Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Columna destacada |

La novela histórica y el diálogo de dos mundos

Por Marcia Collazo.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

En la novela de la vida, los hombres y las mujeres recorremos el mundo como hormigas, según una sencilla expresión de Máximo Gorki (Por el mundo y Mis universidades), pero ese recorrido no transcurre solamente de dientes y de pecho afuera, sino de vísceras adentro, en el más alegórico sentido de la palabra. Los avatares de la vida nos sacuden, ya por el puro azar, ya por la porfiada y en ocasiones perversa voluntad humana. Gilles Deleuze habla de las sociedades de control. Foucault menciona el control ejercido en recintos más o menos vigilados, por parte de una autoridad u ojo que todo lo ve; pero ahora hemos llegado a ejercer un control demencial e inconducente (Gran Hermano y todas las redes sociales), y una perversidad que según parece vende (Master Chef, entre otros programas infamantes que nadie debería mirar). Y ya que iba a hablar de la novela histórica, creo que este género constituye una de las maneras de asomarnos a esos avatares antes aludidos, sucesivos en el tiempo y extendidos en el espacio, pero desde la literatura.

Los intentos de control tradicionales han sido siempre las guerras, las invasiones y los sitios a pueblos y ciudades. Eso pasó, sin ir más lejos, no en Troya ni en Massada, sino en la Heroica Paysandú. Pero no se trata aquí de preguntarse cuál puede llegar a ser el peor escenario del control que el animal humano inventa para sí mismo sino de meditar en las posibles relaciones entre nuestros avatares vivenciales y el impacto que éstos tienen en nuestras humildes y brevísimas vidas.

Desde la filosofía, ya lo dijo Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Desde la literatura, lo ha dicho muchas veces la novela histórica, y en América Latina tenemos formidables ejemplos de ello. Alejo Carpentier y La consagración de la primavera (1978), Gabriel García Márquez y El otoño del patriarca (1975), Arturo Uslar Pietri y Las lanzas coloradas (1931), Salvador de Madariaga y El corazón de piedra verde (1942). Los ejemplos podrían multiplicarse. En Uruguay contamos con creadores como Eduardo Acevedo Díaz, cuya última novela, Lanza y sable, se editó en 1914; con Eliseo Salvador Porta, Tomás de Mattos, Napoleón Baccino Ponce de León, Hugo Bervejillo (recuerdo su novela Una cinta ancha de bayeta colorada, de 1992), Mario Delgado Aparain con su No robarás las botas de los muertos, y esto sin pretender agotar la lista, ni mucho menos.

Hay en la novela histórica ciertos temas recurrentes, poderosos y cíclicos, que en América Latina suelen apartarse de la historia canónica (la que se ocupa de dinastías monárquicas, de la iglesia y de las guerras y batallas, protagonizadas a su vez en buena medida por aquellas dinastías de reyes y de reinas). Es que nos hemos sumergido en nuestras propias y peculiares circunstancias, y hablamos, cómo no, desde el dolor, la conmoción, la sangre derramada. Nuestro tema favorito consiste, me parece, en la manera en que nos han golpeado sucesivos acontecimientos, en el marco de las luchas por nuestra liberación, el abuso y la expoliación que nos han marcado siempre, las matanzas entre hermanos, las guerras de divisas, el drama renovado, el camino sembrado de espinas que mujeres y hombres recorren a pie desnudo. Y sobre todas estas cuestiones sobrevuela en última instancia la idea de injusticia, capaz de soliviantar al espíritu humano y arrancarle llamas muy similares a las del infierno.

