomacia con “petrodólares” y financiaba proyectos políticos de su interés en el exterior.
Los últimos años marcaron un deterioro innegable de la situación económica y las condiciones de vida en Venezuela. La caída inducida por el desplome petrolero fue estimulada por Estados Unidos y la oposición venezolana mediante el bloqueo y la guerra económica, al punto de precipitar al país a una crisis severísima que el gobierno ha intentado combatir con el despliegue de un conjunto vasto de medidas para paliar el descalabro y brindar cobertura a la población más vulnerable del país. Al mismo tiempo, el cerco político y diplomático ha crecido sustancialmente con el franco giro a la derecha que experimentado la región y que incluye ya no sólo a Estados Unidos y Colombia, sino también a países tan poderosos como Brasil y Argentina, entre otros Estados de la región y a organismos supranacionales que han adoptado una posición de hostilidad militante, como la Organización de Estados Americanos en la persona de su secretario general, Luis Almagro, recientemente expulsado del Frente Amplio por decisión unánime del Plenario Nacional, tras haber cometido la más “grave falta” a la conducta política al haber barajado la posibilidad de una intervención militar.
Lo que se debe esperar a partir de ahora es un recrudecimiento de las acciones internacionales para desplazar al gobierno de Nicolás Maduro y de ninguna manera puede descartarse que los Estados Unidos impongan el uso de la fuerza. Han construido el contexto para ello. En primer lugar, una amplísima y sistemática campaña de propaganda de carácter deformante sobre la realidad que se vive fronteras adentro de Venezuela. Un cerco político y diplomático que incluye el no reconocimiento por parte de una buena cantidad de países de América Latina y de Europa del segundo mandato de Nicolás Maduro. Se anticipa la ruptura de relaciones diplomáticas en masa de todos los países que conforman el club político del llamado Grupo de Lima, creado a instancias de Estados Unidos con el único propósito de aislar a Venezuela. Se anticipa una resolución de condena del pleno de la OEA, que va desde el no reconocimiento inminente hasta la el sueño de Almagro de aplicar la Carta Democrática, aunque para esto último le faltan votos. Hay desplegadas tropas del Comando Sur de Estados Unidos en posiciones linderas con las fronteras venezolanas, tanto frente a sus costas como en Colombia y Panamá. Y es evidente que hay una coordinación en curso entre los gobiernos de Donald Trump, de Estados Unidos, Iván Duque, de Colombia, y Jair Bolsonaro, de Brasil, para diseñar e implementar un plan de asedio político, económico y militar en todo el perímetro del país.
En este contexto, la posición de Uruguay de reconocer el gobierno de Nicolás Maduro y denunciar el carácter injerencista del Grupo de Lima, negarse a avalar el asedio en el seno de la OEA y advertir contra el uso de la fuerza para solucionar las controversias y resolver los problemas entre los Estados resulta insoslayable y, además, porque la nobleza obliga, denota una actitud valiente que merece ser destacada. A la posición de Uruguay debe añadirse el posicionamiento del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, decidido a reconducir a México a su tradicional política exterior de respeto a los principios de no injerencia y autodeterminación de los pueblos.
El nuevo período que asume el chavismo al frente del gobierno de Venezuela no sólo deberá afrontar los enormes problemas económicos que sufre el país, sino que deberá lidiar con el escenario más hostil que haya enfrentado desde el primer triunfo de Hugo Chávez. Cuenta para ello con el respaldo de la inmensa base social de la Revolución Bolivariana, que sigue siendo la fuerza social más importante de la historia venezolana, el respaldo explícito de las otras dos grandes potencias que existen en el mundo, Rusia y China, el apoyo de sus aliados de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, la lealtad, por ahora inconmovible, de las Fuerzas Armadas, y la preparación psicológica y operativa innegable de un proyecto revolucionario que se ha venido preparando desde siempre para la eventualidad de una guerra de resistencia.