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La marcha de los malditos

Por Marcia Collazo.

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Un capo de la mafia atraviesa la calle, toma una fruta de un puesto callejero y mientras la muerde le disparan desde un automóvil una ráfaga de plomo. La fruta rueda por el empedrado. En otra escena, el propietario de un comercio de ramos generales es visitado por la mafia. Pague a cambio de protección o lo hacemos picadillo, le dicen. Estoy hablando de grandes momentos de la mítica película El Padrino, protagonizada en su primera parte por Al Pacino y Marlon Brando. Los dueños del barrio, las peleas entre pandillas por el territorio, el negocio de cobrarle a la gente para no asesinarla, las ejecuciones que permanecen impunes.

Todo esto no fue inventado en Honduras, Guatemala o El Salvador, sino que nació en la antigua Roma y se perfeccionó durante más de un siglo en Estados Unidos. Pero hoy, por obra y gracia del caldo de cultivo de una brutal pobreza, combinada con una violencia desatada, es en esos territorios donde florecen las famosas bandas criminales del Barrio 18 y la MS-13, entre otras, y esta es la causa principal de que hoy más de 5.000 personas sigan marchando a pie rumbo a Estados Unidos.

Donald Trump debería comprender este fenómeno. Él mismo desciende de una mujer que huyó de su Irlanda natal por culpa de la mafia, de la pobreza, de la falta de oportunidades. Si a su madre no la hubieran dejado entrar en Estados Unidos, tal vez Trump habría nacido en Brasil, en Argentina, en México o en Cuba. O no habría nacido nunca, porque a su madre la habrían ametrallado. Todo es posible. Quién sabe si no marcharía entre esos miles, en estado de pura desesperación, para escapar del caos generalizado, del estado de naturaleza de Hobbes, en el que el hombre es el lobo del hombre. Pero Trump ha nacido de pura carambola en el país norteño y no quiere que estos muertos de hambre lleguen a su territorio. Proclama la soberanía estadounidense y declara que el pedido de asilo sólo será atendido frente a determinadas causales, entre las que no se encuentran, oh casualidad, la violencia doméstica o la violencia de pandillas.

Es claro que un Estado cuenta con soberanía y puede hacerla valer, pero dentro de ciertos límites. Su poder no es ni puede ser omnímodo frente a los movimientos espontáneos de los pueblos que una y otra vez golpean a sus puertas, ya que debe suponerse que son los seres humanos y sus necesidades la causa última de que surjan instituciones, Estados, organizaciones, asociaciones y contratos. Eso significa -ni más ni menos- la frase “nadie es ilegal”.

Las crisis humanitarias, que siempre han existido, se agravaron durante la segunda mitad del siglo XX y actualmente representan un desafío para los países ricos, que no se quieren contaminar con la basura -miseria, enfermedades, violencia social- que ellos mismos contribuyeron a crear. Después de haber destruido países, sociedades, instituciones y familias por causa de sus guerras locales, el imperialismo se atrinchera en el coto cerrado de sus fronteras y pretende negar la entrada a todas sus víctimas. Me sigo preguntando: ¿cuáles son los límites de la soberanía de un Estado? ¿No existe acaso el derecho internacional? ¿No se reconoce un derecho de asilo proclamado por la recta razón, por el sentido común y por la calidad humana de la gente, antes que por los intereses particulares de tal o cual país?

Me pregunto también en qué meganorma inalienable funda Estados Unidos su soberanía, cuando esta misma ha surgido de una revolución, de un hecho de violencia, de una porfiada voluntad popular y democrática que no quiso obedecer ley alguna emanada de sus opresores, los británicos, y para lograr su objetivo rompió los lazos coloniales, se proclamó independiente y fue a la guerra. Después llegó la inmigración en oleadas y el país norteamericano se nutrió de ella hasta el tuétano. Es con base en esos amplios movimientos de pueblos que se forja la historia. Ningún Estado, ninguna sociedad escapa a esa dialéctica. Una crisis humanitaria significa una situación de emergencia colectiva, en la que hombres, mujeres y niños exigen una solución. La exigen, no la imploran, porque así se juegan las urgencias. Este problema es viejo como la humanidad y la doctrina jurídica y filosófica de occidente lo ha analizado profundamente.

El ius comunicationis o derecho a la comunicación entre los hombres y los pueblos es uno de los principales títulos jurídicos en que fundamentaron el derecho de gentes, o derecho internacional, pensadores como Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, allá por el siglo XVI, cuando el “descubrimiento” de América había ocasionado un alud de conflictos que no se reducían sólo a rivalidades entre naciones imperialistas, sino que comprometían a millones de seres humanos, en especial a los indígenas.

Francisco de Vitoria considera que el único límite a la libertad de desplazamiento de la gente es el daño que se pueda infligir a otros. Si ese daño no existe, si la gente se mueve en son de paz, impulsada por la libertad de comercio, la emigración y la cultura, pues entonces no pueden existir barreras a su circulación. Vitoria sostiene incluso el principio de la libre explotación de la tierra y de la libertad de los mares, derecho que remonta ni más ni menos que al origen del mundo, cuando no existían naciones ni fronteras, cuando el mundo era uno solo y los seres humanos ya eran seres humanos, o sea que contaban con derechos emanados de esa sola condición. Dicho de otra manera: el derecho de gentes, que surge de los derechos derivados de la condición humana, es natural. Lo es porque emana de un orden pautado por la naturaleza, y así ha sido y así ha de ser por siempre.

El cosmopolitismo o la concepción del orbe como una propiedad de la humanidad entera no se funda en la simple convicción moral o racional de un puñado de filósofos, sino que recoge una inclinación natural del género humano, que debe ser reconocida para poder hablar de una igualdad natural entre todos sus integrantes. La toma de una tierra, de la que derivará un Estado, que no puede impedir que el orbe siga siendo el patrimonio común de toda la humanidad. Ese patrimonio no se cifra en ansias de conquista política ni de guerra, sino en comunicación pacífica y en desplazamiento. Impedir esa circulación, especialmente cuando está motivada por una crisis humanitaria, ya no es realizar un crimen de guerra, sino realizar un crimen contra la paz y contra la naturaleza.

La política de exclusión, la incitación al odio al diferente, el egoísmo a ultranza como modus vivendi, la amnesia histórica de un pueblo formado precisamente con base en el caudal inmigratorio, la burla despiadada al símbolo de la libertad que Estados Unidos ha enarbolado siempre como máxima consigna frente al mundo; todo esto es lo que hoy por hoy representa la administración de Donald Trump. Esta política no pretende evitar muertes -ya no hablamos de salvar vidas-, sino impedir que los pobres y los marginados de este mundo pisen su territorio.

Los que huyen, a quienes ni siquiera puede llamarse refugiados, ya que se les niega exactamente este refugio, ¿qué son para Estados Unidos? Son los malditos, los apestados, los seres que han perdido desde hace mucho su radical humanidad. Poco importa que la consecuencia directa de semejante línea de acción sea el sufrimiento y la muerte de miles, cuyo único delito es buscar una vida mejor. Entre la violencia y la atrocidad que viven en sus países de origen y la violencia y la atrocidad de quienes les niegan entrada, esta gente tiene pocas esperanzas de sobrevivir.

Acorralados por el hambre y por las mafias entronizadas en su tierra natal, frente a las que poco o nada puede hacer el Estado; y acorralados también por las campañas de rechazo y de exclusión sistemática de los poderosos, sólo les queda la opción de continuar marchando.

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