En la novela de la vida tuve la oportunidad de asistir al Certamen de Novela Histórica de Úbeda, en noviembre de 2021, invitada por sus organizadores y por obra y gracia de los fondos brindados al evento por la Agencia Española de Cooperación y Desarrollo, que eligió abrir la convocatoria a dos países de nuestro continente, Chile y Uruguay, lo cual me pareció muy digno y saludable, habida cuenta de que, por lo general, los países en los que se fija Europa son casi siempre México y Argentina. Sería muy largo de narrar el asunto del interés de España por nosotros, después de la terrible historia de divorcio que nos ha separado durante los últimos 200 años, ya desde antes de 1810 (baste recordar los movimientos de liberación ocurridos antes de esa fecha, entre los que sobresale la figura de Francisco Miranda, verdadero precursor de la independencia por estos lares). Pero así como los padres divorciados deberían procurar sostener las mejores relaciones, aunque más no sea por sus vástagos, así los españoles y los americanos, de uno y otro lado del Atlántico, seguimos naciendo porfiadamente, y seguimos buscando a brazo partido nuestro destino. Nadie puede dudar que América Latina es mucho más que un pasado español. El mestizaje integral, producto de los más diversos encuentros de culturas, es el signo mayor de nuestro continente. Pero nadie puede dudar tampoco que la huella y la influencia antropológica de España, en el sentido cultural y humano, han sido enormes en nuestras mentalidades, en la lengua, las costumbres, el derecho, las tradiciones y el decurso histórico general de buena parte de nosotros.

En este sentido me parece excelente, fructífero y francamente vital el mencionado encuentro. No solamente porque el ser humano sigue siendo esencialmente el mismo más allá de sus ambiciones y desafueros bélicos, sino también porque todos los pueblos de este mundo merecen la oportunidad de mirarse a las caras e intentar hablarse. Como dice nuestro gran José Martí, que fue uno de los más encarnizados defensores de nuestra libertad y uno de los revolucionarios ya míticos de América: “Se ponen en pie los pueblos y se saludan. ¿Cómo somos? Se preguntan. Y unos y otros se van diciendo cómo son”.

Martí escribió estas palabras en su ensayo Nuestra América, verdadera página fundamental para cualquier nacido en este continente, que se publicó en Nueva York el 10 de enero de 1891, cuatro años y cuatro meses antes de que el Apóstol cayera acribillado por las balas de unos soldados españoles escondidos entre los arbustos, allá en Dos Ríos, Cuba. Pero Martí dice algo más: “Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento es de América”. Creo que en este 2021 que se acerca a su fin, esas y otras frases deben ser recordadas y reconfiguradas para aplicarlas a nuestro presente, en lugar de arrojarlas al olvido. Del odio a España -la vieja serpiente envenenada, en palabras de Simón Bolívar- hemos pasado a hablar de pueblos en pie de igualdad. Ni madre patria ni hijos díscolos y renegados. Como dice el poeta nicaragüense Rubén Darío, en el ensayo El triunfo de Calibán: “Y usted ¿no ha atacado siempre a España?”. Jamás. España no es el fanático curial, ni el pedantón, ni el dómine infeliz, desdeñoso de la América que no conoce; la España que yo defiendo se llama Hidalguía, Ideal, Nobleza; se llama Cervantes, Quevedo, Góngora, Gracián, Velázquez; se llama el Cid, Loyola, Isabel; se llama la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América”. Y aunque es harto discutible que España sea la madre de América (temblarán en sus tumbas los héroes), yo creo que los puentes entre ambos mundos, tendidos en aras de la cultura, del encuentro y del diálogo fecundo, deben ser bienvenidos.

Capítulo aparte merece la enorme y decisiva importancia que en España se da a la novela histórica, como estandarte y expresión literaria de todo aquello que pueda impresionarnos, conmovernos y suscitar en nosotros el acicate de la imaginación. ¿Cómo habrá sido y por qué fue tal o cual acontecimiento, tal vida, tal peripecia existencial? ¿Qué podemos aprender de eso? Estas dos preguntas son en cierto modo los pilares fundantes en toda empresa narrativa que pretenda derivar en una novela histórica. Sobre esto volveremos, en próxima columna.

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO